Nicté Serra
Escritora

Asistieron. A pesar de una lluvia que parecía llegada de alturas superiores, asistieron. Aquella era una lluvia violenta, negra, fría, como si vivieran en un país nórdico y no en una primavera inmortal. Abrumadora la lluvia y abrumador el momento. El trayecto entre su casa de suburbio montañés hacia la ciudad se hacía más largo en esas condiciones. En la carretera, el aguacero se sentía aún peor. No dejaba vistas libres en ninguno de los puntos cardinales. Elisa, nerviosa, en el asiento del copiloto, veía hacia afuera, como si apreciara el paisaje acuático. Pero era mentira. No veía nada. Sin importarle lo que Rubén  dijera, encendió un cigarro. Eran pasadas las cinco de la tarde pero parecía de noche. Las nubes, el agua, la carretera sin iluminación, ellos mismos. Todo era sombrío. Tanto, que Rubén al ver cómo su mujer encendía el cigarro, se limitó a verla por el rabillo del ojo con un ademán de cansancio resignado, tal vez un poco de desprecio. De nada serviría pedirle que no fumara, que no lo hiciera en su automóvil nuevo, que no lo hiciera porque a él le revienta. Era evidente que con ese clima ella no podía abrir la ventanilla. El trayecto se hizo más largo por causa de la tempestad. El tráfico adicional dobló el tiempo que les tomó llegar. Su destino era la misa de réquiem de don Joaquín.

El desasosiego de Elisa se debía a la lluvia. Eso quería pensar. Y era cierto, pero tenía otros motivos. No le gustaban las misas de muerto porque le recordaban a los suyos. La misa de su padre, la de su hermano, ellos y su ausencia. En general, no le gustaba esa ceremonia diseñada para montar un sufrimiento colectivo que algunos sí sentían pero que la mayoría actuaba en un afán pueril y a la vez bien intencionado. También estaba ansiosa. Pendiente de que Rubén se fijara. Que notara algo. Un poco nada más. Lo nuevo y lo viejo.

Para su marido, las misas de muerto eran lo mismo que las misas de boda. Posee capacidades de desprendimiento genéticas y no puede desalinearse de la tradición. Toda su familia tiene esa característica que los hace capaces de colocar la costumbre urbana por encima del dolor. Elisa no domina esas habilidades políticas.

Don Joaquín era don Joaquín. El tío de su marido. El padrino de su marido. El patriarca del clan. Asistir a la misa era indispensable. Ese día, sin embargo, debió haber sido distinto. Había planeado una escapada, una cena. No la inspiraban ánimos románticos, esos ya no la movían. Simplemente quería conversar un poco. Distraerse, cambiar el mapa. Volver a salir a comer como lo hacían tiempo atrás, formular todas las preguntas que apilaba día a día. Sería una suerte de experimento. Un restaurante pequeño y poco pretensioso había abierto puertas recientemente. Pero el plan se vino abajo con la noticia. No llegó a decírselo a su marido, no tuvo oportunidad. El fallecimiento había llenado las horas y la atención de Rubén en pequeños y grandes trámites que debían ser resueltos. Como siempre, le dio tarde la mala noticia.

Elisa veía el reflejo de su rostro en el cristal de la ventanilla del carro. Su aspecto era regio. La lumbre del cigarro, pequeña, naranja, procuraba un tono ambarino a su tez. Iluminaba su cabello negro, sedoso y liso, perfectamente recogido en un moño suave sobre la base de la nuca. Se detuvo en los ojos. Estrenaba maquillaje después de mucho tiempo de usarlo. Lo había colocado antes de que le dieran la noticia. Sobre el vestido negro de corte clásico, con manga a tres cuartos y un amplio escote, llevaba un chal gris perla, calado, tejido a mano. El cuello fino y la piel luminosa de sus hombros se reflejaban en la cortina de lluvia que resbalaba sobre el cristal con un toque surrealista. El temporal dictaba un atuendo distinto, la ocasión también. El suyo era más un vestido para salir a cenar que para llorar a un difunto. Pero no se cambió. Elisa era sí. Impredecible, contracorriente, capaz de manifestar una rebeldía casi elegante a pesar de su aprendida sumisión.

