Max Araujo
Escritor y gestor cultural

De los recuerdos que tengo de los años en los que viví en San Raimundo, a principios de los años cincuenta, están los relacionados con las presentaciones del Baile de la Conquista —una versión local de la danza española de Moros y Cristianos—, para las fiestas patronales, así como los viajes que hice con el tío Juan en su camión —al que apodábamos el Supermán—  por la canción que cantaba  a la vuelta de los mismos: “ya vamos llegando a Pénjamo ya se divisan allá sus cúpulas”.

Lo que el tío Juan nunca pensó es que muchos años después, su sobrino, ya de mayor, junto a Juan Fernando Cifuentes, en un viaje que hice con él en 1990 a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en un vehículo facilitado por el Ministerio de Cultura y Deportes —atendiendo una invitación que nos hicieron las organizadoras—, gracias a los recuerdos hermosos que dejó en mi la canción sobre Pénjamo, nos desviaríamos de nuestro  camino para a conocer aquella ciudad. Estando en la entrada de la misma le pedí a Cifuentes que me tomara una foto frente al monumento de un charro montando a caballo, para dejar constancia de haber estado en aquel lugar «imaginario» en mi niñez, y para obsequiarla a mi tío. La ciudad en sí no me gustó, pero me quedó la satisfacción de haberla conocido.

Juan Fernando Cifuentes fue un gran amigo. Exmilitar, escritor, fundador de la Editorial Cultura del Ministerio de Cultura y Deportes, compañero de estudios de Filosofía y Letras en el Universidad Rafael Landívar y alero de diversos afanes literarios con nuestras publicaciones en Rin 78, la editorial Palo de Hormigo y el Premio Guatemalteco de Novela.

En ese mismo viaje tuve la oportunidad de conocer Querétaro. En mi mente quedaron grabados su hermoso acueducto colonial, sus construcciones de cantera rosa, las fachadas churriguerescas de sus templos y sus edificaciones de dos niveles, algunos de ellos destinados a restaurantes, hoteles y centros culturales. Un poeta —ya fallecido—, amigo de Francisco Morales Santos, de nombre José Luis Sierra fue nuestro anfitrión. Nos llevó de paseo por el lugar, hecho que provocó que llegáramos tarde a la casa del poeta Otto Raúl González —en la ciudad de México—, en donde fuimos sus huéspedes por tres días. Con él y con su esposa asistiríamos a la inauguración de una muestra de pintura. Les arruinamos la fiesta.

La Feria Internacional del Libro de Guadalajara fue para mí una experiencia inolvidable. Meses antes habíamos viajado a Caracas con Irene Piedrasanta, invitados a un evento sobre derecho de autor en el uso de fotocopias organizado por una fundación noruega — Copinor— y en el avión de ida conocimos a una de las organizadoras de la feria tapatía —de apellido Canales,  quién viajaba para concretar la participación de escritores y a editoriales venezolanas, ya que ese año el evento se dedicaba a dicho país.

Siendo que en años anteriores yo había conocido a muchos escritores y escritoras de Venezuela que llegaron a Guatemala por vías diplomáticas por medio de su agregado cultural, Cipriano Fuentes —de grata recordación en nuestro país—, me convertí en intermediario de varios de esos escritores para que conversaran con la señora Canales. Debo decir que fui atendido espléndidamente por Denzil Romero, quién nos convidó a una noche de bohemia e increíble por distintos lugares de Caracas, entre ellos el callejón de la Puñalada.

Cipriano me había encomendado que me pusiera en contacto con la editorial Monte Ávila para verificar los avances de las ediciones de varias obras de autores guatemaltecos. A pesar de que al principio Rafael Arraiz, el editor, manifestó que no tenía tiempo para recibirme, al comprobar que iba conmigo el escritor y poeta costarricense Alfonso Chase nos atendió. Hacía algún tiempo que él deseaba comunicarse con el costarricense para proponerle la publicación de uno de sus libros, pero le había sido imposible contactarlo. Casualidad de casualidades.

Durante la plática me enteré que de las obras propuestas por Fuentes solo se publicarían un poemario de Enrique Noriega y una antología de poesía guatemalteca elaborada por Francisco Morales Santos. Éstas aparecieron tiempo después.

El encuentro y el tiempo que compartimos con la coorganizadora de la Feria Internacional del Libro en Guadalajara hicieron que nos invitara a Irene y a mí al  evento y que expusiéramos libros de autores guatemaltecos. El viaje correría por nuestra cuenta y la estadía por cuenta de la organización.

En 1990 yo ocupaba el puesto de asesor jurídico del Ministerio de Cultura y Deportes y Juan Fernando Cifuentes era el encargado de la Editorial Cultura, fundada en 1987 a instancias de él. Le hablé de la importancia de la feria a la ministra —Marta Regina de Fashen— y esta autorizó que juntamente con Cifuentes hiciéramos el viaje en un vehículo del ministerio, en cuyo baúl llevamos libros. Irene viajó por su cuenta en avión.

De la idea y vuelta a Guadalajara tendría mucho que contar, pero lo más importante fue que una vez instalado el stand de Guatemala me dediqué a recorrer la feria y, en un par de días, Cifuentes y yo recorrimos la ciudad. A excepción de la persona que nos había invitado, nadie nos conocía. Al segundo día de nuestra llegada asistí como espectador a una lectura y conversatorio de varios escritores venezolanos, para descubrir que a casi todos ellos los había atendido con anterioridad en Guatemala, por separado y en épocas distintas.

Grande fue mi sorpresa cuando me ubicaron entre el público y uno a uno me dedicaron sus lecturas resaltando mi calidad de escritor. Al final de la exposición fui abordado por varias personas, entre ellos un periodista que me hizo una entrevista para el suplemento cultural del Excélsior. A partir de ese momento fuimos invitados a algunas recepciones y eventos. Semanas después recibí una carta del mencionado entrevistador, quien me indicó que, cuando yo ya había dejado la feria, el escritor Eraclio Zepeda se había acercado a buscarme. «No pensé que fueras tan conocido», me puso al final de la misiva.

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