Peter Singer

  1. Una ética no especieísta

Éste es un breve resumen de una posición que he defendido en muchas ocasiones, de la manera más completa en mi libro Animal Liberation:

Nuestro actual tratamiento de los animales se basa en el especieísmo, esto es: un sesgo o prejuicio a favor de los miembros de nuestra propia especie, y contra los miembros de otras especies.  El especieísmo es una forma de discriminación éticamente indefendible contra determinados seres sobre la base de su pertenencia a una especie distinta de la nuestra.  Todos los seres dotados de sensación tienen intereses, y deberíamos dar una consideración igual a sus intereses, independientemente de si son miembros de nuestra especie o si lo son de otras especies.

Esta posición es completamente distinta de la mantenida por los ecologistas profundos. Mientras que los partidarios de la liberación de los animales y los ecologistas profundos están de acuerdo en que la ética tiene que extenderse más allá de la especie humana, difieren en lo lejos en que tal extensión puede producirse de una manera inteligible. Si un árbol no está dotado de sensación, entonces no le importa al árbol si lo cortamos o no. Puede ser algo que importe a los seres humanos, presentes o futuros, y a los animales no humanos que viven en el árbol, o en el bosque del que forma parte. Los partidarios de la liberación de los animales juzgarían la incorrección de cortar el árbol en términos del impacto del acto sobre otros seres dotados de sensación, mientras que los ecologistas profundos lo verían como algo malo que se ha hecho al árbol, o quizás al bosque o a un ecosistema más amplio. Tengo alguna dificultad para ver cómo se puede fundamentar una ética sobre cosas malas que se hacen a seres que no son capaces de experimentar de ninguna manera las cosas malas que se les hacen, o cualesquiera consecuencias de esas cosas malas. Así pues, me interesaré por una posición basada en la consideración del interés de los seres individuales dotados de sensación.

Desde la perspectiva de los ecologistas profundos, la ética no especeísta que estoy defendiendo puede aún parecer demasiado apegada a los puntos de vista éticos tradicionales. Es, por ejemplo, compatible con el utilitarismo clásico, que juzga un acto como correcto o erróneo preguntando si llevará a un superávit mayor de placer sobre el dolor que cualquier otro acto, que esté abierto al agente. Como todos los grandes escritores utilitaristas -Jeremy Bentham, John Stuart Mill y Henry Sidgwick- han clarificado, los límites de «placer» y «dolor» no se detienen en los límites de nuestra especie. Los placeres y los dolores de los animales deben incluirse dentro del cálculo. Esto no equivale a decir que una ética no especeísta preocupada por los animales individuales tenga que ser una ética utilitarista. Muchas éticas diferentes son compatibles con este enfoque, incluida una ética basada en derechos, como Tom Regan ha argumentado hábilmente. Similarmente, una ética feminista basada en la idea de extender nuestra simpatía hacia los demás puede alcanzar una conclusión similar.

  1. El punto de vista tradicional

Mientras que una ética que incluya todos los seres dotados de sensación como objetos directos de nuestra preocupación ética no es, ciertamente, un punto de vista que presente una ruptura tan radical con la ética tradicional como algunas foro1as de ecología profunda, que busca incluir todas las cosas vivientes, es bastante revolucionaria en el contexto de la tradición ética dominante en occidente. Todos nosotros conocemos los pasajes clave de esta tradición:

Y Dios dijo: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; y dejémosle que tenga dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, y sobre la Tierra, y sobre toda cosa que se arrastre sobre la Tierra.

Así Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; macho y hembra los creó.

Y Dios los bendijo, y Dios les dijo: creced y multiplicaos, llenad la Tierra y sojuzgadla; y tened dominio sobre los peces del mar y sobre las aves del cielo, y sobre toda cosa viviente que se mueva sobre la Tierra.

De acuerdo con la tradición occidental dominante, el mundo natural existe para beneficio de los seres humanos. Dios dio a los seres humanos el dominio sobre el mundo natural, y a Dios no le importa cómo lo tratemos. Los seres humanos son los únicos miembros moralmente importantes de este mundo. La naturaleza misma no tiene valor intrínseco alguno, y la destrucción de las plantas y los animales no puede ser pecaminosa, a menos que mediante su destrucción dañemos a los seres humanos.

