Fidel Us

Está iniciando el invierno y junto al sonido intermitente de la lluvia que a veces es aguacero y otras cernidillo, se oye el zumbido del tráfico que sube y baja a intervalos irregulares, y cada vez que el flujo aumenta se hace acompañar de bocinazos, acelerones, chirridos de llantas y a veces de insultos de peatones o conductores. El señor Fanuel Gatica frente a su tasa llena y humeante extrae de su eterna cangurera de cuero el pequeño libro de sudoku que ha estado resolviendo.

El local es un pequeño negocio inaugurado hace unos meses sobre una esquina de la 15 avenida cerca del Barrio Gerona, que en poco tiempo se convirtió en su lugar favorito para ir por las mañanas. Después de su acostumbrado trote en la tranquila y sombreada calle que circunda el Estadio, desayuna casi siempre un poco de yogurt con avena en su casa y luego se deja llegar al lugar para disfrutar uno y a veces dos cafés. Lo cambió por el otro que quedaba por la Dirección General de la Policía, después de que la dueña cerrara a inicios de la pandemia.

El olor a citronela del desinfectante con que friega la dependiente le recuerda a cuando limpiaban la casa con su fallecida esposa. Era el aroma preferido por ella y era el que siempre elegían cuando iban por las compras al supermercado. Ahora prefiere pagarle a la hija de una vecina para que haga el aseo una vez por semana.

Y recordándola estaba, cuando entró Gerardo; Gerardito como le decía él, su primer nieto. Pero en vez de lucir su perenne sonrisa, el muchacho venía lloroso  y con ese color cenizo verdoso del desvelo. Pero no era solo desvelo, traía parte de la cara inflamada y la boca reventada, además se sostenía con un par de viejas muletas de aluminio.

El abuelo se levantó de inmediato para auxiliarlo y sostenerlo de los sobacos al ver que no podía bajar del taxi.

Se sentaron después de saludarse, el brazo caliente del abuelo contra la fría piel de su muchacho y supo que su pena era grande. Le pidió un chocolate y un sándwich de jamón y queso que el joven devoró, sin hablar todavía.

-¿Pero decime que te pasó? ¡Te ves re mal! -, le dijo asustado de verlo cómo estaba, mientras alternaba pequeñas palmaditas con apretones que le daba a sus manos frías mientras observaba con pena  su ropa arrugada y su pelo desordenado.

Un rato después, habiendo terminado Gerardo su relato y llorado varias veces, el abuelo lo abrazó con fuerza largo tiempo, mientras pensaba la solución que podían darle a la situación.

Finalmente le dijo: tenés que irte a vivir conmigo, no quiero que te quedes solo, alquilando  en cualquier lugar, tengo suficiente espacio y podemos hacernos compañía.

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El cielo tronaba sobre el norte de la ciudad, por la entrada de la carretera del Atlántico, y en las inmediaciones de la casa ya se veía el cielo nublado y algunas ráfagas de llovizna salpicaban las ventanas de la habitación. Gerardo sabía que llovería torrencialmente. Sin embargo debía salir, no quería faltar al gimnasio por segundo día. Mientras se ataba los tenis oyó que la puerta de la calle se abría, seguramente mamá cambió los días para que Lidia venga a limpiar se dijo, pensando que sólo ella podría ser a esa hora. Pero el retumbo en la puerta de su habitación que se abrió de una patada lo hizo erguirse alarmado.

  • Que chingados es esta mierda – le increpó su papá señalando el teléfono que tenía en la mano. ¡Decime que esto es un montaje, una mentira, decímelo! Seguía aullando con rabia mientras le temblaban los carrillos, los labios, las manos, el cuerpo entero…

Apenas tuvo unos pocos segundos para ver las fotos de la fiesta de su último cumpleaños que su padre deslizaba rápidamente sobre la pantalla delatora, porque al levantar la vista intentando una explicación, un apagón de vista y su inmediato desplome provocado por el gancho de zurda que luego se siguieron con patadas e insultos, le impidieron cualquier otra reacción.

Al despertar, después de un tiempo indefinido, apenas podía ver debido a la hinchazón de sus párpados amoratados, en su boca reseca el sabor acre de la sangre le provocaban náuseas y una de sus piernas apenas podía apoyarse, parecía estar  fracturada a la altura del tobillo. Bajo el ruido de la lluvia recia que golpeaba las ventanas de la casa se arrastró hasta la cocina por algo de agua para beber y luego a la mesita del teléfono residencial para llamar a su madre.

