Juan Fernando Girón Solares
Quinta parte
El reloj despertador de la mesita de noche de Raúl sonó a las CINCO DE LA MAÑANA en punto. Había llegado el QUINTO DOMINGO DE CUARESMA, el punto de inicio de la semana de Dolores, y el preámbulo de los días grandiosos de la semana mayor. Para nuestro amigo, prácticamente la época más linda del año comenzaba esa madrugada, y era el momento preciso de darle gracias a Dios por un año más, y por dar paso a su periplo a la ciudad colonial de la Antigua Guatemala, porque Jesús Nazareno de la Caída, de San Bartolomé Becerra, acompañado de la Virgencita de Dolores, estaría realizando su monumental procesión del –DOMINGO DE LÁZARO-.
Todo su equipamiento, fue cuidadosamente acondicionado desde la noche anterior: su túnica, capirote y cinturón de color morado, sus guantes blancos, en un maletín y la bolsa de nylon negro, en la cual se habían almacenado el incienso, el carbón, el ocote y la carterita de fósforos, todos ellos adquiridos en el cercano MERCADO DE LA PARROQUIA; y claro está, reluciente y recién lustrado y pulido, su incensario de plata maciza, listo para entrar en “acción” por un año más en las filas de la procesión de San Bartolo; a ratos con Jesús, y a ratos con la Virgen.
Raúl se acicaló y preparó adecuadamente, y luego de disfrutar de una taza de café y un chapinísimo pan de manteca, se apostó en la puerta de su casita del Barrio Moderno, a la espera de que sus grandes amigos de hace tantísimos años, César –papá-, y su hijo César Augusto, pasaran a traerlo, para dirigirse a la Antigua, cada vez a más temprana hora. El septuagenario devoto, recordó cómo durante muchísimos años, el Nazareno del Quinto Domingo de Cuaresma, salía exactamente a las doce del mediodía, bajo el sol ardiente del verano, y su aldea repleta de fieles, para retornar al filo de las once de la noche; y de cómo paulatinamente, el cortejo iniciaba cada vez más temprano, hasta que hoy en día, las andas se levantan en plena madrugada. Ahora sus fuerzas y sus posibilidades, ya no le permitían llegar al inicio del cortejo y menos de punta a punta, pero eso sí, entre las ocho y las nueve de la mañana, llegaría sin falta a la ALAMEDA de Santa Lucía. Los recuerdos se interrumpen en el momento preciso, en que Raúl escucha el bocinazo del vehículo Subaru de la familia Aguilar; cierra la puerta convenientemente y se sube al vehículo de sus queridos amigos, con su uniforme y demás utensilios. El saludo cariñoso no se deja esperar, y la plática tan gustada y anhelada respecto a anécdotas, marchas, procesiones, turnos, alfombras y recuerdos, se inicia de inmediato.
Sin embargo, hay un cierto dejo de tristeza en el corazón de nuestro amigo. Es quinto domingo, y recuerda también cómo durante muchos años, antes de partir a la Antigua, con Meches su querida esposa, llevaron a su hija pequeña Margarita a la Parroquia de Nuestra Señora de Candelaria, para la nutrida Procesión infantil. Meches ya está en el cielo, pero Margarita lamentablemente, se ha alejado de aquellas tradiciones. Al crecer, sus intereses, su esposo y luego sus hijos, la hicieron moverse de los recorridos procesionales del Centro histórico de la Ciudad a las playas y balnearios. Esto siempre le dolió en gran medida a Raúl, pero respetó la decisión de su querida hija.
El vehículo avanza por la Calle Martí, el periférico, la Roosevelt, y luego la ruta interamericana hasta llegar a la Antigua Guatemala, que a temprana hora, ya luce totalmente abarrotada. Con dificultad, el vehículo de César –papá-, logra estacionarse cerca de las ruinas de la Recolección. Todos los tripulantes descienden del automotor, y proceden a revestirse con su uniforme penitencial. En la misma esquina de toda la vida, escenario de muchos domingos de Lázaro, Raúl toma en sus manos orgullosamente su incensario, lo abre y el carbón con el ocote se enciende en la banqueta, hasta lograr que se forme la brasa necesaria para la combustión del incienso; y ya expeliendo las volutas del exquisito aroma, el grupo va en pos del cortejo procesional. Al ingresar a él, se despiden con un “buena suerte” y bendiciones, acordando el punto correspondiente en horas de la noche, para el encuentro y retorno a la capital.
