Raúl Fornet-Betancourt
Escuela Internacional de Filosofía Intercultural. Aachen/Barcelona.

 

  1. Aclaración introductoria

Desde hace ya décadas se propaga, y no sólo en las llamadas sociedades “postradicionales” del mundo actual, una nueva ideología: el posthuma­nis­mo; con la pretensión de pre­dicar el advenimiento de un tiempo nuevo en el que, por las nuevas tec­no­lo­gías y, especialmente, por su aplicación en medicina, se superará lo “humano”, quiere decir, la finitud de lo humano.

Es verdad que con la situación de la pan­de­mia de la Co­vid 19, y ahora además con la vuelta del fantasma de una guerra a escala mundial, nos vuelve, casi de golpe, la con­­cien­cia de nuestra fragilidad corporal y de la fun­da­mental inseguridad de nuestras supuestas seguridades, en suma, la con­cien­cia de que no solamente como individuos sino como pueblos y civilizaciones somos mor­ta­les, como viera ya Paul Valéry.

Lo que quiere decir que a la luz de esta si­tuación actual en la que la con­­tin­­­gen­cia de la vida hu­mana hace sentir pal­­pa­ble­men­te los límites de su con­di­ción finita, la ideología del post­hu­ma­­nismo se podría considerar como desmentida por el drama mismo de la hu­­milde vi­da humana.

Pero ¿quién puede asegurar que como hu­ma­nidad leeremos bien el men­saje que nos trasmite la situación en que vivimos? Creo que nadie; y por eso me parece oportuno insistir en el peligro que conllevan o en la fun­ción narcotizante que cumplen ideologías semejantes, al intentar alejarnos de la verdadera tarea humana que nos corresponde como seres humanos “en­carnados”, que no es otra que la de cuidar la encarnada humanidad de todos y todas.

A continuación trataré entonces de perfilar el horizonte ge­neral de ex­pectativas que caracterizaría, a mi modo de ver, el núcleo del posthumanismo como ideología. Y me permito subrayar que hablo aquí del posthu­ma­nismo sólo en su manifestación como ideo­logía, dejando de lado por tan­to sus versio­nes más o menos “científicas”

  1. La ideología posthumanista: un horizonte de nuevas expectativas para un viejo anhelo humano

Por lo general en la ideología posthumanista se suele destacar la sustan­cial no­ve­dad que repre­sen­tan sus planteamientos y ensayos como horizon­te para el desarrollo futuro del género humano. Pues se conviene en que con ellos se abren cami­nos para que el ser humano pueda emprender por cuenta propia una “nueva crea­ción” de sí mis­mo, y traspasar los límites de la conditio huma­na que hasta ahora ha fungido como destino que lo condena al sufri­mien­to de irre­media­bles con­tingencias. Y hay que reconocer que, a primera vista, es­ta aprecia­ción posthumanista aparece como comple­tamen­te plausible, ya que no nace de simples deseos o visiones de ciencia ficción, sino que está respaldada por un pro­ceso estructural ya en marcha, como muestran, por ejemplo, los avan­ces y resultados obtenidos en el campo de las biotecnologías y su aplicación. Pero si nos tomamos la molestia de alargar la pers­pectiva del tiempo, volviendo la mira­da hacia el pasado de la historia cul­tural de la hu­ma­nidad, y vemos en ese espejo la no­vedad que reclama el horizonte de expectativas del post­hu­ma­nis­mo, creo que en esta segunda mirada podremos reconocer que es una no­ve­dad en la que, en lo esencial, resuena el eco de de­seos huma­nos que vienen de muy lejos.

Con esta observación no quiero sugerir que los plantea­mientos posthu­ma­nistas carezcan de novedad. Lo que afirmo es que se trata de una nove­dad que tiene su historia. En con­secuencia: El desa­fío que, en mi opinión, conlleva la ideología posthumanista con su horizonte de nuevas expec­tativas debe ser visto también sobre el trasfondo de esa par­ti­cu­lar historia que tanto dice sobre los “secretos” del ser humano, a saber, la histo­ria de los anhelos humanos de inmortalidad, de vida en plenitud o, al menos, de una vida sin dolor y enfermedades.

Como ilustración representativa de esta observación sobre la historia que es­tá detrás de la novedad posthu­manista –y de la cual se podría decir que es tan an­tigua como el mismo ser humano consciente de su condición mortal, si recor­da­mos el poema de Gilgamesh– tiene que bastar aquí con la mención de estos tres momentos:

1) La imagen del ser humano esbozada por Julien Offray de La Mettrie en su libro: L´Homme Machine (1748).

