Max Araujo

 Hace aproximadamente un mes y medio visité un vivero forestal ubicado en “La Ciénaga”, San Raimundo; aldea donde nací hace setenta y un años y meses, para comprar algunos árboles de especies nativas, que un grupo de jóvenes de la Aldea Concepción el Ciprés, que coordina José Alfredo Pirir Diaz, me solicitaron para una siembra de los mismos a los lados del camino que de la cabecera municipal de San Raimundo va hacia dicha aldea, concretamente en la parte de “la subida de la Cruz”.  Grande fue mi sorpresa al comprobar que dicho vivero se encuentra en la “Finca Contreras”; una propiedad de la que tengo recuerdos hermosos de mi niñez.

Esta finca, con una extensión de más de seis caballerías, fue propiedad, en los años cuarenta a setenta del siglo pasado, de Manuel Bran, padrino mío de confirmación. Este hacendado, miembro de una familia Bran, tenía su vivienda en donde se creó la colonia con ese apellido, en la zona 3 de la ciudad de Guatemala. Eran los dueños de ese lugar.  En la mencionada finca trabajaba mi padre, Conrado, en labores de campo, cuando se casó con Maria Delfina Antonia, mi madre.

“Contreras”, así la conocemos, colinda, río de por medio, con las ocho manzanas, que constituían la finca de mis abuelos paternos, y con las catorce manzanas del fundo de mis abuelos maternos. El río, conocido con el nombre de “Río Frío”, nace   a la vecindad donde se encontraba la vivienda de los padres de mi padre.  Una construcción modesta, tipo rural, como eran la mayoría de las casas de los campesinos ladinos de esa región en la primera mitad del siglo 20. Kilómetros más adelante el “Río Frío” atraviesa “San Antonio El Cipresito”, la propiedad que mi padre adquirió en 1963, situada en Concepción El Ciprés, que a la muerte de Conrado heredamos sus hijos.  Es un lugar precioso, semi quebrado, con muchos árboles de pino y cedro, en donde pasamos algunos fines de semana.

Viviendo en la  colonia Quinta Samayoa,  zona 7 de ciudad de Guatemala, – a donde, con mis padres, buscando una mejor vida para sus hijos, nos trasladamos a principios de los años cincuenta a una casa relativamente pequeña,  de adobe y teja, con dos habitaciones, un corredor y una cocina, que mandó a construir Conrado, en sociedad  con el tío Luis, un hermano de mi  madre,  cuando esa urbanización todavía carecía de los servicios básicos, en un ambiente semi rural, de la que tengo muchas anécdotas -.  Íbamos a  “La Ciénaga” de vacaciones escolares y casi cada fin de semana a visitar a mis abuelos paternos, en el primer automóvil que adquirió mi padre en 1956, un Chevrolet verde modelo 1953, por un camino polvoriento que se iniciaba en la “Colonia La Florida”, zona 19,  que fue parte de una de las haciendas de la familia Aycinena, pasando por donde ahora se encuentra Ciudad Quetzal, hasta llegar, en nuestros viajes, muy  cerca de donde se encontraba la casa patronal de la  “Finca Contreras”, que  se componía de varias construcciones de madera, tipo california. Una de ellas, la principal, sobre pilotes no muy altos.

A nuestra llegada descendíamos del transporte, y caminando atravesábamos parte de esa finca, por una vereda, en una extensión de aproximadamente trescientos metros, hasta la casa de mis abuelos paternos. Un puente angosto, de madera una parte y otra sobre un pequeño muro, servía para no pasar directamente en las aguas del riachuelo, que se crecía en invierno.

Algunas veces saludábamos al administrador, Marcelino Chavac y a su hijo Ricardo. Este último fue el albañil que en 1967 construyó con paredes de adobe y techo de lámina la casa de “San Antonio el Cipresito”, que casi fue destruida por el terremoto de 1976. Marcelino y Ricardo nos recibían con amabilidad y cariño. Como a cien metros de la casa patronal, se encontraban “las rancherías” y los establos para caballos y ganado. Los mozos, que conocían a mi padre, lo saludaban con mucha camaradería. Lo habían visto crecer. Algunos fueron compañeros de juego, cuando fueron niños. Eran años en los que el ladino y el maya casi no convivían socialmente, como no fuera para asuntos de trabajo.

