Nicté Serra
El salón era acogedor, mucho más de lo que había imaginado. A través del ventanal penetraban ríos de luz que prodigaban un calorcito agradable. Las paredes, de colores alegres y armoniosos, eran telón de fondo para posters con mensajes de esperanza, de empoderamiento, fotografías de mujeres alzando las manos al cielo, mujeres sonrientes de todas las edades y razas, mujeres escalando grandes peñascos. También las decoraban letreros optimistas. “¡Tú puedes!” “Eres dueña de la vida que sueñas, atrévete”, “¡El poder está en mí!” Cada uno estaba escrito con linda caligrafía, como si un artista grafitero las hubiera dibujado. En medio del salón, sobre alfombras coloridas unidas con experto cuidado por trenzas de cáñamo, una docena de sillas aguardaba en ordenada media luna. El alfombrado era de por sí una obra de arte.
Este espacio en particular desentonaba violentamente con el resto del refugio. Aquel sitio destinado a rehabilitación de mujeres en situación de vulnerabilidad estaba ubicado en el centro de la ciudad, en el casco antiguo. El edificio, pequeño y viejo, despintado pero muy limpio, era anexo a un hospital psiquiátrico.
Llegué temprano. Era mi primera sesión. La mujer que me condujo desde la recepción al salón apenas habló. Solo me vio, no con suficiente disimulo, de pies a cabeza, como si mi pinta no le agradara. No la culpo, a mí tampoco me agrada. Sin que me diera tiempo para agradecerle, desanduvo el camino de regreso a su puesto. Quedé sola, dentro, acompañada por una fragancia muy agradable, como de incienso, como romero, quizás jengibre.
El salón se me antojó un oasis, una fogata en medio de la noche. Inspeccioné cada póster, cada letrero, cada rincón. “El poder está en mí…” ¿Lo creerá alguien? “Llegó tu momento, permítete renacer” ¿Cuál es el propósito de estas palabras? Todos guardaban la misma línea gráfica. Sobre un fondo brillante, rosa pálido, siluetas femeninas, apenas dibujadas en tonos grises, parecían moverse. “Ni una más” reconocí la protesta, se convirtió en lema universal. Ha recorrido el mundo. Encontré cierta disonancia entre este y los demás posters. Desde el tono confrontativo hasta la calidad gráfica.
Los nervios me estrangulaban.
Una mujer de cabello blanco, recogido en un gracioso moño, como de bailarina, entró acompañada por el campaneo metálico de sus tantas pulseras. Estará en sus tempranos cincuenta, calculé. Como yo. Sonriente, enérgica, luminosa, saludó con voz grave. «Soy Amanda, la moderadora. Cuando lleguen las demás haré el inventario de nombres. No te molestes en darme el tuyo ahora porque en dos segundos te lo cambio.» Hizo una pausa, la colocó sobre mis ojos. «Aunque, claro, sé quién eres.» Volvió a sonreír.
Las demás llegaron juntas, como en estampida. La mayoría eran muy jóvenes, extremadamente delgadas algunas. Tres de ellas llevaban bebés. Éramos once en total. Sentí pánico al darme cuenta de que más de dos podrían ser mis hijas. Sentí vergüenza al ver sus ropas raídas, sus zapatos gastados, su cabello triste, su mirada triste, su postura triste, sus modestos bolsos.
Estaba ahí porque mi terapeuta me había recomendado pertenecer a un grupo de apoyo encaminado ya en procesos de recuperación. Ella lo escogió. Mujeres en situación vulnerable por distintos motivos, dijo. Mujeres que, como tú, andan a diario al borde del precipicio. Había imaginado algo distinto. Otras cincuentonas en busca de respuestas, de validación. No, no eres única. No, no solo tú eres ignorada, ha sido abandonada, engañada por su gente o por la vida. No, el tuyo no es el único nido patológicamente vacío. No, los ataques de pánico no son sinónimo de locura. Aquellas palabras que emergían de la turbulencia permanente de mi cerebro, frases que habían inundado aquel consultorio en el que la terapeuta me planteó venir, me parecieron prefabricadas, extraídas de libros de autoayuda. Nada me había preparado para tanta realidad.
Con suficiente disimulo y la actitud más afable que fui capaz de improvisar, observé cada rostro de mi nueva pandilla. Todavía no sabía que en poco tiempo se convertirían en tribu vital. Tampoco presentía que este lugar, con sus fragancias y palabras y fotografías, con los floreros blancos llenos de lirios y la alfombra de colores, con sus ventanas de luz perenne, en el espacio donde experimentaría un nuevo sentido de pertenencia. El mejor, quizás.
