Moscú, 2 de noviembre de 1856

Vine anoche, me acabo de levantar y veo con alegría que mi primer pensamiento es para vos y me pongo a escribiros, no para cumplir una promesa, sino porque lo quiero y me atrae. Vuestro favorito, el hombre simple durante todo el tiempo del camino rompió por entero la subordinación, razonaba tales disparates y hacía planes tan absurdos, aunque sugestivos, que yo empezaba a temerlo. Hasta quiso tomar el tren de vuelta, para regresar a Sudakovo, deciros un cúmulo de necedades y no volver a separarse jamás de vos. Pero hace tiempo que me acostumbré a afrontar sus pensamientos y no darle importancia. Aunque cuando empezó con los razonamientos, su amigo, el hombre bueno, al que vos no amáis, se puso también a argumentar y destrozó al hombre simple. Éste decía que es una estupidez arriesgar el futuro, ponerse a prueba y perder aunque sólo sea un minuto de felicidad. “Pues ¿no eres feliz cuando estás con ella, la miras, la escuchas y le hablas? -decía el hombre simple-, por qué te vas a privar de esa ventura, de la que quizá tengas un solo día, una sola hora por delante; tú estás hecho así y no puedes amar por mucho tiempo; y, a pesar de todo, éste es el amor más fuerte que puedes experimentar, siempre que tú te hayas dado a él libremente. Y, no es miserable de tu parte responder con ese sentimiento juicioso y frío a su limpio y fiel amor?” Todo esto lo decía el hombre simple, pero el hombre bueno, si bien algo desconcertado al principio, replicaba como sigue: “Primero, mientes al decir que soy feliz con ella; cierto, tengo el placer de oírla y mirarle a los ojos, pero esto no es felicidad ni siquiera buen deleite, excusable en Morder, pero no en ti; además, a veces hasta me es difícil la relación con ella; y lo esencial, que no pierdo ninguna felicidad, como dices, me siento ahora feliz con ella, aunque no la veo. De lo que tú llamas mi frío sentimiento, te diré que es mil veces más intenso y mejor que el tuyo, a pesar de que yo lo contengo. Tú la quieres para tu felicidad, mientras que yo la quiero para la suya”.

De este modo razonaban, y el hombre bueno tiene mil veces razón. Amadle un poco. Si yo me entregase al senti­miento del hombre simple y al vuestro, yo sé que de todo ello no resultaría más que un mes de felicidad desordenada. Yo me abandoné a él ahora poco antes del viaje y creía que me vol­vía simple y descontento conmigo mismo; no supe deciros más que estúpidas ternezas, de las que ahora me siento aver­gonzado. Para lo cual habrá tiempo, y afortunado tiempo. Agradezco a Dios inspirarme la idea y apoyarme en la in­tención de partir, ya que yo solo no lo hubiera hecho. Pienso que él me ha guiado para nuestra dicha común. Es dispen­sable pensar en vos y sentir como el hombre simple, pero en mí sería pecado e infamia. En vos amo ya la belleza, y sólo comienzo a amar lo que es eterno y de valor siempre inesti­mable: el corazón y el alma vuestros. La belleza se puede conocer y amar en una hora y desamarla igual de rápido, pero el alma hay que conocerla. Creedme, no hay nada en el mundo que salga bien sin trabajo: ni el amor, el más natural y hermoso sentimiento. Perdonadme la torpe comparación. Amar como ama el hombre simple es tocar una sonata sin compás, sin notas, con ayuda constante del pedal, aunque con sentimiento; no proporcionando con esto ni a sí mismo ni a los otros verdadero deleite. Y para entregarse al senti­miento de la música, para permitírselo uno, hay que con­tenerse antes, afanarse y trabajar, y os aseguro que no hay placer en la vida que se dé tan sencillamente. Todo se ad­quiere con trabajo y privaciones. En cambio, cuanto más duros son el trabajo y las privaciones, mayor es la recom­pensa. Y nos espera una gran labor: comprendernos el uno al otro y tenernos el uno al otro amor y respeto. ¿Pensáis acaso que si nos entregásemos al sentimiento del hombre simple nos entenderíamos? Tal vez nos lo parecería, para acabar  viendo luego un inmenso abismo, que ya no podríamos llenar con nada, tras agotar la pasión en meras ternezas. Corno un tesoro guardo el sentimiento, porque sólo el puede unirnos de modo firme en todos los criterios de la vida; y sin esto no hay amor. Y es así como espero muchísimo de nuestra corres­pondencia, razonaremos con serenidad; yo ahondaré en cada palabra vuestra, y vos haced lo mismo, y no dudo que nos comprenderemos. Hay para ello todas las condiciones: pasión y honestidad por ambas partes. Disputad, demostrad, ense­ñadme, solicitad aclaraciones. Probablemente digáis que también ahora nos comprendemos el uno al otro. Pero no, nosotros sólo tenemos confianza el uno en el otro (a veces, mirándoos reconocería que no hay nada más bello en el mando que un vestido recamado de oro), pero todavía no es­toy de acuerdo en muchas cosas. Por el camino he repasado mil ideas, de cartas o diálogos. En la siguiente os diré los planes en cuanto al modo de vida de los Jrapovitski; hablaré luego de vuestros parientes, de Kireievski, con el que vuestras relaciones me sean más desagradables que las de antaño con Mortier, o Vergani y un millón de asuntos, que no son tan importantes por el modo de resolverlos como por la forma en que coincidamos al hablar de ellos.