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La lluvia no la había mojado gracias al paraguas y largo abrigo impermeable, pero estaba iracunda porque un auto que pasó por un bache lleno de agua turbia, justo mientras llegaba a la entrada de su oficina después del almuerzo, le había mojado los zapatos nuevos, unos tacones fucsia recién estrenados. Eso, pero antes que eso, ya estaba fuera de sí por lo que le había contado a gritos su esposo por teléfono. Lo peor, pensó, lo peor que nos pudo haber hecho. Maldito degenerado, cualquier otra cosa, drogas si quería, ladrón por lo menos, pero eso, eso es lo peor. Maldito hueco, ya te saque de mi corazón, maldito. Ni siquiera quiso contestar cuando la llamaron de la casa sabiendo que era él.

Por la noche no fueron al servicio religioso, hubo reunión familiar para tratar el urgente asunto del hijo torcido. Llegó primero Mateo, el menor de los hijos y luego el padre, la madre llegó por último. Esta había pasado por una zapatería y los tacones de antes habían sido sustituidos por unos de color rosa caramelo.

Casi no probaron la comida y los platos de camarones quedaron burlados, en cambio los tres tomaron una docena de cervezas para calmar la furia colectiva. Las bebidas fueron servidas en cubetas con hielo, se llaman cubetazos les dijo el mesero sonriendo pícaramente. Y cuando hubo espacio en uno de los cubos el papá metió la mano izquierda en el frio reparador del hielo que ya estaba haciéndose agua, para aliviar sus nudillos hinchados. Los otros dos veían hacía la cubeta asintiendo, porque la causa de la inflamación era totalmente aprobada. Mateo fue designado para llamarlo después de la cena y decirle que ya no podía más – decile que nunca más, le instruyó tres veces ella-, poner un pie en la casa: había hecho lo peor, manchar el buen nombre de la familia, hacer esas cosas sucias de Satanás lo convertía en enemigo de Dios y de ellos.

Mateo llamó varias veces sin éxito, será que el muy cobarde ni siquiera quiere atenderme por teléfono se dijo. Para su sorpresa, al cabo de un rato Gerardo el devolvía la llamada.

Toda nuestra familia ya no te reconoce, todos te maldecimos. Y esta es la última vez que hablamos, que alguien de la familia te habla, yo dejo de ser tu hermano y mis papás ya solo tienen un hijo, ah y otra cosa: todas tus cosas se van a ir a la basura, nuestra casa es pura y sagrada y no un nido de sodomitas. Y terminó: por cierto, sería bueno que buscaras a Dios, que te acercarás a la iglesia, tal vez nos convirtamos en hermanos pero en Cristo, al menos eso. Y colgó con la rabia del que se sabe con toda la razón.

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Bajo los aguaceros, que llegaron antes o después de la inclemente golpiza -cómo saberlo-, fue llevado en una ambulancia del cuerpo de Bomberos Voluntarios que una vecina pidió al verlo arrastrándose sobre la acera, desfigurada la cara y apenas balbuceando.

Hacía ya bastante que se habían encendido las luces en las calles circundantes cuando una enfermera lo condujo en silla de ruedas a la salida del nosocomio. Le dijo que lo mejor era tomar un taxi porque en bus era muy peligroso andar con muletas. Al abrir la pequeña bolsa negra en que le entregaron sus pocas pertenencias, se percató que tenía varias llamadas perdidas de su hermano en su celular. Con la batería del celular casi por apagarse logró aún devolverle la llamada. Después de colgar se convenció con amargura de que estaba solo. Que si bien siempre se había sentido un extraño en su propia familia, ahora la distancia era insalvable.

Luego advirtió con preocupación que en su billetera solo tenía cien quetzales, en todo caso las tarjetas ya habrían sido canceladas, lo que en efecto comprobó cuando con un atisbo de esperanza fue a un cajero automático cercano.

Después de mucho pensarlo, sentado en la acera del hospital,  llamó a Joel, un mes hacía que habían terminado, pero si bien le respondió con amabilidad le dijo que estaba fuera de la ciudad y por lo mismo no podía recibirlo en su casa. Trató de caminar, pero a pesar de los analgésicos el dolor en el tobillo era insoportable. Avanzaba algunos metros y luego se sentaba o se apoyaba en algún sitio para descansar. Se percató de que apenas había avanzado un par de cuadras y se encontraba en un sector de pensiones baratas de mala fama –“mataderos”, recordó que les decían-, a donde pasaban sus ratos de placer los amantes de ocasión A las diez de la noche el frio se hacía más intenso y el sector ya se encontraba bastante desierto. Lloraba a veces pero el temor lo hacía ponerse alerta y limpiarse los ojos. Cuando la lluvia volvió no tuvo más opción que entrar a una de las pensiones del sector. No podría dormir pero al menos ya no estaba afuera, a la intemperie. Los ruidos y la suciedad del lugar le daban nausea y por eso apenas se colocó sobre una esquina del lecho que lucía un cubrecama con pringas sospechosas. Dejo las luces encendidas, menos la televisión porque no aguantó la letanía interminable de pornografía que proyectaban con exclusividad todos los canales disponibles. Al menos pudo llorar todo lo que quiso, todo lo que pudo, y al empezar a clarear el día, más que dormir fue quedarse sin conocimiento en un estertor de cansancio y suspiros.

