El día después de las grandes epidemias.  De la peste bubónica al coronavirus

PRÓLOGO

LA EPIDEMIA PROTAGONISTA DE LA HISTORIA

[…] no se recordaba que se hubiera producido en ningún sitio una peste tan terrible y una tal pérdida de vidas humanas. Nada podían hacer los médicos por su desconocimiento de la enfermedad que trataban por primera vez; al contrario, ellos mismos eran los principales afectados por cuanto que eran los que más se acercaban a los enfermos.

TUCÍDIDES, Historia de la guerra del Peloponeso,

libro II, 47, 3-4

Incluso las epidemias tienen historia. Llegué a esta conclusión en los largos meses de confinamiento de la primavera del 2020. La Covid-19 fue la culpable. Millones de ciudadanos de todo el mundo se vieron obligados a permanecer en sus casas por orden gubernativa. Había que evitar el contagio a cualquier precio; de ahí el sentido profundo de la frase «con la plaga no se juega» que debimos interiorizar cada uno de nosotros, y cada uno a su manera. Se podía sentir una atmósfera dramática, en cada casa, pero las autoridades sanitarias prohibían, bajo pena de sanción, salir a la calle y visitar a los parientes y a los amigos. Naturalmente, todo el mundo hizo caso, mientras escuchaban por los habituales medios de comunicación las recomendaciones de los expertos: nos dimos cuenta entonces de que estábamos en la «era de la responsabilidad anónima» que decía Karl Jaspers. ¿Qué es un ser humano encerrado, lejos de su rasgo más propio, esto es, la sociabilidad? Hay respuestas para todos los gustos.

Y así es como empezó esta aventura.

Un buen día de febrero, no recuerdo cuál, me pidieron que escribiera sobre las epidemias en la historia para el suplemento «Cultura/s» de La Vanguardia. Acepté, pues recordé que años atrás un maestro me hizo ver la necesidad de tener siempre presente la frase de Lord Acton, editor de la Cambridge Modern History, «ocupaos de un problema, no de un período». Me senté en mi estudio, la tarde caía en silencio, y comencé la tarea de mirar hacia atrás sin ira para hallar el marco adecuado que permitiera explicar al lector la atmósfera que envolvió en otros tiempos el problema que nos acuciaba ahora, una epidemia.

Empecé a leer los capítulos que el historiador de la época clásica griega Tucídides dedica a la epidemia de Atenas en su monumental Historia de la guerra del Peloponeso que, en mi opinión, rozan la perfección, ya que ilustran con todo rigor la importancia de la narrativa histórica a la hora de esclarecer un acontecimiento inesperado; luego anoté su declaración programática convencido de que me sería de ayuda: «Por mi parte, simplemente describiré [la epidemia] por su naturaleza y explicaré sus síntomas por los que pueda ser reconocida por el estudioso si alguna vez se vuelve a presentar; esto lo puedo hacer mejor, pues yo mismo sufrí el mal, y fui testigo de su actuar en el caso de otros».[1] Y, así, sin solución de continuidad, traba una historia sobre un típico caso de fiebre tifoidea para el que, escribe con su gélido estilo, «no hubo una causa ostensible; pero personas en buena salud eran repentinamente atacadas por violentos calores en la cabeza y enrojecimiento e inflamación de los ojos y las partes internas, como la garganta o la lengua, que se tornaban rojas y emitían un hálito anormal y fétido». Sorprendido por los rasgos de la enfermedad, insiste en su descripción: «Esos síntomas eran seguidos de estornudos y ronquera, luego de lo cual el dolor llegaba pronto al pecho y producía una fuerte tos. Cuando se fijaba en el estómago lo indisponía; y seguían descargas de bilis de todos los tipos conocidos por los médicos, acompañadas de gran angustia».[2]

El culto a la descripción: el ideal ateniense de un cosmos armónico se proyecta en el cuerpo de los enfermos con el fin de pensar alternativas de futuro para vencer el miedo. Porque la fuente del miedo en una sociedad sacudida por una epidemia es el porvenir malogrado, y el que se libera de esa sensación de incertidumbre no tiene ya nada que temer.