Como desde hacía algunos años, el trayecto en el carro sucedía en silencio. Les costaba entablar conversación con suficiente solidez como para sostenerla y hacerla florecer. Ella pensaba que en algún punto extraño de ese camino invisible que supuestamente recorrían juntos, se rompió el hilo conductor de sus tertulias amenas, irrepetibles y continuas. Se hicieron añicos muchos planes, con tal contundencia, que ella jura haber escuchado el sonido cuando dejaron de ser. Un sonido de cerámica rota.  Pero nadie lloró por eso. Ni siquiera lo mencionaron ¿Qué ganarían?

Las risas cómplices también estaban muertas desde hacía mucho tiempo. Muertas y enterradas y, aparentemente, olvidadas. Al menos por Rubén.

En ocasiones, Elisa detenía el día y retorcía el pensamiento para encontrar dónde oprimieron el botón de silencio, cuándo apagaron su plática de pareja, cómo fue que entraron en ese túnel donde dejan de serlo. A veces se sentía extraña en el mundo de su marido. Intuía que él también en el suyo. Para colocar un camuflaje al sentimiento de pérdida que le provocaba aquel silencio, se esmeraba al poner música. Preparaba listas de reproducción magnificas capaces de transportar a ambos a otros sitios o a otros tiempos. Durante los viajes en automóvil, cada uno huía sobre la música a su universo particular. Sonreían durante segundos, el uno al otro. Un gesto de cortesía o una señal de que, no, no estaban enojados. No, no había conflicto. No, no pasaba nada. Simplemente estaban, en ese momento como en muchos, en dos trayectorias hacia un mismo destino, como si fueran ríos paralelos, incapaces de provocar una intersección por ley natural. Él, en un gesto robótico, colocó su mano en el muslo de ella. Elisa dio un respingo de sorpresa. El contacto de la mano grande con su pierna le provocaba una especie de ternura triste y al mismo tiempo indiferencia.  Pero también calma. El nerviosismo del principio del trayecto fue cediendo. Al cabo de unos minutos, él, como si reaccionara ante lo fuera de escena que resultaba su gesto, retiró la mano. Despacio y con suavidad.

Sonrió con cortesía distante, como se le sonríe a alguien que ha prestado buen servicio en algún restaurante o aeropuerto. Con gratitud. Sin ánimo alguno de acercamiento.

Elisa volvió a ver a través del cristal. La oscuridad era completa pero la lluvia empezaba a ceder. Encendió otro cigarro. Murmuró una disculpa. Él asintió con desgano. Ella prometió ventilar y aromatizar el automóvil de su marido al día siguiente. Él dibujó una mueca indescifrable con desgano.

Faltaba poco para llegar. Cuando finalmente entraron en la última calle del recorrido, vieron que estaba abarrotada de carros. Paraguas negros, hombres vistiendo traje negro, mujeres ataviadas de más negro. Zapatos, medias, sacos, faldas de corte sastre, pañoletas, vestidos algunas, pantalones las adolescentes, bolsos. Todo era negro. Como el cielo, como el vestido de corte clásico y escote Bardot, como sus tacones de aguja temeraria, como sus ojos y el reflejo de sus ojos.

Ya no llovía. Rubén dejó a su mujer en la entrada y fue a buscar estacionamiento. Elisa se perdió entre la multitud. Todos subían las gradas en silencio consternado. Era lo apropiado. Ocupó una de las bancas traseras del recinto dejando holgura para que su marido se sentara a su lado. Cuando Rubén entró y la encontró, su gestó reveló incomodidad por lo lejos que ella se había ubicado. La familia ocupaba las primeras bancas de la iglesia. Si se apretaban, ellos cabrían con el resto. Pero su mujer, una vez más, no adivinó su pensamiento. Algo que él pretendía desde el día que se casaron.

Rubén siguió andando hasta adelante sin importarle que el sacerdote ya estuviera en el altar, sin importarle que Elisa se quedara sola, atrás. Ella no se movió. Maldijo por dentro porque evidentemente ahí no podía fumar. Estar sola dentro de un mundo que le pertenecía al esposo y en el que ella casi nunca lograba encajar, le provocaba ansiedad. La misa fue larguísima. Era tanta la gente. Un vaho de calor intenso, como fantasma en vuelo bajo, cargó el ambiente. Los hombres sacaban pañuelos blancos, almidonados y perfumados para secar el sudor de su frente. Las mujeres se abanicaban con lo que podían. Para alivianar el bochorno del calor, Elisa deslizó su chal calado por hombros y brazos.