Jesús de la Caída luce impactante, en sus monumentales andas que ya se desplazan lenta y solemnemente por las empedradas calles antigüeñas. Raúl recuerda cómo, cuando empezó a llegar muy joven a la procesión, eran de madera clara y 50 brazos, y ahora un hermoso color caoba de 90 cargadores. Y así inicia su faena… es notoria la participación de más de cien hermanos incensando el paso del Señor, quienes en ordenada fila, y al son de las marchas fúnebres que interpreta la banda, los redobles y marcapasos, generan una verdadera nube de aquel incienso devocional, conjugándose en un sentimiento tan particular, visual, olfativo pero especialmente del corazón, que solamente quienes aman y entienden estas manifestaciones paralitúrgicas pueden explicar.
Y allí va Raúl, con su valiente incensario en mano, recordando igualmente el notable desarrollo que ha tenido esta procesión: el paso por la famosa vueltona, cuando el camino a la aldea era de pura tierra; la limpieza del mueble al ingresar a la Antigua por la alameda; la bendición de las actuales andas, y desde luego la Consagración del Señor, y más recientemente el novedoso recorrido por el barrio de la Candelaria, para finalizar en horas de la noche el paso por el Cementerio General de San Lázaro. Al llegar la procesión a los alrededores de la Escuela de Cristo, ya es medio día, y es el horario y punto en particular, donde nuestro cucurucho, dejando a su lado a su humeante compañero, se desfila por unos instantes para almorzar un sabroso pan con chile, lechuga, cebolla criolla y salsa de tomate, y un refrescante vaso de súchiles bien frío. Sus pies empiezan a sentir dolor por el efecto del empedrado y el paso cadencioso. Descansa por una media hora, y luego piensa para sus adentros, que ha llegado el momento preciso de acompañar el paso de la Santísima Virgen, lo cual realiza desde la Calle de los Pasos de la Antigua Guatemala.
Cae la tarde y la Procesión de “San Bartolo”, ha hecho ya su paso por el Parque Central, y la Calle del Arco. En el templo de la Merced, Raúl se toma un nuevo descanso, con su túnica notablemente aromatizada por el incienso, la piel tostada, pero la satisfacción de cumplir con su devoción. Sus amigos, los “Césares” lo invitan en la plazuela mercedaria, a unas viandas, un refresco y una deliciosa taza de café. Después de casi una hora de receso, y haber cargado fuerzas, Raúl alcanza al cortejo en las proximidades del Parque de San Sebastián. El paso de la Calle Ancha, con el cansancio y el frío de la noche, hace pensar al valiente incensario, que los años no pasan en vano: el dolor ya no solamente afecta los pies, ahora también la espalda, las caderas y los brazos, pero debe seguir adelante.
Finalmente, cuando son cerca de las nueve de la noche, es el momento de despedirse con una oración y un hasta pronto, de Jesús Nazareno de la Caída, y de la Santísima Virgen. El carbón e incienso ya casi se han agotado, pero su unión con el grano de incienso han cumplido su fiel tarea por un año más, con la bendita ayuda de su metálico amigo. A la altura de la cuarta calle y sexta avenida, encuentra abierta una tiendita, en la que solicita un poco de agua para apagar las brasas antes de desecharlas en un sitio adecuado. En el lugar exacto, recibe una palmadita de sus queridos amigos cucuruchos, para identificar que se han encontrado donde previamente acordaron, iniciando así la caminata al punto donde estacionaron el vehículo horas atrás, para emprender el regreso a casa.
Al filo de las diez y media de la noche, Raúl se despide de sus devotas amistades, con la promesa al Señor de la Caída y a la Virgencita Dolorosa, de participar primero Dios en otro Quinto Domingo de Cuaresma, el Domingo de San Bartolo, que todos los cucuruchos y las devotas cargadoras recordamos con cariño. La Semana Santa se acerca, y está ya a la vuelta de la esquina…