Jairo Alarcón Rodas
A María Cristina
Donde quiera que viva alguna cosa hay abierto, en alguna parte, un registro donde el tiempo se inscribe.
Henri Bergson
Los segundos, los minutos, las horas, los días pasan reafirmando el incesante cambio que en la naturaleza y en el todo, en la realidad misma, se manifiesta. Heráclito afirmaba, hace mucho tiempo, que lo real cambia, nada resiste excepto el cambio, decía, o lo que es lo mismo, todo cambia, nada permanece. Permanecer se convierte en ilusión ante la descomunal vastedad del infinito que, al situarse en la línea del tiempo, incesantemente devora el presente.
Así, el espacio y el tiempo se conjugan para determinar el movimiento en lo real, consecuentemente, detenerlo representa el caos, algo impensable. ¿Qué sería del universo si por unos instantes se detuviera? Un instante de parálisis constituiría el cataclismo para el universo. Sin embargo, la mente lo puede hacer, detener momentos en imágenes del recuerdo, fotografías del ayer, del hoy y, además, puede, con la imaginación, bosquejar un retrato del mañana.
El movimiento, decía Platón, puede ser de dos tipos, uno de traslación y el otro de alteración, de modo que nos trasladamos del presente al pasado dentro de un hipotético futuro, caminamos de aquí para allá, entramos y salimos y, en igual forma, nuestro ser se altera, la juventud se extingue en un proceso natural de envejecimiento que conduce irremediablemente a la muerte.
Estar en el mundo, tener la oportunidad de vivir significa ser conscientes del antes y el después en el hoy; de un presente que se difumina como un espectro en el ayer. El tiempo pasa y, con este, se borran imágenes, efímeros recuerdos, pues con el devenir también se altera la existencia de lo que se es. El fenómeno es lo visible, pero ya no es el mismo del que fue en el ayer, el recorrido en el tiempo lo transforma, tanto en apariencia como en su ser.
La historia guarda los hechos del pasado, pero lo hace a través de los ojos interesados del que la escribe y narra. Así, detalles se resaltan y otros se ocultan dejando un vacío de lo no manifiesto, de los vínculos privados, de los misterios. Hay historias que no se escriben, ni se escribirán, son recortes de momentos vividos, cotidianos tal vez, que se guardan en la memoria de aquellos que, a partir de un gran sentimiento, se resisten a ser sepultados pero que, con el despiadado e inagotable paso del tiempo, irremediable se van gastando.
Situados en la línea del tiempo, los seres humanos son conscientes del devenir y, en ese escenario de cambios, se dan cuenta que las cosas y las personas surgen y desaparecen continuamente. Estar y no estar, ser y no ser, nacer y morir, contradicciones necesarias para la renovación del todo. Sin embargo, la conciencia les da lugar a los sentimientos, y entre estos el afecto, la simpatía, el amor y con ellos el dolor también se hace presente, con la ausencia.
Alimentar inquietudes, afectos, emociones, con los seres que los une una filiación familiar o con aquellos que se han encontrado coincidencias, motivaciones, deseos, apetencias, es propio de los seres vivos superiores y, entre estos, los seres humanos. Pero a diferencia de los demás, con su conciencia, estos también se dan cuenta, saben que, en la dilatación del tiempo, todo se acaba y entre el antes y el después, entre la presencia y la ausencia, irremediablemente surge el dolor.
Amar requiere tanto de la presencia del ser que ama como la del ser amado, si uno de las dos se ausenta surge un vacío existencial en el que se queda, que se convierte en aflicción, en dolor, en tristeza y, a pesar de que se va diluyendo con el paso del tiempo, con el olvido, el recuerdo permanece, ya que solo la muerte pone fin a la memoria. No obstante, se ama al que está presente y aunque con la ausencia el recuerdo vagamente encienda la llama sutil de ese sentimiento, lo evocado nunca es igual a lo presente.
Los recuerdos perviven en la conciencia de los vivos, sin embargo, con el paso de los años, la memoria falla, dejando borrosas imágenes del ayer que estando ahí…, por momentos, cuesta conjuntarlas. Pese a ello, la fuerza que imprimen los sentimientos se resiste a desaparecer, la huella es profunda.
Es por lo que, sobreponiéndose a lo cotidiano, a lo nuevo que avasalla a lo viejo, hay personas que, al dejar profunda huella, inmarcesible quizás, se devuelven con firmes imágenes, con vividos momentos, con claros sonidos, prístinas voces y nostalgias. Son segundos en los que esos instantes alivianan la dura carga de la ausencia.
Retener imágenes hilvanadas con momentos del pasado, con lo que ha dejado el rastro de los años, con añoranzas, en un mosaico de recuerdos, juntarlos como fotografías que la mente retiene a partir del recorrido de un antes y un después, es lo que les queda a aquellos que experimentan y son conscientes de la separación total y no esperan un reencuentro más allá de esta vida.
Dijo Roberto Obregón: “A decir verdad, la lluvia no habla de ti. Sí que hoy te confundí. Y ya van cuatro entre la multitud. Dejé que cayeran mis ojos al suelo para que las personas adultas al pasar no lastimaran mi amargura. Y al entrarme de regreso en casa encontré tu ausencia diseminada en el piso”. Pero, la lluvia, el silencio, las personas, los amaneceres, los días, la casa, sí me hablan de vos, estás aquí, presente.
Las despedidas, y con estas las ausencias de los seres que se aman, cuando son para siempre, encierran la trágica noción de saber que nunca se volverán a ver, a encontrar, a compartir, lacerante verdad para el que se queda. De ahí, que regocijarse con los momentos compartidos, las alegrías vividas y, sobre todo, la oportunidad y fortuna que se tuvo de ese encuentro sea lo más extraordinario.