Una misa de réquiem suele ser larga, muy larga. Si se trata de alguien prominente como don Joaquín, el sacerdote ha de esmerarse para hacer del acto un homenaje póstumo en lugar de un ruego por el alma de un mortal. Mientras el cura hablaba en modo letanía, como si entonara un canto gregoriano incomprensible, Elisa voló en un viaje de imágenes mentales. Sus pensamientos saltaban de un lado a otro, de una persona a otra, de un estado temporal a otro muy distinto. Recordó a la dependienta de los almacenes que le vendió el lápiz de ojos. La tecnología policroma, le dijo, otorga luminosidad. Los ojos lucen más grandes, jóvenes. No se corre. Perdura todo el día. Es resistente al agua. La vendedora sabía lo que decía. Los ojos de Elisa, grandes y profundos, recibieron con gracia la tecnología policroma. Rio para sí. Ella que nunca reparaba en esas sutilezas empezaba a entenderse con su edad de mujer que ya no es joven. Pensó en la satisfacción que sintió cuando cerró el viejo vestido. Era una pieza de muchos años y aún le sentaba muy bien.

Una cantante con ínfulas de soprano entonó una versión aceptable del Ave María de Schubert y Elisa se remontó al funeral de su padre. Un nudo se deslizó del pecho hasta su garganta. Entendió que el llanto sería inapropiado al extremo. Respiro en un ánimo de control. Cerró los ojos y se dejó llevar por el poder del pasado. Pensó en su padre cuando ella era niña. Lo vio en un recuerdo gastado, una imagen guardada en sepia dentro de sus memorias. La visita a la feria de un pueblo sin nombre, la granizada, el sonido de una rueda de Chicago que un hombre joven giraba con las manos, ella en carcajada abierta, su papá con algodones de azúcar rosa en cada mano.

Buscó a Rubén con la mirada. Lo veía de perfil, varias bancas adelante, pasillo central de por medio, a su izquierda. Él no tenía la vista puesta en el sacerdote. Seguramente tampoco su pensamiento atendía. Vagaba con la mirada a una banca adelante de la suya, a su derecha. En ella estaba la nieta mayor de don Joaquín, una joven de unos diecisiete años. Hermosa.  La acompañaba un grupo de amigas. Rubén las estudiaba con ese brillo sinuoso que los hombres no saben ocultar. A Elisa le divirtió que su marido viera niñas. Luego se irritó, le dio pena ajena. Su hija es un par de años mayor.  Las niñas estaban en lo suyo, lejos de saber que un cincuentón les miraba las nalgas o el cabello o los perfiles.

Minutos después, Rubén veía el techo, las imágenes barrocas, las caras consternadas de las señoras mayores, la de su tía. Veía a quienes conocía y les ofrecía una sonrisa cortés, acompañada de una elegante inclinación de cabeza. Sin duda, estaba más aburrido y desesperado que su mujer.

Mientras el cura continuaba atizando el hervor de un exagerado ensalzamiento a don Joaquín, Elisa ya había preparado una lista mental de la compra para el siguiente día, anotado que debía llamar a su hija que estudiaba en el extranjero, a la clínica de su ginecólogo para programar un chequeo y al cardiólogo de su madre para decirle que la medicina nueva no le sentaba bien.

Después de la consagración y de muchas listas mentales, el sacerdote dio una tregua para que los presentes rezaran en silencio. La soprano en ciernes entonaba un chillido melancólico. Elisa ya no podía con el fantasma del calor. Era como si alguien, a propósito, hubiera subido la temperatura a una calefacción inexistente. Resignada, se despojó por completo del chal. Una amiga diminuta de su ya fallecida suegra, sentada en la banca continua a la suya, le sonrió con cariño. Con gesto cómplice, volteó a ver detrás de Elisa. En diagonal. Luego, de nuevo, la vio a ella. Elisa extrañada, le devolvió una risa más nerviosa que cálida.

El rito de la paz. Ese momento en el que enroscas el brazo con conocidos y desconocidos a tu alrededor deseando una paz que ni tú mismo sabes de qué va, no le gustaba a Elisa. Una vez, cuando era adolescente, un hombre sentado en la banca de atrás la jaló y le zampó un beso pastoso en la nuca, mientras apretaba con fuerza libidinosa su mano. Nunca en su vida había visto a ese individuo. Su madre no vio lo que ocurrió ni le creyó. Ella se sintió agredida, sucia. Debido a ese incidente aún le daba escalofríos el rito.