Lo único que sentía era un bochorno irracional. Algunas de ellas, a pesar de su juventud, no tenían la dentadura completa, otras ya no tenían uñas de tanto morderlas. Un par llevaban los rostros rojizos y los ojos inflamados, como cuando has pasado una noche completa llorando sin parar y sin dormir. Otras sonreían joviales a pesar del cansancio obsceno que afloraba en cada detalle de su aspecto.
No quería siquiera ver mi reflejo en la ventana, ansiaba desaparecer. Mi colección de vergüenzas se apiló en la esquina más lejana del salón, también mi voz. No lograba articular palabra, un tropel de pensamientos me empujaba. Debí ponerme el pantalón celeste viejo, el de los desteñidos. Calzar zapatos bajos, bajísimos. No debí lustrarlos. ¿Por qué no me puse una simple camiseta? Procuraba ocultar mis pies uno con otro, como si eso fuera posible, deseaba arrugar la blusa hasta convertirla en otra cosa. No iba elegante pero mi vestimenta oprimía la de las chicas. Mi cabello, salpicado de canas con un corte simple mostraba cuidado vitalicio. Lo revolví con mis dedos siempre inseguros. Traté, sin lograrlo, de retirar el poco maquillaje que llevaba sobre mis mejillas. Estorbaba. Alcancé a borrar el tono melocotón que había dibujado mi boca. Me imaginé arrancándome las pestañas.
¿Podría alguien adivinar cuán avergonzada me sentía? Intuí, al ver los rostros de estas chicas, que conocían verdaderos infiernos.
Lo mío era rebelión, apenas tristeza acumulada, un capricho comparado con el miedo que pegaba de gritos en las miradas de aquellas mujeres. Lo mío era depresión. ¿Con qué derecho invadía su espacio? ¿Quién era yo para gastar la energía de las terapistas si tenían las horas llenas de verdaderas tragedias? Aún no sabía de qué iba cada historia. Pero nada es tan elocuente como el miedo mudo que habita en manos retorciéndose, en labios mordiéndose. Ese temor tan particular lo conozco muy bien.
Se hicieron las presentaciones. Algunas mujeres ya habían avanzado bastante en el proceso. Se notaba en el lenguaje que usaban para expresarse y en la complicidad con la que veían a sus compañeras. Se apreciaba en la manera en la que entrelazaban los dedos unas con otras, en las palmadas en los muslos, en los abrazos espontáneos. La familiaridad me asustó y, al mismo tiempo, como todo lo demás, me avergonzó mi naturaleza asustadiza.
Una de ellas parecía tener dos rostros en uno. Una cicatriz del color de la uva lo atravesaba desde la parte superior izquierda de la frente, hasta la mandíbula derecha. No era mi intención, pero notó que la observaba. «Él lo hizo», dijo, señalando su vientre hinchado, con la redondez perfecta de los últimos días del embarazo. Habló en tono amable, asumió que yo sabía quién es él. Asumió bien. «Usó navaja» agregó. «Oxidada. Ya ves.» Y su dedo dibujó una vez, dos veces, tres veces, la serpiente que divide sus rostros. Instintiva o inconscientemente, hice lo mismo en el mío. No, nunca han usado filo. Tampoco la suavidad de un dedo, hace mucho mi rostro no sabe de dibujos. De nuevo la vergüenza.
«Dulce, ⸺dijo Amanda⸺, cuéntanos cómo vas». Una joven, amamantando a un bebé, respondió sonriendo que había logrado alquilar habitación, que no pasaba frío y tenía vista a un bulevar muy entretenido, que lo de la pensión alimenticia estaba complicado. «Ya saben cómo es esto, los jueces de familia nunca están y cuando están los demandados no, es como si se pusieran de acuerdo.» Algunas asintieron. «Pero estoy bien» dijo. «Con el trabajo lavando ropa, una se apaña.» Vio al pequeño y besó su frente. Sentí envidia. La mente quiso jugarme el truco de la nostalgia, pero no lo permití. Rozó una escena, apenas. Una muy joven versión mía besaba la cabeza de mi bebé, aún a mi lado. La disipé en segundos.
Lo único que ansiaba era que a Amanda no se le ocurriera preguntarme qué hacía yo en el grupo, cuál era mi historia.