Es justamente lo que se necesita hoy.

En el lenguaje corriente, la noción de «epidemia» designa una enfermedad contagiosa que afecta a mucha gente, cuando es a toda una civilización entonces se habla de «pandemia».

Se trata de una definición médica, por supuesto: Hipócrates, el primer autor que analiza las causas ambientales de las enfermedades infecciosas en lugar de atribuirlas a un origen divino, empleó por primera vez, en el siglo V a. C., el término «epidemia» en una obra con ese mismo nombre para definir una enfermedad que afecta a un país o a una región: el ejemplo analizado fue un brote de paperas en la isla de Tasos, donde pudo observar que las mujeres se contagiaban mucho menos que los hombres. Así, el «contagio» es una noción clave en epidemiología; indica la obligada necesidad de crear una estrategia clínica para vencer una enfermedad infecciosa.

La firmeza del saber médico frente a la ilusión de una naturaleza bondadosa. Esta evidencia no necesita demostración, pero me trae a la memoria la excelente recreación de la vida de Alexandre Yersin de Patrick Deville. Como ocurre tantas veces con la gloria, la de este insigne médico francosuizo se debió a una convicción interior: recordemos que a los veintidós años, en 1885, se instaló en París cerca de Louis Pasteur, para trabajar en su instituto, en busca de soluciones para las enfermedades contagiosas; luego puso rumbo al Extremo Oriente y, una vez desembarcó en el puerto de Nha Trang, hoy en Vietnam, construyó una clínica frente al mar para investigar sobre el cólera, la peste blanca, por entonces en pleno auge. Pero, además de eso, se dispuso a aislar el patógeno de la más terrible epidemia, la peste, que se transmite por contacto y, allí donde se produce, provoca estragos en la población. Para oponerse a los fanáticos que en su tiempo veían en la peste un fléau de Dieu, Yersin investigó hasta dar con la identidad del bacilo Gram negativo que la provocaba. Por eso, en su honor, hoy se llama Yersinia pestis.

La vida de este médico tiene un trasfondo melancólico: en medio de la miseria, donde las enfermedades infecciosas son abundantes, Yersin comprobó que el único valor evidente en la vida es el servicio a la humanidad que él mismo podía sentir en los instantes de duda: una vacuna es el triunfo de la constancia del saber médico sobre el gélido dominio de la naturaleza. Lo que en un principio es una recia investigación microbiológica se convierte imperceptiblemente en una titánica lucha contra un organismo que amenaza la vida de los seres humanos.

Algo parecido está sucediendo hoy en el esfuerzo por encontrar una vacuna contra el coronavirus. Lo cual supone una forma especial de entender la existencia libre de la banalidad del discurso político, la que sostiene la investigación científica con su ritmo lento, constante, siempre bajo presión, pues la gente muere mientras no se encuentra un remedio; y con una idea en la mente: el porvenir de la humanidad reside en vencer a los elementos nocivos presentes en la naturaleza.

¿Se puede avanzar hacia un futuro prometedor sin mirar hacia atrás? Esta es precisamente la cuestión a la que responde este libro.

Los seres humanos necesitan respuestas a las situaciones límite, y he aquí que, en la primavera del 2020, los meses del coronavirus, en los que unos viran hacia la ironía, otros hacia el cultivo del yo y una inmensa mayoría hacia la incertidumbre, la historia recobra el pulso para cerrar la brecha entre el estudio del pasado y las predicciones sobre el futuro. Nace una nueva dimensión del compromiso intelectual capaz de desenmascarar las ficciones acerca de nuestra civilización. Por primera vez en los tiempos modernos, los hombres y las mujeres se han visto envueltos por el presagio de que quizá el mundo pudiera ser definitivamente distinto al que habían soñado. Hacer historia de larga duración de las epidemias es una expresión del buen juicio que debe regir nuestras decisiones en el futuro inmediato para salir bien de la actual contingencia.

