Adolfo Mazariegos
El término ‘poder’, sin duda, encierra diversas formas de interpretación y distintas maneras de aplicabilidad en la práctica, ello, probablemente, de acuerdo con cada particular punto de vista o según sea la instrucción con que se cuente en el tema. En tal sentido, y sin tomar en consideración cuál sea la corriente de pensamiento que se aplique para el análisis o para la discusión, siempre habrá algo que resultará innegable: todos estamos expuestos al ejercicio del poder, sea en mayor o en menor medida, sea con distintas formas de percibirlo, ejercerlo, acatarlo o aceptarlo. En el marco de las ciencias sociales, por ejemplo, el poder puede ser entendido someramente como aquella capacidad de hacer o dejar de hacer algo, o lograr que los demás hagan o dejen de hacer algo de acuerdo con determinados intereses que pueden ser colectivos o individuales, legales o ilegales, reales o ficticios, etc. Desde autores como Weber, Foucault o Michels (por citar algunos), hasta autores actuales de distintas corrientes y variadas latitudes, la mayoría confluye en ideas y debates más o menos similares al respecto. Y en ése sentido, puede decirse que la brevísima descripción de líneas arriba, puede aplicarse a todos los ámbitos de la vida humana en sociedad. Ahora bien, específicamente en el contexto del ejercicio del poder político, el término remite al ejercicio de funciones en cargos de gobierno o de cualquiera de los poderes del Estado, sean estos por elección o por nombramiento, y que responden al cumplimiento de un mandato establecido en ley de acuerdo con determinados lineamientos y/o procedimientos. No obstante, en la práctica, sean cuales sean las razones o motivaciones individuales de quienes ejercen el poder -político-, debe entenderse que este es transitorio, pasajero, efímero, y que en virtud de que obedece a un mandato otorgado previamente por un conglomerado, está supeditado al cumplimiento de las funciones y obligaciones que de acuerdo con la normativa aplicable le han sido conferidas. El poder político de un individuo, por lo tanto, sea quien sea y sea cual sea el cargo que desempeñe como parte de una estructura gubernamental, no es ilimitado, ni es para siempre. El poder debe ser visto y ejercido con madurez, con sensatez, particularmente el poder político, ya que es un poder delegado como mecanismo de representación para llevar a cabo tareas que deben dimensionarse adecuadamente en el marco de la legalidad, de la transparencia y de la visión de Estado que le debe caracterizar. Sólo en la antigüedad los monarcas suponían su investidura como una prolongación de lo divino, algo que no se debía cuestionar ni pasar por alto, concepción que, afortunadamente, hoy día ha sido ya superada aparentemente. Todo poder es transitorio, y en Guatemala, ni existen monarcas, ni se vive en la antigüedad, aunque persistan remanentes de esa idea. Vale la pena recordarlo, cualquiera que sea nuestra percepción del poder.