A pesar de eso participaba, no había remedio. Después de extender cortesías pacíficas  a la banca de enfrente, se volvió de cuerpo completo para hacer lo mismo con los feligreses a sus espaldas. Justo detrás de ella había un hombre joven. Un hombre con ojos turcos. Su mirada de telenovela resbaló, a paso de caracol, de este a oeste por la clavícula de Elisa. Fue un recorrido dulce y lento de naturaleza casi sagrada. Los ojos moros con sus pestañas moras con su dulzura mora, dibujaron un trazo horizontal por el filo de sus hombros. El desconocido hizo una leve reverencia a la clavícula descubierta de Elisa, a su piel de luz halógena, a su cuello solitario. Luego colocó sus pupilas sobre los ojos policromados por un nuevo lápiz, ojos que ella no podía apartar. Perturbada, sonrojada, murmuró algo parecido a la paz esté con usted y despacio giró su cuerpo de vuelta hacia adelante. Se estremeció por haberse permitido estremecer.  Sintió la mirada de la vieja amiga de su suegra difunta. Ella, sin abandonar la sonrisa, le inclinó la cabeza, arqueó las cejas y la celebró con un guiño.

La misa, finalmente, concluyó. Al salir, después de dar el pésame a quienes consideraba indispensable darlo, se detuvo en un rincón del atrio para esperar a Rubén, quien no terminaba de saludar y abrazar. Pasaría un buen rato antes de que recordara a su mujer. Mientras él recibía y daba condolencias, la anciana del guiño se le acercó a Elisa. Entre contenta por poder saludarla y avergonzada, la abrazó. Qué alegría verla, Lotty. El gusto es mío, querida, respondió. Y, como si adivinara lo que Elisa pensaba, le dijo al oído, señalando la pared lateral del templo. No te preocupes. Soy como esas imágenes del vía crucis, ¿has visto algo más grotesco en tu vida? veo y no hablo. Eso que noté mucho antes que tú, es más común de lo que imaginas. En esta familia es hereditario, sucede a menudo, dijo, echando una mirada a la banca en donde Elisa estuvo sentada sola y, como si dibujara una trayectoria kilométrica entre dos islas distantes, su mirada se posó en la banca que escogió Rubén. Frunció el ceño, un gesto de desaprobación, como si el desaire que Rubén hizo a su mujer fuera un viejo conocido. Es tan parecido a su difunto padre, dijo. Este hijo de mi amiga salió más a su padre que a su madre, querida mía.

Amena, continuó su charla sin poner atención a los rostros de situación de quienes las rodeaban. No importa quién es el hombre que dejó un pedazo de mirada en el filo de tus hombros, dijo. Lo más probable es que no vuelvas a verlo en tu vida. No olvides el momento. Guárdalo en silencio. Te pertenece. Soltó una risa discreta, pequeñita como ella, y se despidió sin dejar de hablar. Hazle caso a esta vieja viuda que tanto ha visto y a quien ya nadie toma en serio. Elisa la abrazó con grados extra de efusividad. Tuvo que hacer un esfuerzo grande para que las lágrimas que había logrado mantener a raya no se le escurrieran por la ruta de su nuevo delineador.

Después de una eternidad casi tan larga como la misa, Rubén reparó en su mujer. Ella lo esperaba con suma paciencia, en la penumbra de la pila bautismal. Se le acercó y abrió los ojos en un gesto de agotamiento social que a ella le resultó el de un payaso decadente. La tomó suavemente del brazo.

De regreso a casa, sin cigarro ni ansiedades ni sonrisas educadas ni manos en el muslo, viajaron en silencio bajo una noche de luna, libre de lluvia. Él pensando en mujeres jóvenes, en su tío muerto, en cómo asumir los tiempos nuevos.

Mente adentro, Elisa buscó la inquietud que la había invitado a planear una salida a cenar. No la encontró. Después de contar cuántas bancas los separaron esa noche, sabía que la conversación que había planeado no conduciría a ningún destino, ni plácido ni incómodo. Entre el silencio del viaje y la elocuencia de sus conclusiones, miraba su reflejo en la ventana, esta vez sólido por la ausencia de agua. Guardaba la paz que trajo de la misa. La sentía. Estaba en la certeza de que sus ojos, iluminados por algo más profundo que un simple lápiz, no pasaron desapercibidos. Reposada y cálida, ocupaba el filo de la clavícula sin edad que sostiene a sus hombros. Elisa sujetaba bien esa nueva sensación de paz, para no dejarla tirada en el tedio de los días. Para no olvidarla, para guardarla en el territorio seguro de sus incontables silencios.

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