Las ocurrencias de Martín

Cuando uno le preguntaba que de dónde era, que de dónde venía, Martín se concretaba a contestar que su casa quedaba en el Peñón de los Monterroso, un caserío que se formó en los alrededores de la aldea Sinacantán. La gente en el pueblo lo tenía por un medio retrasado, pues una mañana de invierno le agarró por empezar a contar las piedras que habían utilizado los albañiles para empedrar todas las calles del pueblo. Como en ese tiempo sólo había cuatro calles que se alargaban de norte a sur y que a un alcalde se le ocurrió llamarles avenidas, estaban también las que iban de orienta a poniente. Pero estas eran de pura tierra.

Eso aligeraba las cuentas de Martín porque su tarea era tan inmensa y difícil, como contar los luceros y las estrellas del firmamento en una noche de diciembre. Un día que lo encontré frente a la casa de la Nía Soledad Orozco, acababa de caer un aguacero de los buenos y una correntada achocolatada iba al medio tanto de la calle con rumbo desconocido. Uno aprovechaba esas corrientes presurosas para soltar barquitos de papel plateado, para que aguantaran la humedad y no se deshicieran muy rápido; pero, a Martín le molestaba ese juego infantil de la vida rural, porque en su mente tenía la idea de que las hélices de los   barquitos hacían un ruido ensordecedor que asustaba a las ranas del invierno y luego buscaban un lugar donde encuevarse.

Y es que la afición de Martín no era solo contar las piedras, sino que tenía tratos con los chinos para llevarles ranas para comerlas. Un día que no hubo escuela, pues abundaban los días de feriado, me encontré a Martín contando las piedras de la segunda calle. Había principiado desde la esquina de doña Gudelia y a las once de la mañana ya había contado hasta la esquina de la carpintería de don Medardo. Martín tenía conocimientos de geometría plana, porque contaba cajón por cajón: uno de la derecha y el otro de la izquierda, hasta cubrir una cuadra.

Cuando le pregunté que en dónde apuntaba la cantidad de piedras que iba contando, me contesto con mucha seguridad: “En la ñola; para eso nos la dio Dios”. Siempre fue un enigma para todos lo qué perseguía Martín con eso de contar las piedras de todas las calles del pueblo y las conjeturas eran distintas. Unos letrados decían que tal vez lo había contratado una revista extranjera para establecer un récord mundial; otros, que Martín estaba loco y que su manía era contar las cosas que se le ponían enfrente, pues un vecino del Peñón relataba que no le extrañaba eso de contar piedras, pues en el caserío de los Monterroso era conocida la historia de la vez que Martín le contó todas las pulgas que tenía el chucho que  lo acompañó durante muchos años, tarea más que titánica porque el perro era de color negro.

Cuando me atreví a indagar los fines de Martín en eso de contar las piedras de las calles del pueblo, me respondió: “Es que todos estos tetuntes redondos los sacaron de la orilla del río de la aldea y algún día vamos a presentar una demanda contra el señor gobierno o contra el intendente municipal, para que, o paga las piedras o nos manda a arreglar las calles de Sinacantán”. Muchos años después, cuando ya no había intendente, al alcalde municipal le sorprendió que le notificaran una demanda por daños y perjuicios que le presentaron los vecinos de la aldea, aportando como prueba el cuaderno en donde estaba las sumas que años antes había realizado Martín.

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