BrendaCarol Morales

Con Marian me unen dos amores, uno es a la docencia; el otro, a la poesía. De cuando la vi, al iniciar sus estudios de profesorado en Lengua y Literatura, la recuerdo inquieta, interrogante, muy dinámica y ansiosa por abarcarlo todo. Siempre que estuvo en algún curso de los que ofrecí, me encantó ver a esa chica que, como yo alguna vez, preguntaba y no se conformaba con escuchar. Es que esa clase de alumnos son una delicia para mí.  Me hacen sonreír, solazarme con el goce anticipado de esas nuevas conversaciones en las que podemos compartir lo que sé y lo que saben… en parte, siento que, en estudiantes como ella, vuelvo a ser la estudiante que desafiaba a sus maestros. Me encantó verla, escucharla y que me diera esa inyección de vida.

Por esas vueltas que da la vida, nos volvimos a topar en el camino de la creación literaria. Fue así como un día dejó en mis manos un pequeño libro de poesía.  Curiosa, vi el título y me imaginé que lo había nombrado así porque deseaba expresar su desencanto por la vida, como suele suceder con las personas que se sienten viejas.  Después de todo, pensé, ya se decepcionó de ir por el mundo haciendo preguntas que en este país tan cerrado y estratificado pudieran molestar; a lo mejor, sus esperanzas de lograr cambios en la sociedad, de identificarse con causas si no superadas, ya olvidadas por la gente que alguna vez creyó en ellas, hoy forman parte del cementerio de sueños. Me supuse que encontraría un canto lastimero, de quien no tiene más ilusiones y la edad cronológica le queda corta porque la edad mental y la espiritual ya se desengañaron demasiado; en fin, una progeria de la poesía que, ni bien se asoma a la palabra, está desgastada.

Al abrirlo, por supuesto, me encontré con poemas duros, que anunciaban un sentido de caos y confusión, de angustiante denuncia. Sin embargo, conforme fui calándolo con la lectura, vi que sus poemas pueden ser todo menos de una persona que se sienta vieja, pues vibran y se muestran potentes; su poesía está conformada por una palabra tan llena de lozanía y vitalidad como Marian misma. No es una poesía de una persona vieja y cansada a pesar de la temática, por ratos, angustiante, de muerte y también de lucha y denuncia. Sus versos desde el primer momento son fuertes; la llevan y nos llevan con ella al borde de la cama a sufrir en silencio lo que los perros saben y aúllan.

En el borde de esa cama, me imagino rodeada de rezadoras que atontan los sentidos, pero avivan los recuerdos: «tus manos me regalaban estrellas». Lo dice sin demasiados devaneos románticos, es como un mínimo coqueteo a los propios sentimientos y de allí la siguiente disculpa pública al amor. Mas el amor está presente en cada poema porque este sentimiento se derrapa entre sus versos, aunque no canten a una relación de pareja, sí cantan devoción a la justicia, a la idealización de un mundo sin planes (20-32) que despojan a los más vulnerables, a recuerdos de días mejores que se escapan y dejan huella en su alma cantora. Aunque bien vistos, varios de sus poemas cantan a una persona amada que ya no está por lo que el dolor se palpa envuelto en incrédulos recuerdos de un ayer que fue roto de manera abrupta. Con estos poemas se hermana a miles de personas que en nuestro país vivieron una separación no porque el amor se acaba —por eso borré la palabra desamor que escribí en algún momento—sino porque fueron separados por la violencia en la que nos vimos envueltos los guatemaltecos por causa de la guerra y porque, en una época «de paz firme y duradera», lo que menos hemos vivido es la paz sino la violencia, la cual incluso se normalizó. Creo que cualquiera que haya perdido a una persona querida, se hermana con esos versos que hablan de la cotidianidad de todo lo que nos rodea, del absurdo en el cual parecemos movernos mientras nos toca enfrentarnos a la muerte y a la soledad: «Es de madrugada / Parpadeo lento y puedo ver/ el reflejo de los postes / en medio del asfalto / no es un paisaje, pero es bello.

Al adentrarse en los poemas de Marian, hay temas variados y emociones que manifiestan a veces desencanto, a veces nostalgia, dolor, alegría, enojo, que cual melodía pasando por el adagio, el allegro o el presto, nos mueven a pasar por las mismas emociones. Eso es, en definitiva, un signo de su calidad. Y como al leer de nuevo los poemas, me encuentro leyendo Farenheit 451 de Ray Bradbury, quiero citarlo con relación al poemario Nací vieja:

«¿Sabe por qué libros como este son tan importantes? Porque tienen calidad. Y, ¿qué significa la palabra calidad? Para mí, significa textura. Este libro tiene poros, tiene facciones. Este libro puede colocarse bajo el microscopio. A través de la lente encontraría vida, huellas del pasado en infinita profusión. Cuantos más poros, más detalles de la vida verídicamente registrados puede obtener de cada hoja de papel, cuanto más “literario” se vea».