El punto de vista tradicional judeocristiano sobre el mundo se basa en el mito de la creación que fue decisivamente refutado hace más de un siglo. Al menos desde Darwin, tenemos conocimiento de que los bosques y los animales no están colocados en la Tierra para nuestro uso. Han evolucionado con nosotros. Sin embargo, los supuestos que se derivan de ese mito están todavía con nosotros. Si tenemos éxito a la hora de deshacernos de ellos, las consecuencias para nuestra manera de vivir tendrán un alcance tan extenso como jamás ha tenido cambio alguno en la historia humana.

III. Ética más allá de la barrera de la especie

En cualquier exploración seria de los valores ambientales una cuestión central en disputa será la de si existe algo que tenga un valor intrínseco más allá de los seres humanos. Para explorar esta cuestión necesitamos comprender en primer lugar la noción de «valor intrínseco». Algo tiene valor intrínseco si es bueno o deseable en sí mismo; el contraste es con la noción de «valor instrumental», que es el valor como medio para otro fin o propósito. Nuestra propia felicidad es algo que, por ejemplo, tiene un valor intrínseco, al menos para la mayor parte de nosotros, puesto que la deseamos por sí misma. El dinero, por otra parte, sólo tiene para nosotros un valor instrumental. Lo queremos por razón de las cosas que podríamos comprar con él, pero si estuviéramos abandonados en una isla desierta no lo querríamos. (Mientras que la felicidad sería para nosotros tan importante en una isla desierta como en cualquier otro lugar).

Considérese ahora cualquier cuestión en la que los intereses de los seres humanos colisionen con los intereses de los animales no humanos. Puesto que aquí nos interesan esencialmente las cuestiones medioambientales, tomaré como ejemplo la industria australiana del canguro, que se basa en matar canguros que viven en libertad para sacar beneficio de su carne o de su piel. Como comunidad, los australianos deben decidir si permiten que esta industria exista. ¿Debe tomarse esta decisión únicamente sobre la base de los intereses humanos? Por razones de simplicidad voy a suponer que ninguna de las especies de canguro que son objeto de tal industria está en peligro de extinción. La cuestión, por lo tanto, tiene que ver con si consideramos los intereses de los animales no humanos individuales y hasta qué punto. Así alcanzamos inmediatamente un desacuerdo moral fundamental: un desacuerdo sobre qué géneros de seres han de tomarse en consideración en nuestras deliberaciones morales. Mucha gente piensa que una vez que alcanzamos un desacuerdo de esta clase, la argumentación debe cesar. Yo soy más optimista sobre el alcance de los argumentos racionales en ética. En ética, incluso en un nivel fundamental, hay argumentos que deberían convencer a cualquier persona racional.

Tomemos un ejemplo paralelo. No es la primera vez que sucede en la historia humana que los miembros de un grupo se han colocado a sí mismos dentro de un círculo de seres que tienen derecho a consideración moral, mientras que se excluye otro grupo de seres, semejantes a ellos mismos en aspectos importantes, de este santificante círculo de protección. En la antigua Grecia se pensaba que los denominados «bárbaros» eran «instrumentos vivientes» –esto es, seres humanos que no tenían valor intrínseco, sino que existían para servir otro fin superior-. Este fin era el bienestar de sus captores o poseedores griegos. Superar este punto de vista exigió un cambio en nuestra ética que tiene similitudes importantes con el cambio que debería llevarnos de nuestro actual punto de vista especieísta sobre los animales a un punto de vista no especeísta. Lo mismo que en el debate sobre la consideración igual para los animales no humanos, así como también en el debate sobre la consideración igual para los no griegos, uno puede imaginar a la gente diciendo que tales diferencias fundamentales de perspectiva ética no estaban abiertas a discusión racional. Sin embargo ahora, con el beneficio de la perspectiva, contemplada retrospectivamente, podemos ver que en el caso de la institución de la esclavitud en la Grecia antigua, esto no habría sido correcto.

Notoriamente, uno de los más importantes filósofos de Grecia justificaba el punto de vista de que los esclavos son «instrumentos vivientes» argumentando que los bárbaros eran menos racionales que los griegos. En la jerarquía de la naturaleza, decía Aristóteles, el propósito de lo menos racional es servir a lo más racional.  Se sigue, por lo tanto, que los no griegos existen para servir a los griegos.

