Foto: La Hora
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Por Méndez Vides


El escritor noruego Jon Fosse (1959) es conocido en todo el mundo tras el anuncio como ganador del Premio Nobel de Literatura reciente. De inmediato, sus obras fueron traducidas a múltiples lenguas, y se reeditaron las ya existentes en español en varias editoriales. El día del anuncio tuve acceso a Trilogía en la editorial De Conatus, y durante el descanso de Año Nuevo adquirí el volumen de Random House de su novela Melancolía, parte 1 y 2, en un solo volumen, que fue un riendazo de los que devuelve la ilusión a los lectores de obras de autor, donde lo que manda es la narración misma.

El siglo XX dio alas a los autores para experimentar, quizá porque lectores más exigentes demandaron experimentación, juegos de trapecistas, volcarse con la imaginación más allá de la linealidad del argumento. Fue un desarrollo del atrevimiento de James Joyce, que llevó a extremos en las novelas de Samuel Becket, y en español abundaron los intentos latinoamericanos de los autores del boom, como en Cambio de piel de Carlos Fuentes o el Libro de Manuel de Cortázar, amén de la aventura de los españoles Juan Goytisolo con de la Reivindicación del Conde don Julián, o La Saga/Fuga de JB de Gonzalo Torrente Ballester. Y de repente, como vencidos por agotamiento, se volvió a las historias entretenidas de toda la vida, con argumentos asombrosos, o a las corrientes pasajeras que instrumentaliza obras para mandar mensajes, sermonear, plantear posturas e imponer una especie de reeducación, siguiendo la práctica del poder, quedar bien con los nuevos mecenas globalizados, y concretar sus creencias censurando y buscando incidir en la transformación de lo que se transforma sin preguntar.

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Pero Jon Fosse se mantuvo en la línea de los prestidigitadores independientes, y en 1995 y 1996, respectivamente, publicó en Noruega su Melancolía en dos partes, que fabula en torno a la vida de un paisajista local perseguido por el mal de la esquizofrenia, Lars Hertervig (cuyas obras vale la pena buscar en las redes, porque admirar la soledad de sus paisajes deformados ayuda a comprender el sentido de la narrativa).

La novela arranca con el pintor en cama, en su período de aprendizaje en Alemania, en 1853, afectado por el juicio de su maestro Gude que rechazó una obra suya, porque no le gustó, y eso pone en duda su estadía en la Academia de Arte, y lo carcomen su razón para vivir, y va dibujando la pensión lo que vive y despliega su amor platónico por Helene Winckelmann, hija de su casera, y elabora un relato enfermizo, febril, delirante, repleto de alucinaciones, donde el pensamiento y la realidad se van entremezclando con repeticiones constantes, afirmaciones, en una exploración vertiginosa sobre tener donde vivir o quedar a la deriva. Se dirige al café donde se reúnen sus compañeros artistas, y ve visiones de mantas blancas que vuelan y se aproximan, y escucha, y es testigo de lo que hablan los demás, porque podría estar en cualquier parte, pero allí está sin decir nada, por lo que se burlan los amigos. La escritura es envolvente. Se percibe la locura, que en tiempos remotos se identificó como melancolía.

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La angustia del personaje es trasmitida y recreada de manera extraordinaria, y el lector ya no puede detener el tránsito por tantas emociones.

El autor descubrió en la literatura una dimensión que lo impresionó, y aunque la industria literaria giró en otra dirección, él mantuvo su preocupación por las emociones y percepciones figurativas, y en estas fechas, cuando se conmemora el centenario de la muerte de Kafka, podemos gozar nuevamente de la altura intelectual de un autor que se salió de la comodidad de la moda, y escribió una novela excepcional que devuelve la fe en la Literatura, como expresión que se limita a hacer preguntas, e incursiona en el laberinto de la condición humana.

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