Nicté Serra

Fue una tarde de sábado. Las horas andaban plácidas y frescas, como si adivinaran. Fue una tarde en apariencia inofensiva cuando inició mi aprendizaje.  Yo estaba parada en medio de ambos. Para seguir su conversación tenía que ver ligeramente hacia arriba en el caso de ella, ponerme de puntillas en el caso de él. Ese estiramiento era indispensable si deseaba ver sus ojos y su boca al hablar. Era un hombre grande y fornido. Ella, en cambio, pequeña y breve. Frágil o altanera, era una contradicción constante, su rostro como el de una niña. La niña, sin embargo, era yo. Once años para ser exactos.

Sin conocer que despertaría el sismo, había preguntado cómo podía arreglar mi bicicleta. Mientras paseaba por la cuadra se había zafado la cadena cercenando mi rato de juego. Ella daba unas instrucciones. Él la contradecía. De pie, entre ambos, desconcertada, yo veía de izquierda a derecha. Mi cuello era un resorte. Trataba sin lograrlo seguir su tiroteo. Un manicomio de palabras entraba por mis oídos sin cumplir propósito. La colocas al revés, dijo ella. No, eso no es necesario, soltó él. Es más sencillo para sus manos pequeñas, respondió ella. El tamaño de las manos es irrelevante, la respuesta de él.   Lo que dijeran sobre la bicicleta o la cadena dejó de tener relevancia. Al fin y al cabo, no entendía nada. Ni a él ni a ella.

En discusiones como aquella empecé a escuchar. No las palabras, descubrí que sus voces emitían otro mensaje, una intención. Manejaban un código paralelo para decirse lo que no se atrevían directamente. Rayos y tormentas o desiertos.  Ese era el paisaje que sus frases creaban. La voz de ella se tornaba fría. Poco a poco bajaba el volumen y sus ojos cambiaban, dos faroles perdían su luz. Era fascinante. Cuando quería decirme algo a mí, recuperaba su calidez y esa melodía que tanto me reconfortaba.  Cuando el mensaje iba dirigido a él, directo o solapado, mutaba de nuevo. Descubrí así el sonido de la desconfianza. Conocí cómo habla la decepción.

Aprendí que los intercambios verbales tienen capas profundas, mantos clandestinos con misiones ocultas.  Cuando él se dirigía a mí, usaba un timbre impostado, parecía locutor. Subía y bajaba el tono para hacer énfasis en alguna palabra. Me hablaba como si yo todavía fuera bebé en cuna o una criatura con padecimientos mentales. Pero me sonreía de cuando en cuando y eso amainaba la angustia de mi desconcierto. Luego la veía a ella y sus ojos se hacían duros y pequeños. Dos negruras opacas, como piedras, descalificaban su desvío. Los labios se transformaban en una línea recta con los extremos ligeramente hacia abajo. Su rostro palidecía. Una máscara africana. Hablaba a golpes, de prisa, hablaba tropezando. Usaba, de pronto, algún grito que luego cubría con silencios.  Empuñaba las manos para que la fuerza también hablara. En ellas se dibujaban venas grises que se engrosaban tanto como las frases. La suya era la voz de la impaciencia, del desamor.

Descubrí los otros sonidos. Los chasquidos exasperados que él producía con su lengua cuando ella le hacía un comentario, los suspiros de ella. Tan distintos de los que me ofrecía a mí. Cuando suspiraba conmigo había cariño, encuentro, caricias. El suspiro propinado a él era un grito desesperado.

Un juego macabro, el de mis padres. Se contradecían en algo tan irrelevante como una bicicleta y su cadena sedienta de grasa. Competir a toda costa los mantenía vivos.  Tiraban cuchillos fabricados con sílabas, él violento, ella soberbia. En medio de sus filos yo buscaba algún trozo de tierra firme mientras conocía qué se siente ser acuchillada por ánimo adversidad ajena. El aullado que mi miedo emitía no lo oían, ni él ni ella. Nunca lo encontraron.

Escucharlos era sentir que la tierra empezaba a temblar. Primero levemente. Y luego, sin poder hacer o decir nada, estar en medio de ese vaivén de palabras mal intencionadas, me convertía en testigo primero del terremoto, de los daños. Estaba sola en el epicentro, impotente. Asustada a veces, enfurecida siempre.

Sí, como si se tratara de una venta que se abre al pasado, vislumbro aquella tarde de sábado, plácido y fresco. Reconozco su calidad de entrenamiento. Aquella tardecita inocente dio inicio el aprendizaje, con él, el hallazgo de certezas nuevas. Aprendí a desconfiar y a despreciar con la voz. También dejé de creer en otras verdades, que después de todo, no lo eran.

Me retiré del vestíbulo en donde se daba la discusión. En silencio abandoné el campo de batalla.  No sintieron cuando me alejé. Yo ya no estaba presente hacía rato. Encerrada en mi cuarto, percibía de lejos las palabras de ambos, como cuando el vecino sube y baja el volumen de su radio: ajena. Pasaron de mi dilema a otro tema. Después a otro, era como si anduvieran un Vía Crucis que no sabe cómo terminar. El tono de voces siempre llegaba desencontrado, helado, vacío de afecto, carente de complicidad.

El sonido de mis padres cuando hablaban entre ellos dibujaba un acantilado. El tiempo los volvió expertos en el juego del desprecio.  Fue así cómo aprendí a descifrarlo, a jugarlo a veces, a callar otras. A desconfiar siempre.

 

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