Hoy día nadie acepta la defensa que Aristóteles hace de la esclavitud. La rechazamos por una gran variedad de razones. Rechazaríamos su suposición de que los no griegos eran menos racionales de los griegos aunque, dados los logros culturales de los diferentes grupos en aquella época, tal suposición no era en absoluto absurda. Pero de manera más importante, desde el punto de vista moral rechazamos la idea de que lo menos racional existe para servir a lo más racional. En su lugar, mantenemos que todos los humanos son iguales. Consideramos que el racismo, y la esclavitud basada en el racismo, son erróneas porque no logran dar igual consideración a los intereses de todos los seres humanos. Esto sería verdad cualquiera que sea el nivel de racionalidad o civilización del esclavo y, por lo tanto, la apelación de Aristóteles a la racionalidad más elevada de los griegos no habría justificado la esclavización de los no griegos, incluso si eso hubiera sido verdad. Los miembros de las tribus «bárbaras» pueden sentir dolor, del mismo modo que pueden sentirlo los griegos; pueden ser felices o miserables, como pueden serlo los griegos; pueden sufrir la separación de sus familias y de los amigos, lo mismo que pueden sufrirla los griegos. El dejar de lado esas necesidades de modo que los griegos pudieran satisfacer unas necesidades mucho menores fue un gran error y un borrón en la civilización griega. Esto es algo que deberíamos esperar que acepte toda la gente razonable, en la medida en que puedan contemplar la cuestión desde una perspectiva imparcial, y no estén influenciados impropiamente por el hecho de tener un interés personal en que continúe existiendo la esclavitud.

Volvamos a la cuestión del status moral de los animales no humanos.  En línea con la tradición dominante en Occidente, mucha gente mantiene aún que el mundo natural no humano tiene valor sólo o predominantemente en la medida en que beneficia a los seres humanos. Una objeción poderosa a la tradición occidental dominante vuelve contra esta. tradición una versión extendida de la objeción que se acaba de hacer en contra de la justificación de la esclavitud por parte de Aristóteles. Los animales no humanos son también capaces de sentir dolor, como lo son los humanos; pueden ciertamente ser miserables, y quizás en algunos casos sus vidas podrían ser descritas también como felices; y los miembros de muchas especies de mamíferos pueden sufrir por la separación de su grupo familiar. ¿No es, por lo tanto, un borrón sobre la civilización humana el que dejemos de lado estas necesidades de los animales no humanos para satisfacer necesidades menores nuestras?

Podría decirse que las diferencias moralmente relevantes entre los humanos y otras especies son mayores que las diferencias entre razas diferentes de seres humanos. La gente tiene en mente por «diferencias moralmente relevantes» cosas tales como la capacidad de razonar, de ser autoconsciente, de actuar autónomamente, de hacer planes para el futuro, y así sucesivamente Sin duda es verdad que, como promedio, hay una señalada diferencia entre nuestra especie y las otras por lo que respecta a estas capacidades. Pero esto no vale en todos los casos. Los perros, los caballos, los cerdos y otros mamíferos son capaces de razonar mejor que los humanos recién nacidos, o que los humanos con minusvalías intelectuales profundas. Con todo, concedemos derechos humanos básicos a todos los seres humanos, y se los negamos a todos los animales no humanos. En el caso de los seres humanos podemos ver que el dolor es dolor, y la medida en la que es intrínsecamente malo depende de factores como su duración e intensidad, no de las capacidades intelectuales del ser que lo experimenta. Podemos ver que lo mismo es verdad si el ser que sufre dolor no pertenece a nuestra especie. No hay base justificable alguna para trazar el límite del valor intrínseco alrededor de nuestra especie. Si estamos preparados para defender prácticas basadas en no tomar en cuenta los intereses de miembros de las demás especies porque no son miembros de nuestro propio grupo, ¿cómo vamos a objetar a aquellos que intentan no tomar en consideración el interés de miembros de otras razas puesto que no son miembros tampoco de nuestro propio grupo?

El argumento que acabo de ofrecer muestra que mientras que la tradición occidental dominante está equivocada sobre la cuestión substantiva de cómo deberíamos considerar a los animales no humanos, esta misma tradición tiene dentro de sí los instrumentos -su reconocimiento del papel de la razón y del argumento– para construir una ética extendida que alcance más allá de los límites de la especie y aborde las relaciones entre los humanos y los animales. El principio que tiene que aplicarse es el de igual consideración de intereses. Las dificultades restantes residen en cómo ha de aplicarse exactamente este principio a los seres con vidas -tanto mentales como físicas– que son muy diferentes de la nuestra.

 

 

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