Profesor Hobbs de cognición y educación, Harvard Graduate School of Education; autor de Verdad, belleza y bondad reformuladas: Las enseñanza de las virtudes en el siglo XXI
Me considero científico, y la teoría de la evolución es muy fundamental para mi pensamiento. Soy científico social y he sido informado por aportaciones de muchas ciencias sociales distintas, incluida la economía. Y sin embargo, siento poca simpatía por los intentos hegemónicos de explicar todo el comportamiento humano a través de la psicología evolutiva, a través de la economía de la elección racional, y/o a través de una combinación de estos dos marcos.
En un planeta hoy habitado por casi 7.000 millones de personas, me asombra la diferencia que puede marcar un solo ser humano. Pensemos en la música clásica sin Mozart o Stravinsky; o en la pintura sin Caravaggio, Picasso o Pollock; o en el teatro sin Shakespeare o Beckett. Pensemos en las increíbles aportaciones de Miguel Ángel o Leonardo, o, en épocas más recientes, en las manifestaciones de tristeza por la muerte de Steve Jobs (o, en cualquier caso, de Michael Jackson o de la Princesa Diana). Pensemos en los valores humanos si no fuera por Moisés o Jesucristo.
Por desgracia, no todos los individuos singulares marcan una diferencia positiva. La historia del siglo XX hubiera sido mucho más feliz si no llega a ser por Hitler, Stalin o Mao (o el siglo XXI sin Bin Laden). Pero, como reacción a estos individuos, a veces surgen figuras mucho más dignas de admiración: Konrad Adenauer en Alemania, Mikhail Gorbachev en la Unión Soviética, Den Xiaoping en China. Estos sucesores también marcan una señal de diferencia.
Considero a Mahatma Gandhi como el ser humano más importante del último milenio. Sus logros en la India hablan por sí solos. Pero incluso si Gandhi no hubiera aportado energía vital y liderazgo a su propio país, ejerció una
influencia enorme sobre los resistentes pacíficos de todo el planeta: Nelson Mandela en Sudáfrica, Martin Luther King Jr. en Estados Unidos, y las figuras solitarias de la plaza Tiananmen en 1989 y de la plaza Tahrir en 2011.
A pesar de los esfuerzos laudatorios de los científicos por averiguar nuestros
patrones de conducta humana, sigue impresionándome el impacto de los individuos, o de los pequeños grupos, que luchan contra corriente. Como académicos no podemos ni debemos ocultar estos ejemplos bajo la alfombra investigadora. Debemos tener presente el famoso mandato de la antropóloga Margaret Mead: «No dudéis nunca de que un pequeño grupo de ciudadanos comprometidos es capaz de cambiar el mundo; de hecho, es lo único que ha sido capaz de hacerlo».