El objetivo, desde luego, es la búsqueda en el pasado de algunas grandes epidemias para ver si por medio de ellas se pueden encontrar las respuestas que necesitamos hoy en la ciceroniana convicción de que la historia es maestra de la vida. Y he llegado a la siguiente conclusión: ya que se ha malogrado el principio de precaución, hay que buscar un modo de acción eficaz que tenga en cuenta las múltiples escalas de la Covid-19 a la hora de detectar lo relevante y lo significativo y dejar a un lado lo efímero y lo banal.

El panorama actual exige reclamar la presencia de los clásicos para que nos iluminen en algunos aspectos en que fueron mucho más sabios que nosotros. Historia en estado puro que explica el papel de las epidemias en el curso de los acontecimientos. Un reto que exige unir sentido común y sensibilidad social.

El historiador británico Arnold J. Toynbee aconsejó en un libro de 1948, La civilización puesta a prueba, que se tuviera en cuenta que la historia es un equilibrio entre el desafío y la respuesta, en el bien entendido de que cuanto mayor es el desafío, más intensa debe ser la respuesta. Con el coronavirus hemos entrado en un torbellino de incertidumbre con respecto a la salud, sin duda, y también con respecto a la economía y la política. El hecho de que muchos hayan sido conscientes del riesgo durante los meses de prueba a los que nos ha sometido la epidemia no es suficiente, porque sabemos por experiencia que lo realmente importante comienza «el día después».

Y aquí interviene la disciplina de la historia con su análisis del problema, la trama y el significado de una epidemia. Y plantea la necesidad de un análisis de larga duración en la planificación de la política y en las conversaciones públicas acerca del futuro de una humanidad que se siente amenazada por la mutación de un virus. A partir de esto, se puede buscar el modo de cambiar la sociedad sin necesidad de demolerla.

Los cinco momentos de la historia universal que quiero comentar aquí significaron otros tantos en los que al desafío provocado por una gran epidemia siguió una imaginativa respuesta que abrió las puertas a un futuro prometedor.

Comenzaré con la plaga que asoló el Imperio bizantino en tiempos de Justiniano y Teodora, cuya respuesta fue el primer esplendor del islam y el nacimiento de Europa; luego tomaré el pulso a la peste negra del siglo XIV, a sus terribles secuelas y a la fascinante reacción: no otra que la cultura del Renacimiento. Continuaré con el análisis de la espiral de contagios que se produjeron nada más llegar las naves españolas al continente americano en 1492 y que culminaron en el demoledor caso de viruela que acabó con el Imperio azteca para considerar la repuesta que permite crear las matrices económicas y políticas de América Latina en la Edad Moderna y Contemporánea. Más adelante, seguiré los pasos de las pestilencias que, en pleno siglo XVII, mientras Europa se desangraba en la guerra de los Treinta Años, sitúan a la sociedad al borde del colapso, cuya respuesta, por medio del espíritu revolucionario en la industria y en el comercio, en la política y en la filosofía, impulsó un mundo nuevo, ilustrado, capaz de elaborar una cultura de la sensibilidad en las grandes novelas del siglo XVIII; y finalmente plantearé el caso de la mal llamada «gripe española», suceso trágico que desafió al confiado siglo XX y que exigió una decidida respuesta en el conocimiento científico, artístico y literario. El malestar de la cultura se superó mediante la ciencia, el rasgo que mejor caracteriza este siglo de guerras y totalitarismo. En un largo epílogo abordaré la situación creada por el coronavirus en la sociedad posmoderna surgida del milagro económico de la década de 1950-1960, a la espera de la respuesta que quiera darse.

La necesidad de entender que todo gran desafío exige una gran respuesta es un procedimiento de análisis inspirado en el «principio de responsabilidad» de Hans Jonas. Es una manera de situar la ética en el debate público tomando distancia de las figuras retóricas que solo proyectan el pánico social ante lo desconocido. Pocos llevan la historia a este terreno; pero a mí me gusta hacerlo.

Tres Torres, Barcelona, abril-junio del 2020

(escrito durante el confinamiento)

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