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El abuelo siempre le pareció una figura recia y fuerte. Pero recordaba con alegría los momentos que había compartido con él siendo niño. Debido a sus agendas siempre frenéticas y ocupadas, sus padres los dejaban siempre con los abuelos. Recordaba los paseos a Chimaltenango los fines de semana, donde el abuelo tenía una pequeña plantación de aguacate. Esas visitas eran acompañadas de las sabrosas viandas que la abuela preparaba y que comían en el ranchito del sembradío. Él les había enseñado a manejar bicicleta y a nadar. Pero la relación fue perdiéndose cuando Gerardito empezó a hacerse adolescente. Cuando empezó a sentir los cambios en su cuerpo y también empezó a sentirse diferente a sus amigos, pensó que era mejor esconder lo que sentía. Con sus padres era fácil porque casi no pasaba tiempo con ellos. En cambio con el abuelo se enconchó y casi no lo llamaba o visitaba. Pero además fue por esa época en que sus papás empezaron a trabajar en el gobierno. Habían apoyado la campaña política de un comediante que resultó ganador en la contienda electoral. En premio a ambos los hicieron viceministros; a mamá, en el Ministerio de Educación y a papá en Gobernación. Entonces el abuelo se molestó, el decía que no era un buen gobierno y que ellos saldrían manchados. Pero la relación estalló y se rompió un domingo durante un almuerzo familiar: ellos defendían el régimen y el abuelo no podía tolerar unos desalojos en El Estor a favor de una empresa de palma aceitera en los que unos amigos habían sido afectados. Y después, las pocas veces que se veían con mamá y papá, terminaban siempre peleando. Dejó de llegar a la casa y ya no llamaba. Y luego tras la muerte de la abuela, terminó por alejarse casi completamente.

Gerardito nunca supo cuando se formó la idea de que el abuelo pensaba igual que sus padres. Realmente nunca escuchó de él algún comentario homofóbico. Ante los comentarios o burlas hirientes que sus padres y su hermano solían hacer frecuentemente sobre personas o grupos, recordaba que el abuelo solía guardar un incómodo silencio. Pero, ¿Pensaba el abuelo igual que ellos?

Al despertar sintió punzadas en el estómago y recordó que no había comido nada desde el desayuno del día anterior y no soportaba el hambre. Con las últimas monedas que aún tenía decidió probar suerte y llamarlo.

*****

            A las siete de la mañana, el señor Gatica se preparaba para ir a su acostumbrado trote matutino cuando sonó el teléfono de la casa, su voz potente pregunto quién llamaba y del otro lado, desde un sucio teléfono monedero una voz débil y cansada le dijo hola, buenos días abuelo. Necesito hablar con vos, será que podemos vernos.

Si bien encontró que la voz de su nieto estaba temblorosa, le propuso que se vieran en el café a las diez, sin sospechar que Gerardo estaba muy urgido por verlo.

  • Abuelo, fijate que voy a llegar en taxi, pero quería saber si vos podés pagarlo cuando llegue- aventuró Gerardo, la voz más trémula que antes.
  • Claro, no hay pena – cortó, sin aún sospechar nada.

            Todavía impactado por lo que a Gerardito le había tocado vivir le dijo:

  • Sigo sin creer en lo que esa gente te hizo. Te pido perdón por no haberte ido a traer. ¡Cómo no me llamaste ayer mismo! Al hospital te hubiera ido a traer. Y pensar que toda esa noche pasaste en pena.
  • Es que ellos me dijeron que nadie de la familia quería saber nada de mí. Pensé que estabas incluido. Y es que como casi ni nos vemos ni nos hablamos.
  • ¡Como pensás eso! Ellos serán lo que son; una mierda de gente. Pero yo no soy como ellos. Hace tiempo que me los saqué del corazón.

Mientras esperaban el taxi que los llevaría a la casa, -eran pocas cuadras pero Gerardito no podía dar un paso más- pensaba en lo mucho que había cambiado su hija, cómo se fueron distanciando, cómo sus pensamientos y opiniones se fueron haciendo muy diferentes en los últimos años. Pero sonrió alegre pensando en que había recuperado a su nieto. Tendría nuevamente a Gerardito con él.  Es lo que hubiera querido Etelvina se dijo.

 

 

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