Eduardo Blandón
No dormía desde hacía tiempo. Era extraño porque lo suyo era la tranquilidad del espíritu, esa que resulta de la vida pragmática o desembarazada. Sin embargo, la muerte de su padre había sido atroz, un gancho al hígado del que no se reponía. Lo esperaba, era hiperrealista, pero los hechos trastornaron sus emociones que no sabía resolver.
Antes de ese acontecimiento, cuando la muerte apenas asomaba, jugaba a la filosofía. Disfrutaba alabando a los estoicos con cuya fortaleza de ánimo se mostraban imperturbables. Así debe ser, decía, debemos aceptar lo que el logos, la providencia o el sino reserva para cada uno. Lo demás es cobardía.
Y sí, ahora estaba abatido, apenas discurría. Desolado, le costaba lidiar con las horas que eran eternas e indigeribles. Se mantenía sumido entre el vacío y el bochorno de monólogos extensos sin finalidad ni propósito, como si le hubieran insertado un dispositivo ruidoso que castigaba sus oídos. De ese modo, no descansaba en pensamientos reiterativos.
El calor de los días lo predisponía. El sillón viejo, hundido y apestoso a gatos. La suciedad del corredor y su desorden. La casa parecía poseída por el mismo pesar. Hasta las noches eran tenebrosas. Su habitación, grande, conservaba el frío y el rumor terrorífico del techo, las ventanas y las puertas.
Vivía solo y esto justificaba su decadencia. Desaliñado semejaba un monje de los que extravían el sentido de la ascesis y la comprensión mística. Se notaba enfermo. Barbado y en total descuido, únicamente conservaba la mirada escrutadora, pero cansada, con registros de lejana juventud. Él, que en otros tiempos versificaba la vida fingiéndose heredero, aunque rústico, del romanticismo clásico.
“Como en el amor, pensaba, las pérdidas son un pretexto que exculpa el narcisismo. Es un falso llanto por los demás. El drama expresa la frustración del niño enfrentado a su capricho. Representa la imposición del destino cebado contra nuestra voluntad. Efectivamente, no es la partida, el fin de los afectos o el sentimiento de soledad lo que nos abate, sino el absurdo de un proyecto irrealizado cuando parecía alcanzable”.
Lo suyo no era una revelación de última hora, era más bien el pensamiento cíclico que racionalizaba sus tormentos. El recurso oportuno, inútil, sin embargo, para resignificar su existencia, carcomida por la incertidumbre de sus acciones. Desalentado por lo que estimaba el triunfo de las emociones sobre el carácter, el asalto último de lo sensible por encima del cálculo frío, ahora impotente.