He soñado con vos; Seriozha os turbó por algo y de lamturbación os volvisteis pecosa y chata; me asusté por ello y desperté. Ahora dejo a vuestro antojo al hombre simple. Me acuerdo de algunos de nuestros diálogos inconclusos. 1) ¿Cuál es vuestra oración peculiar? 2) ¿Por qué me preguntasteis si me suelo despertar por las noches y recordar lo sucedido? Queríais decir algo y no terminasteis. Os recuerdo con sin­gular agrado en tres aspectos: 1) al dar saltitos en el baile con cierta ingenuidad, en un mismo sitio, y manteneros ergui­da; 2) al hablar con voz suave y doliente, un tanto quejosa y 3) cómo a orillas del estanque Grumantski, ataviada con las enormes almadreñas de punto de la tiíta, con aire de maldad tiráis el anzuelo. El hombre simple siempre os imagina con especial amor en estos tres aspectos. ¿No tendrá Mlle. Vergani un retrato vuestro de más, o no será posible recogérselo a la tiíta? Desearía mucho tenerlo. Nada escribo de mí, ya que todavía no he visto a nadie. Por favor, si vuestro estado de salud no es bueno, escribidme sobre él con detalle; los dos últimos días parecíais indispuesta. Si la gentilísima Zhenie­chika me escribiera algunas líneas sobre esto y en cuanto a vuestra disposición de ánimo, con su habitual sinceridad, me alegraría mucho. Por favor, pasead todos los días, haga el tiempo que haga. Esto os lo dirá de perlas cualquier doctor, y llevad corsé y poneos las medias vos misma y, en general, haced, en este orden, diversas mejoras con vuestra persona. No os desesperéis por alcanzar la perfección. Pero todo esto son naderías. Lo importante es que viváis de manera que, al ir a acostaros, podáis deciros: hoy hice 1) una buena obra a alguien, y 2) yo misma he llegado a ser un poco mejor. Intentad, hacedme el favor, saber con anticipación las tareas del día y comprobaros por la noche. Veréis qué sereno y gran deleite es decirse cada día: hoy soy mejor que ayer. He lo­grado hacer con exactitud un tresillo en cuarta, o he enten­dido y percibido una buena obra de arte; o, aún mejor, hice bien al prójimo y le impulsé al amor de Dios y a darle las gracias por su obra. Esto es un goce y para vos misma, y ahora sabéis que hay un hombre que os arriará cada vez más y más, hasta lo infinito, por todo lo bueno que tan fácilinente podéis lograr, sin más que dominar la pereza y la apatía.

Mi gentil dama, adiós, el hombre simple os ama, si bien de modo simple, y el hombre bueno está del todo dispuesto a amaros con el más intenso, dulce y eterno afecto. Respondedme extensamente, con la mayor franqueza y la mayor seriedad; recuerdos a los vuestros. Que Dios esté con vos y nos ayude a entendernos y amarnos bien mutuamente. Y acabe como acabe todo esto, siempre agradeceré al Creador la verdadera felicidad que merced a vos vivo: de sentirme mejor, más elevado y honesto. Dios quiera que vos penséis igual.

 

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