Ángela, una jovencita que revelaba la inocencia juvenil de mejores tiempos bajo su actual deterioro, pidió la palabra. Contó que su madre ya la buscaba con frecuencia, que lo hacía a escondidas del padre y le daba alguna plata. «Entonces, pues estoy comiendo bien, chicas. No es mucho lo que mamá puede ayudarme. Pero lo hace cada vez que tiene oportunidad.» Después de una pausa, frunció la frente y la boca y el cuerpo. «Se lo dije. Papá no vuelve a poner sus inmundas manos sobre mí, ¿Saben? ¡Creo que mamá al fin me cree!» exclamó. Todas celebraron con voces y palmas.
Mamá. Cuando le pedí asilo permanente, respondió que aquella era mi casa, faltaba más. Pero que pensara, que no comulgaba con mi desesperación. «Vivir conmigo no te resuelve, hija, no creo que las cosas sean como las pintas. Una no abandona su casa solo porque sí.» Nunca más toqué el tema. Supe que mamá no me cree.
«¡Luisa ya puede caminar! usa bastón, ni modo. La paliza no la mató» sentenció una sonriente Luisa en son de broma y soltó una carcajada apuntando al techo con su bastón. Habló en tercera persona, sin drama ni miedo. Me pareció encantadora. Sentí mi rostro elevar su temperatura, bochorno por lamentarme de algo tan banal como una madre distante frente a una verdadera sobreviviente.
Carmen, un poco mayor que el promedio, levantó la mano. Todas guardaron silencio. Amanda aplaudió sonriente. «¡Qué bien, Carmen! Te escuchamos.» Su aspecto era limpio, muy limpio, blusa blanca, como de uniforme escolar, pantalón azul marino de lona, zapatillas blancas, cabello castaño recogido en una coleta y un rostro desmaquillado realmente hermoso. Habló casi en susurro, con los ojos en una danza de lágrimas que iban y venían sin terminar de resbalar. «Estoy lista» dijo. «Los denuncié a todos, también a él. Le costaba trabajo respirar. «Saben dónde estoy. Saben que ya dije cómo y dónde esconden a las chicas. Sé que lo más seguro es que me maten. No sería la primera.»
No digas eso, por favor, se escuchó varias veces. Era una voz formada por varias voces, un coro de hermanas. «Estarás bien. ¿Verdad Amanda que estará a salvo?» preguntó Dulce.
«Pero he contado todo» continuó Carmen. «El sistema, los cambios de cueva, la vuelta en la frontera.» En sus muñecas había cicatrices. En los antebrazos también. Su rostro hermoso se me antojó el más valiente de los valientes. A pesar de su aparente fragilidad, toda ella destilaba valentía.
«Las pesadillas continúan» agregó. «En mis sueños, todavía estoy con ellas, las visto y alimento y maquillo. Las entrego.» Hizo una pausa para ahogar un gemido. «En el sueño aun lo amo. En el sueño, una vez más, él me estrangula». Rompió a llorar. Sus manos se perdieron bajo las de varias de sus compañeras. Su espalda, en los abrazos. Yo también estaba perdida, tejiendo la trama de su historia con retazos de su testimonio.
Amanda ofreció una mirada de admiración a Carmen. Asintió levemente, como si compartieran un código íntimo. Luego llamó al orden.
Mi cabeza era una máquina de palabras. No me mires, Amanda, por favor. No me hables, todavía no estoy lista. Nunca he sabido si ella adivinaba mi discurso interior, mi pánico escénico.
Amanda rompió el drama que cargaba el aire desviando la atención a Clarisa. «Hoy celebramos que Clarisa terminó de cursar el bachillerato por madurez. Empieza a trabajar en el archivo del hospital la próxima semana, su niña irá al preescolar.» Clarisa, de tez morena y ojos miel, sonreía orgullosa. Todas aplaudieron, alguna chifló como si estuviera en un estadio.
Yo las observaba estupefacta, emocionada, con absoluta compasión y admiración y deseo de abrazarlas. Una por una, a todas y a cada una. De repente la chica que estaba sentada a mi derecha, una muchacha como de veintitrés o veinticuatro años, pelirroja y pálida, con el rostro sobrepoblado de pecas, tocó suavemente mi muslo. Luego buscó mi mano hasta abrazarla entre las suyas. Una calidez desconocida caminó desde mis dedos hacia el resto del cuerpo. La sensación de vergüenza desapreció. Después de ver cómo se sostienen entrelazándose de tantas maneras posibles, me permití disfrutar aquel acercamiento. Preguntó sonriente «Oye, ¿eres la nueva terapista? ¿o eres voluntaria? ¿O cuál es tu rollo? Porque decoradora ya tuvimos» dijo, mientras orgullosa recorría la habitación con la mirada.
«¿Ves qué lindo dejó nuestro paraíso?»