Esa es la magia que encuentro, al fin de cuentas, al leer Nací vieja.

Sin embargo, el título del poemario me seguía rondando por lo que busqué alguna semejanza con otros textos y encontré una entrada de un blog que se llama similar. En ese texto, el autor[1] comenta que cuando uno llega a los setenta u ochenta ya no se cumplen años porque para entonces uno solo cumple estados de ánimo, períodos de salud o enfermedad, de manera que los análisis y radiografías serán más importantes que las fechas del almanaque.  Me llamó la atención porque Marian es tajante cuando dice Prefiero las flores a los calendarios; no cualquier flor sino las silvestres, aquellas nacidas contra toda opinión y sin mayor cuidado, porque la brevedad de su vida se mide en intensidad y no se compara en nada con el implacable paso del tiempo que contabiliza un calendario. Así, esto tiene más relación con la idea de «nacer vieja», planteada por Marian, que con el sentido de envejecer por el paso del tiempo o por la decadencia del cuerpo y la mente.

Tal como sucede con esas flores silvestres «que crecen en las fisuras del cemento» cada poema del libro parece concluir cuando aparece el punto en el último verso. Sin embargo, como esas flores, silvestres y rebeldes que no conocen la noción del tiempo y por lo mismo no recuerdan la cortedad de los años, se eternizan en cada verso y en su conjunto. Allí reside la paradoja de Nací vieja, creo, pues en realidad no vive la noción de la vejez como la antesala a la muerte, como el inevitable proceso de deterioro de dentro afuera; es decir, de lo evidente en el cuerpo, la piel, el caminar y lo menos evidente de los achaques de enfermedades ni siquiera con la consabida desesperanza y falta de entusiasmo que puede acompañar a esos años. Está más allá de cualquier calendario y el tiempo. Cada poema está lleno de esa vitalidad y energía que siempre acompaña a Marian, pero también de esa ternura y a veces también del dolor que se le escapa como sin querer en cada verso, por ejemplo: «No la distinguí, sin el delantal de desgracias /ni su cabello teñido por el dolor». Un canto a la madre que ya no está, a la que se imagina en un viaje fantástico en busca de elefantes, un canto mezcla de asombro, admiración, tristeza, responsabilidad, fantasía.

Creo en las conexiones que nos brinda la literatura y el arte; por ello no es casual que Quino, el autor de Mafalda, mencionara una idea muy parecida a la expresada por Marian cuando decía: «Uno debería morir primero, para salir de eso de una vez. Luego, vivir en un asilo de ancianos hasta que te saquen cuando ya no eres tan viejo para estar ahí. Entonces empiezas a trabajar y trabajas por cuarenta años, hasta que eres lo suficientemente joven para disfrutar de tu jubilación». Es como si al titular así su libro, Marian empezó envejeciendo en cada poema, hasta irse renovando y dejándonos en cada uno su huella de fe en la vida, porque solo aquel que cree posibles los cambios, señala lo que ve mal, lo que es ilógico, lo que lastima. Solo los acomodados con el sistema ya no tienen nada que decir. Y entre esas conexiones, al leer el poemario me recordé de una canción de Último[2]: «Non mi piace l’alteza / Eppure amo volare […] Se negli occhi ho luce è perché luce ho sulla pelle / Quella luce che guardavo su quando contavo le mie stelle (No me gustan las alturas / pero amo volar […] Si tengo luz en los ojos es porque tengo luz en la piel / Esa luz que miré cuando conté mis estrellas). Por más que pretenda engañar con el título, en realidad esta exploradora de emociones no puede evitar el traslado a sus poemas de la luz de una vida dinámica, fuerte, llena. Y como ella misma dice, en el diálogo con Irma Flaquer: Hoy me dueles, por eso sé / ¡Qué estoy viva!

«La magia solo está en lo que dicen los libros, en cómo unían los diversos aspectos del Universo hasta formar un conjunto para nosotros», dice el personaje de Faber en Farenheit 451. Tal como sucede en esa distopía, la gente ya no lee y menos

[1] El Residente, Nacer viejo (mayo 2022), https://www.elaltojalon.es/texto-diario/mostrar/3740254/nacer-viejo

[2] Último. https://www.letras.com/ultimo/il-bambino-che-contava-le-stelle/

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