2) La visión de un ser humano como un “Dios con prótesis” que trazara con sentido más bien crítico Sigmund Freud para describir el afán humano por esca­par de las consecuencias dolorosas de su condición contingente.

3) La perspectiva de un “hombre-robot” que estaría moldeado según las tec­nologías que se desarrollaban hacia la mitad del pasado siglo XX.

A mi juicio, por tanto, el proyecto del posthumanismo debe verse en conti­nui­dad con la historia que ilustran esos tres momentos citados; una continuidad que se mostraría de manera especial en la prolongación del ímpetu “mecanicis­ta” que mueve dicha historia y su consiguiente tendencia a explicar lo humano en términos de material cuantificable, susceptible siempre de ser aumentado y mejorado en sus funciones.

Desde la perspectiva esbozada el horizonte de expecta­ti­vas abierto por el post­humanismo como ideología de un “superhombre” o una “supermujer” nos confrontaría con un desafío de fondo que se puede re­su­mir en esta frase: es la pro­gra­mación de construir una reali­dad (humana) va­ciada de la “memoria de huma­ni­dad” que nos ha guiado hasta hoy en la iden­ti­fi­cación co­mo “seres humanos”, tanto per­sonal como colectivamente. Y, aun­que no hace falta decirlo porque es obvio, conviene recordar de cara lo que sigue luego que este programa pone de manifiesto a su vez que la ideología posthumanista su­pone una con­cepción de la condición humana según la cual ésta, precisamente en razón de su constitución finita, aparece sobre todo como una realidad decadente, esto es, como un producto que lleva inscrita su “fecha de caducidad”.

De ahí la apa­rente “plausibilidad” de un programa orientado a detener la deca­den­cia con re­­para­cio­nes y a estirar así al máximo posible la fecha de cadu­ci­­dad del “producto hu­ma­no”. Ello explicaría también la euforia con que se celebran las po­sibili­da­des de intervenciones cada vez más audaces en la herencia bio­lógica, por parte al me­nos de la vertiente radical de esta ideología a la que me refiero en este artí­cu­lo. Por este supuesto (“antro­pológico”) se entiende ade­más que el de­safío fun­da­mental de es­te post­hu­ma­nismo radique precisamente en ese pro­grama de “nue­va crea­ción” del ser humano, ya que el previsto empodera­miento técnico y la consiguiente mul­tiplicación y refinamiento de las “prótesis” (Freud) conllevan una ra­di­cal inver­sión del sentido de la vi­vencia de la fi­ni­tud en la vida hu­ma­na per­sonal

Para hacer frente al desafío de esta ideología con sus expectativas de seres “transhumanos” decisivo será, pues, averiguar si el camino previsto del em­po­de­ra­miento técnico de la finita con­dición humana significará también el camino hacia una vida con sentido –la vida buena de la que se nos habla en la tradición filosófica occidental, pero también en las tradiciones de sabiduría de tantas culturas de la humanidad–, o si no llevará por el contrario a una agudización del sen­ti­miento del vacío de sentido, en la medida en que dicho empoderamiento técnico se podría revelar como un em­po­brecimiento o una depotenciación de las posibi­li­dades de sentido en la vivencia personal de la finita condición humana.

  1. Para un elogio de la finita condición humana

Con Sartre partiré en este punto de la observación de que la finitud duele porque en ella el ser humano experi­men­ta que le falta “ser”. Pero, distan­ciándome de su respuesta, no in­terpre­ta­ré esa experiencia como un estado de desgracia ante el cual el ser hu­mano no tiene otra alternativa que la de engañarse con un intento desesperado de com­pen­sación, proyectando el ideal imposible de ser Dios. Con el poeta pe­rua­no César Vallejo in­ter­pretaré más bien esa ex­pe­riencia como una to­ma de con­­ciencia en el ser humano de que la finitud duele porque su paso ge­ne­ra el memorable sentimiento de que espera lo que no se le de­be.

Sin embargo: Una finitud que depara al ser humano la experiencia de que su vi­da espera “lo que no se le debe” es una finitud que, lejos de “desgraciar”, “agra­cia”; es una finitud que me­rece el nombre de generosa porque, aunque sea desde lo lejano e incierto, despierta en la condición humana la esperanza de “una cena no miserable”, para expre­sar­lo con la metáfora de César Vallejo. Esta fini­tud no es destino; es pe­re­gri­nación, como ha mostrado Gabriel Marcel al descri­bir la condición humana finita como una condición itinerante.

