María José Peiró
María José Peiró

POESÍA

María José Peiró

     María José Peiró, psicóloga y amante del mar. Nació en Guatemala en 1994 y creció entre luciérnagas y guitarras. Es escritora de diarios empolvados y servilletas arrugadas. Autopublicó su primera obra, La cocina amarilla, en 2022, como un acto de amor al arte y a sí misma. Escribe con la esperanza de algún día poder describir un atardecer. Aspira a no olvidar. Publica sus textos en su página de Instagram @mallypeiro.

 

Humo

Vengo del fuego. De llamaradas que arden modestamente en el patio trasero de una casa cualquiera en un país tercermundista.

Mis abuelos anduvieron sin zapatos mientras escapaban, cada quien a su paso y dirección, de dictaduras políticas y domésticas.

Los cuerpos de mis abuelas fueron vulnerados y al crecer en el seno de hogares tradicionales, en los cuales el silencio era lo que mantenía la paz, se les privó de concebir un destino diferente.

Vengo del fuego del día a día de personas que no sabían que eran capaces de prenderlo. Los demonios más grandes de mi padres han sido ellos mismos y cada día en esta tierra es un testamento más de su victoria ante sus almas y mentes. Forjaron su vínculo sobre heridas compartidas y arremetieron contra cualquier clase de precedente al elegir dejarse ir, aún sin conocer nada más que la vida en conjunto.

Vengo de la clase de fuego que se busca para calentar las manos en las noches frías, sobre el cual se cocina lento, el que alumbra la noche más oscura sin cegarte.

Vengo del fuego que ardió para mí, del que me hizo una llama nueva. 

Vengo del fuego que ahora es humo. 

Humo que se adhiere a mi pelo y se cuela en la nariz. 

Humo que se transforma en presagios antes de desaparecer. 

Humo que inunda. 

Humo que ahoga. 

Humo que anuncia catástrofes. 

Humo que queda, aún después de que todo el fuego se apagó y la ceniza se esparció. 

Humo que está aunque no esté.

De ese fuego vengo. Ese humo soy.

Imagen: Alejandro R./La Hora
Imagen: Alejandro R./La Hora

 

El potencial y otros males

Lloro en posición fetal desde la esquina de una cama inflable que está en el piso de mi habitación. Mi cabeza palpita fuerte y por momentos se corta mi respiración. Tengo miedo de que esto sea todo lo que soy; una eterna hija del potencial, con más aspiraciones que capacidad.

Cada habitación de esta casa está llena de proyectos a medio terminar y el calendario de constancia que está pegado sobre la puerta de la refri es la prueba irrefutable de que mi falta de determinación es más grande que todos mis sueños.

Hablo de comerme el mundo. Hablo en superlativos, vivo de los puntos suspensivos, pero no porque tenga más que decir, sino porque no sé cómo terminar. En mi vida no hay puntos finales…

Me veo mejor en retrospectiva y de lejos a las puertas de todo lo que pudo ser o lo que nunca será.

Soy una idea. Soy un concepto que no termina de ser ejecutable. No termino de ser deseable.

Nadie escribe acerca de suicidas que lloran todo el día, de escritoras frustradas de tiempo completo, de estrellas que se apagan antes de brillar.

Nadie escribe de mí.

 

República independiente de la nada

No me identifico con el país en el que nací.

No creo que mi nacionalidad sea algo que me defina y tengo tatuada en el brazo una frase que habla de cómo no pertenezco a ningún lugar. Figurativo y poético, tal vez, pero no por ello menos cierto.

Este país no es mi hogar, nunca lo ha sido.

Guatemala no tiene nada que ofrecerme, ni yo nada que pedirle. Ya me ha dado todo.

Todo, que es tan poco, que se va conmigo en una maleta de mano. Todo, que es tanto, que tengo que hablarles a algunas paredes, besar algunas caras y llorar en un par de calles antes de irme.

Guatemala no me ha dado nada, pero aquí lo he tenido todo.

Augusteum

Como una casa deshabitada, sin fotos en las paredes, con la memoria muerta. Sin toallas secándose al sol ni ventanas abiertas, con las gradas llenas de ecos de pasos felices que antes le inundaban.

Como una casa abandonada, sin cortinas, con la soledad desnuda al ojo ajeno. Con las paredes enmohecidas, llenas de fugas invisibles que las carcomen por dentro, con los pisos percudidos, manchados con la evidencia de lo que algún día fue.

Así me siento desde que te fuiste. Por fuera me sostengo, pero por dentro hay putrefacción. Todo lo que creaste conmigo quedó huérfano, todo lo que fui contigo se fue detrás de ti.

Se me hace pesado caminar por el súper, llenando la despensa de comida en número impar.

Se me hace cruel el silencio que viene detrás de tu nombre cuando recuerdo que no estás.

Se me hace injusto hacerle frente al mundo sola, sabiendo que existís y que andas por ahí, sin mí.

Pareciera que todo ha cambiado ahora que estoy sin ti. La primavera es monocromática y la música monotonal. Nada de lo que fue alguna vez no existe ya, ni siquiera todo lo que prometimos que sería inmortal.

Tal vez algún día deje de reconocer tu voz en medio de la multitud y pueda volver a decir tu nombre sin besarlo al pronunciarlo.

Tal vez Rayuela vuelva a ser solamente un libro y el 7 de febrero un día más.

