Víctor Muñoz
Escritor. Premio Nacional de Literatura
—Fijate —me dijo Gedeón— que la hermana de Papaíto está muy mala y parece que se va a morir.
La verdad es que conozco muy poco a la hermana de Papaíto. Solo sé que todo el mundo se refiere a ella como: “la nenita”, y eso que, al igual que Papaíto, ya supera los 80 años de edad. Por ese detalle no me causó mucha sorpresa la noticia, porque una persona de esa edad se puede suponer que ya padece de algunos problemas de salud.
—¿Y qué tiene la señora? —Quise saber.
—Pues parece que se trata de una enfermedad un poco extraña, pero le duele todo, ha dejado de comer y ya solo acostada se mantiene. Y fíjate que me siento muy triste porque como vos bien lo sabés, yo quiero mucho a Papaíto. Es la única hermana que le va quedando, porque de los 13 hermanos que fueron ellos, seis ya se murieron y los otros cinco se fueron a saber a dónde y nunca se supo nada de ellos. Como si se los hubiera tragado la tierra, los muy ingratos.
—¿De veras, se desaparecieron? —le pregunté.
—Pues fíjate que sí. Uno se fue de payaso con un circo, el otro dispuso irse para los Estados Unidos, otra se fue a México porque se le metió que aquí nadie apreciaba su don para el canto, otra se metió de monja y el otro se fue a defender no sé qué revolución.
—¿Y nadie regresó siquiera a visitar?
—Pues fíjate que eso fue lo que me contó Papaíto una vez que tocamos el tema, pero por lo que pude ver, no le gusta hablar de esas cosas, como que le entra la nostalgia o se pone triste o bravo. Mirá —me propuso—, ¿por qué no vamos a visitarlo este sábado?
La verdad es que yo le guardo un gran cariño a Papaíto. Es que lo veo como muy solito y muy vulnerable; además, antes, cuando no vivíamos tan lejos, con alguna frecuencia lo buscaba para que me aconsejara sobre algún problema que yo estaba teniendo. Le dije a Gedeón que estaba bien y quedamos de reunirnos ese sábado por la tarde.
Gedeón pasó por mí muy puntual y nos fuimos a ver a Papaíto. Antes de llegar pasamos por una venta de chicharrones y carnitas. Durante el trayecto me fue contando de los ingratos hermanos desaparecidos y de algunas cosas de su vida. Cuando me vine a dar cuenta ya habíamos llegado a su casa.
—Pasen adelante —nos dijo Papaíto, en forma siempre amable y dulce.
—Pues mire Papaíto —se anticipó Gedeón—, aquí venimos a visitarlo para hacerle compañía en estos momentos de profundo pesar y dolor que usted está sufriendo. Queremos que usted sepa que estamos perfectamente solidarios con usted y que también estamos aquí para apoyarlo en cualquier cosa que usted necesite.
—Muchas gracias, muchachos —nos dijo él—, les agradezco mucho su visita, que Dios los bendiga, de veras, que Dios los bendiga. Pues van a ver que ahí está la Nenita que le entró un como barajusto y no quiere comer, solo se la pasa llorando todo el tiempo. Ya vino un doctor y le recetó todas esas medicinas, miren, pero no se las quiso tomar, entonces fui a buscar a otro doctor que le recetó aquellas medicinas, miren, pero tampoco se las quiso tomar. Y hasta me endeudé por andar pagando consultas y comprando medicinas y ya no hallo qué hacer.
—Pues mire Papaíto —le dijo Gedeón, poniendo cara de gente interesante—, yo le traje estos chicharrones para que usted se los dé porque son buenos, y según yo recuerdo, a usted le gustan mucho y quien quita que al verlos y sentir su aroma, a ella le viene el hambre y se los come y se compone.
—Gracias, mijo —le dijo Papaíto, y se los recibió, acto seguido nos dijo que lo acompañáramos para entregárselos y que así, tal vez viendo que habíamos llegado se le mejoraba el ánimo. Entramos al dormitorio de la Nenita, Papaíto le dijo que la habíamos llegado a visitar y le entregó los chicharrones para que se los comiera, pero ella, en vez de dar las gracias los aventó por allá y se puso a llorar, luego dijo, apenas en susurros, que no quería ver a nadie en su cuarto, por lo que nos tuvimos que retirar de ahí, no sin que antes Gedeón se pusiera a recoger los chicharrones del suelo.
—¿Ya ven?, así se mantiene y no quiere nada y yo ya no sé qué hacer.
—Pues mire Papaíto —le dijo Gedeón, siempre poniendo cara de circunstancias—, yo creo que lo mejor que usted puede hacer es ya no hacer nada; si doña Nenita ya decidió que no quiere comer ni tomarse sus medicinas, entonces déjela que se muera en paz porque de lo contrario ahí va a andar usted gastando su dinero y endeudándose por gusto, ¿verdad vos?
Yo me sentí un poco mal y solo me encogí de hombros, pero bien claro pude ver que a Papaíto no le había caído nada en gracia la recomendación de Gedeón.
—Y es más, yo le aconsejaría que mejor comience a ahorrar un poco de dinero porque eso de los funerales sale caro, y para como yo veo la cosa, doña Nenita ya no tarda en dejarnos.
Antes de que Papaíto nos echara de ahí le dije a Gedeón que nos fuéramos porque me urgía hacer un mandado, por lo que a las carreras me despedí de él y casi a puro jalón me llevé a la puerta de la calle, en donde, a las carreras nos despedimos de Papaíto.
—Yo creo —me dijo Gedeón cuando veníamos de regreso— que lo que le aconsejé a Papaíto es lo mejor que puede hacer, ¿vos qué creés?
Yo le dije que, puesss…, sí, ¿verdad?