La “Finca Contreras” fue comprada años después, principios de los ochenta, por “Chico Garcia”, un sampedrano, gran amigo de mi padre, cuñado de Luciano, otro  de mis tíos maternos. Chico fue un “gallero” conocido en la región. Por años fue socio de uno de mis tíos abuelos, Maximiliano Ruiz, mi padrino de bautizo, por quien llevo uno de mis nombres. Chico fue un hombre muy trabajador que a su muerte dejó varias propiedades a sus hijos, entre ellos Tulio, un ingeniero forestal y empresario de éxito en la exportación de productos agrícolas a Estados Unidos y Europa. Este, de joven fue dirigente de la “Cooperativa Cuatro Pinos”, situada en “Los Llanos”, entre San Pedro Sacatepéquez, San Lucas Sacatepéquez y Santiago Sacatepéquez. Se le reconoce al crecimiento y posicionamiento de esta.  A estos “Los Llanos”, que fueron tierras comunales, mis abuelos y tíos llevaban en ocasiones, en verano, a pastar sus pocas vacas, terneros, bueyes y toros, a pesar que quedaban lejos de nuestra aldea.

Tulio García y su hermano Hugo, recién fallecido, conocido dirigente del club de futbol Antigua F. C., convirtieron a la finca Contreras, en donde no hay bosques, en extensos cultivos de arveja china, ejotes, chiles y tomates.  Modificaron además las instalaciones donde se encontraba la casa patronal, hasta transformarlas en un hermoso cortijo, como los que se ven en España, en donde ganaderos y toreros, viven o pasan parte de su tiempo. Estos cortijos se ven en fotos y películas. Las casas, patios, oficinas y cercas no tienen nada que envidiarles a algunos de España. Las paredes blancas y las tejas son sus signos distintivos. Para otros cultivos las empresas de los García arrendan muchas propiedades más en la región de los Sacatepéquez y San Raimundo.

Para la adquisición de los árboles, con los que inicié la narración de este texto, tuve que ingresar al patio donde se encuentran oficinas de una de las empresas agrícolas de los hermanos García. Cuando hice el pago se me extendió un recibo. Comprobé que la compra la hice a la “Fundación Juan Francisco García Comparini”.

Recordé en ese momento que esta fundación fue creada por Tulio García y su familia, como un homenaje a su hijo Juan Francisco, quien siendo muy joven murió en un trágico accidente de tránsito.

Esta entidad, cuya sede se encuentran en Santiago Sacatepéquez, realiza un trabajo extraordinario en áreas del desarrollo sostenible, cuyo objetivo principal es contribuir a mejorar las condiciones de vida de familias y personas que viven en pobreza y en extrema pobreza. Desarrolla proyectos de salud y de educación, por lo que otorga becas de estudio a muchos niños y jóvenes.  El vivero, del que comenté al inicio, fue creado para contribuir en la recuperación de áreas deforestadas. A mediados de este mes de septiembre, con vecinos y miembros del COCODE la Aldea “La Ciénaga”, realizaron una jornada de siembra de árboles.

Recuerdo que a Tulio lo conocí hace muchos años, cuando de adolescente asistí con mis padres, a una fiesta en una de las fincas de su papá, si mal no recuerdo, se llamaba “Shuashán”, ubicada entre los municipios de San Juan Sacatepéquez y Granados, en un viaje en el que como pasajeros, con otras personas más, lo hicimos de pie,  en la parte de atrás de un camión; parte a la que en lenguaje coloquial se denomina en nuestro país como “carrocería”. Esa forma de viajar todavía se acostumbra en algunos lugares rurales. El vehículo fue apropiado, en esa ocasión, para un camino de terracería  que se encontraba en mal estado. Desde esa vez no he tenido la oportunidad de conversar con dicho personaje, pero conozco de su reconocida trayectoria como directivo de la “Cooperativa  Cuatro Pinos” y como empresario.  Personas como él son necesarias en este país. Honor a quien honor merece.

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