Vista desde esta perspectiva la con­di­ción finita representa para el ser huma­no una tarea. Pero tarea no en el sentido de que, como se supondría en la ideología posthumanista, la condición finita representase el conjunto de las “funciones de­fec­ti­vas” que, como el cuerpo por ejemplo, se deben arreglar. Hablo de tarea más bien porque ser humano desde y en esa finitud generosa significa librar un com­bate espiritual por el discernimiento de la raíz última que hace posible la descon­cer­tante vi­ven­cia de que “se espera lo que no se nos debe”.

No es, pues, tarea de “reparación” de la finitud. Es tarea de “prepa­ración”, en tránsito por la fi­nitud, para comprender que en su constitución, más que un problema, lo que la­te es un “misterio incitador” (Emmanuel Mounier) que invita a seguir la huella de lo eter­no o de lo in­finito en lo humano, como lo han expresado Scheler y Levinas, entre otros muchos.

Ante esta perspectiva acaso se podría observar en tono crítico que des­va­lori­za la condición finita como existencia temporal, en cuanto que supondría poner su tem­poralidad al ser­vicio de la búsqueda de lo eterno. Por este po­si­ble repro­che conviene, antes de proseguir, decir expresamente que la intención apunta más bien en un sentido contrario al de la supuesta desvalorización, que es el de acentuar la den­sidad de la finita condición hu­mana, dando a considerar que es la posible latencia de lo eterno en el tiem­po lo que da a la finitud su carácter de realidad germi­nal capaz de sentir la tensión hacia el ser que en ese su tiempo finito no puede aparecer en in­tegral ple­nitud. Se trata, dicho con otras palabras, de una in­dicación que se hace eco de la tensión que introduce en la experiencia de la fi­ni­ta con­dición humana, vivir en la confianza de que “… somos ya, aun­que to­da­vía no se ve lo que vamos a ser”, según dice el evan­gelista San Juan.

De lo anterior se desprende que el camino para una ala­ban­za de la finita con­di­­­ción humana no puede buscar su rumbo orientador en aquellos hori­zontes que, sean naturalistas o no, pretenden alumbrar (toda) la realidad de la fi­ni­tud hu­ma­na desde el supuesto de que no es más que el circuito cerra­do de un con­junto de con­tin­gen­cias sin ningún otro tras­fondo que el de su propia casualidad. Porque, parafraseando una indi­ca­ción metodo­lógica de Theilhard de Chardin, un elogio de la fi­ni­ta condición hu­mana debe alabar la fi­­ni­tud, y nada más que la finitud; pero, eso sí, desde la preocupación por tener en cuenta toda la finitud. Lo que significa que el elogio del que aquí hablo tiene que buscar su orientación en planteamientos que contemplen la finitud y la conste­lación a la que pueden señalar sus manifestaciones con­cretas. Y por lo dicho debería estar claro que el reclamo de un elogio que intente con­si­derar “toda la finitud” nada tie­ne que ver con un cuantitativo abarcar más para sumar más. Este reclamo sigue otra dirección; una dirección que, porque ha dejado atrás la visión cuanti­tati­va de la rea­lidad de la vida, toma el rumbo de la in­tensificación de las experiencias con­cretas de la constitución finita de lo hu­ma­no con el propósito de profundizar en su cara interna como el reverso en que se trasluce que vienen de “más lejos” y que hay que buscar, por tanto, su raíz de vi­da en “otra parte” …

Falta espacio en este artículo para desarrollar un elogio de la finita con­di­ción humana desde la perspectiva esbozada. Por eso baste aquí con la mención de dos ejemplos de elogios de la finitud en la línea de las consideraciones hechas. Los escojo, entre otros mu­chos posibles –piénsese, para el siglo XX, por ejemplo, en Simone Weil, Karl Jaspers o María Zambrano– por­que destacan el aspecto de la sensibilidad cor­poral hu­mana y son así especialmente relevantes para la crítica a la ideología posthuma­nista. Son, primero, la fenomenología material con su inter­pre­tación del mis­te­rio cristiano de la encarnación del Logos como fundación de la posibilidad de que la “carne” de cada ser humano pueda ser lugar de teofanía. Y, segundo, la fenomeno­logía de la melancolía como experiencia ontológica de la trascenden­cia en la finitud.

 

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