Jorge Antonio Ortega Gaytán
“El amor es una ilusión. Una historia que uno construye en su mente…”
Virginia Woolf
Todas las noches me visitaba, llegaba hasta la orilla de mi cama y jugaba a las escondidas entre las sábanas cuando estábamos en la infancia. En la adolescencia descubrimos nuestros cuerpos, y en la juventud explotaron nuestros instintos.
Las visitas nocturnas se fueron espaciando hasta que América desapareció. Solo la escuchaba a lo lejos por el sonido de sus taconcitos de charol y su deambular por la casa. Detectaba su presencia en los otros ambientes por el cambio de posición de los libros y las llaves, que siempre los dejaba al revés.
Luego de muchos años nos encontramos a media noche en un pasillo, ella, aún joven, como la última vez que me visitó en mi cuarto, con el mismo vestido de cuello y puños blancos. No me saludó, solo me tomó del brazo y me llevó a desempolvar el álbum de fotografías de la familia. Con obsesiva paciencia, como de tejedora, observó las imágenes amarillentas que contabilizaban a los muertos, viudas, huérfanos y vivos, así como el paso del tiempo.
En algunas fotografías de inicio del siglo pasado nos localizamos en difusas imágenes. Por algún motivo, no había un solo retrato de nuestro paso de la juventud a la madurez, pero en una hoja del álbum aparecía con caligrafía temblorosa la fecha del 2 de julio del Año del Señor, aunque no había imagen alguna.
En ese año tan mencionado en la historia patria, pasaron tantos eventos que el destino jugó a la ruleta rusa con nuestra gente, y nos dejó en eterno conflicto: un terrible terremoto que nos llevó a vivir en las calles y varias epidemias entre gripe y cólera que nos diezmaron; una plaga de moscas debido a los cadáveres que pululaban por la ciudad y una erupción volcánica que borró la vida de un pueblo entero; una plaga de langostas que acabó con la cosecha del maíz, y una semana trágica que terminó con una dictadura de más de veinte años.
Mucho se habla de ese año, pero en realidad no fue uno, fueron varios, aunque la memoria colectiva engloba todos los sucesos en uno solo: el del Señor. El problema no radicaba en nuestra ausencia en las fotografías, en esa época el costo era muy elevado y lo normal era asistir a un estudio fotográfico por un evento especial: nacimientos, bautizos, casamientos… en algunas ocasiones, el evento especial era la muerte, se solía retratar a los finados.
En la penumbra de la habitación acaricié su cuello y su cabello negro azabache, ya no de una niña, sino de una mujer que me acompañaba en la espera del amanecer. La observé detalladamente de los pies hasta su alma, su piel sin arruga alguna y sus senos rosados con pezones traviesos; sus uñas impecables y sus dientes pequeños y alineados; solo sus ojos estaban opacos, tal vez cansados de ver más de un siglo de conflictos entre el Trópico de Cáncer y Capricornio. ¿Qué futuro nos depara el destino?, si nuestro pasado lo marca la conflictividad, me pregunté para mis adentros.
En silencio nos besamos como nunca, al natural y como debe ser. Con urgencia nos fuimos arrancando la ropa que nos estorbaba y nos entregamos con el gozo en plenitud. Nuestra piel se erizó al principio, luego se temperó y los latidos se acompasaron al ritmo de nuestros cuerpos. Enredamos las miradas entre gemidos, delimitamos la existencia entre antes y después de aquel acto de entrega al placer de la carne. La besé una y otra vez sin misericordia, hasta que el néctar de la vida llegó lentamente con suavidad a su entrepierna, lo que sucedió luego fue una escena desde lo más puro del ser humano… nos abrazamos, ella con estremecimientos de éxtasis y yo con el placer a flor de piel.
El horóscopo siempre marca lo individual al igual que el nombre con el que nos bautizan, pero la guía permanente son los astros, que determinan la longevidad, el futuro, el amor y la felicidad. En un impulso arrebatado, tomé la palma de la niña hecha mujer y la observé detalladamente, ¡no tenía líneas!, ¿era una mujer sin destino?, ¿sin vida?, ¿sin futuro? Me llamó sobremanera la atención la ausencia de signos. El amanecer llegó con su tenue luz naranja y el inicio de sonidos de vida en el exterior. Cantos de pájaros, motores iracundos por las calles y una que otra voz de transeúntes que van o vienen de su trabajo.
Ella desapareció en un abrir y cerrar de ojos que tuve en el crepúsculo, dejó sus zapatos y su ropa desgastada y amarillenta con olor ha guardado; su calzado, otrora impecable, ahora con una capa gruesa de moho. Todo fue tan real y al mismo tiempo intangible. Después de aquella madrugada la busqué en todos los rincones de la casa, de día y de noche con desesperación, con la ansiedad de un náufrago por llegar a tierra firme, pero no encontré rasgo alguno.
El paso del tiempo no fue impedimento, la esperaba en el ocaso y la buscaba en las horas de luz. En ese estado caótico de mi vida se consumieron muchos años de búsqueda, y en esa espera permanente logré ver dos eclipses solares totales y muchos lunares; otro terremoto desastroso, erupciones y lluvia de arena negra; la llegada del hombre a la luna, el paso de dos cometas y desastres con nombre de mujer, así como los preparativos para viajar a Marte, forasteros haciendo entuertos en nuestra tierra y su destino, el cual ya no nos pertenece, de hecho, hasta el sueño americano se ha desvanecido.
La perdí el mismo día que disfruté de su compañía, cuando la tuve entre mis brazos y la besé hasta calmar la ansiedad. Ahora solo queda en mi mente su recuerdo.
Ella es igual a nuestra vida en este nuevo siglo, nos perdimos entre promesas y sueños políticos en proyectos ficticios, en escuelas sin maestros o maestros sin escuelas. Nos perdimos entre canales secos y húmedos que no van a ningún lado, puentes donde no hay ríos, carreteras sin destino… al final esto solo sucede en el centro de América.