Tal vez deje de escribir con la esperanza de que me leas.

Pero para mientras, soy una casa en ruinas. Con el techo roto y las columnas en añicos, con la lluvia inundando, los animales anidando, 

las enredaderas poseyendo el vacío. 

Sin luz, sin calor, sin amor.

 

Casa

Esta casa es mía; en ella vivo y hago vida, en ella río, en ella amo y, muy de vez en cuando, odio. Esta casa tiene cuartos y rincones secretos, y aunque no me gusten todas sus esquinas por igual, todo es parte de ella y estoy aprendiendo a habitarla en su totalidad.

Cuando llueve las ventanas retumban y, de pronto, parecen tan frágiles que me da miedo y siento que no tengo un lugar donde esconderme, pero esta casa nunca me defrauda y la lluvia siempre se queda afuera; ella siempre me protege y se asegura de que esté bien. 

Cuando hay música, las paredes vibran y la casa baila conmigo; bobas y sin ritmo, pero felices de estar sintiendo. En esta casa hay pisos chirriantes y partes del techo enmohecidas, vidrios rotos, muebles faltantes, focos difíciles de encender, pero nunca me falla y en eso, me recuerda mucho a mí.

Me recuerda a mí cada vez que me levanto después de un mal día, que sonrío después de llorar. Me recuerda a cómo retumba mi corazón cuando se rompe y cómo tiembla mi cuerpo luego de hacer el amor.

Esta casa me recuerda a mí, porque soy fuerte y sólida. Porque vivo y guardo recuerdos. Porque me protejo de mis tormentas y estoy completa aunque me queden partes por aceptar; porque la he conquistado y la conozco, porque en ella hago fiestas y lloro sin sentir vergüenza.

Esta casa me recuerda a mí porque es mía y no me tengo que achicar para caber en ella.

Aquí dentro nunca soy demasiado de algo o muy poco de nada. Aquí quedo justa y perfecta.

Ella me sostiene y yo la mantengo.

Ella me da refugio y yo hago de ella un hogar.

 

Lucia

Seguí a Lucia por algunas ciudades españolas, siempre unos pasos atrás. Viéndola comerse el mundo con prisa.

Lucia, como La Maga de Cortázar, es capaz de romper puentes con solo cruzarlos. Pero, a diferencia de ella, puede reconstruirlos con ternura y reivindicarse desde un amor desmesurado y un humor infalible.

Lucia pide la ventana del tren y se queda dormida antes de dejar Barcelona. Conozco su amistad con Morfeo desde hace mucho y sé que el movimiento la arrulla y la convierte en cuenta cuentos. De niña, se perdía la luna y los postes de luz, hoy se ha perdido Zaragoza y tres horas del día.

Llegamos a Atocha y buscamos un taxi, nuestro hostal se llama Arte y al llegar no nos imaginamos que desde nuestro balcón íbamos a ver uno de los atardeceres más lindos que hemos visto hasta hoy. Puede que Madrid mate a Elvira Sastre, pero me revive a mí.

Pasamos la siguiente semana entre obras del Prado, poesía en la acera, teatro en la Gran Vía y el arte de dejarnos llevar suavemente por un tiovivo de recuerdos que solo nosotras somos capaces de entender.

Cuando vivís con alguien, cuando crecés con ella, cuando no podés narrar la mitad de tu vida sin nombrar a la otra persona se crea, naturalmente, un campo secreto en el que no cabe nadie más. Y, a partir de ello, nacen palabras, lugares, olores, amores y miedos que solo hacen sentido ahí, con ella; platicando de cama a cama en la oscuridad de la madrugada, corriendo por el aeropuerto esperando no perder el avión, en un bus por una carretera interestatal escapando de todo lo que hemos conocido. Aquí, en Madrid, queriéndonos como siempre, riendo mientras peleamos, usando el viaje como un rito de paso hacia nuestra adultez.

Dejé a Lucia ahí, en el Barajas, con su maleta llena de sueños y un café en la mano, con sus botas de combate y su abrigo gris. Nos despedimos como si fuéramos a vernos mañana, sabiendo que vamos a encontrarnos pronto; en cualquier continente y bajo cualquier circunstancia. Nos despedimos sabiendo que no nos vamos realmente, que la distancia no puede con nosotras, que nuestro amor siempre es más grande que ella.

Nuestro viaje fue una canción de la Oreja de Van Gogh y ahora siempre tendremos Madrid. Pero antes de Europa también nos une todo lo demás; el 7830 y la 13 C, San Lucas y sus fantasmas, el flamenco y sus lágrimas.

Imagen: Alejandro R./La Hora
Imagen: Alejandro R./La Hora

 

Necrofilia emocional

El mundo nunca me había parecido tan miserable como cuando lo vi junto a ti. 

Es raro cómo una persona puede nublar una ciudad completa con su tristeza, poner un lente sepia sobre todo lo que toca y romper todo lo que ama.

Te vi querer hacer amigos en cada cuarto en el que entrabas, percibir a las personas como si fueran puerto en altamar, anhelar conexiones y chistes locales; ver a alguien y reconocer lo que está pensando, hacer planes de domingo, tener quien te escuche al final del día. 

Te vi bromear con dependientes de supermercado que no sabían tu nombre a pesar de haber platicado contigo tantas veces ya, y aunque esa interacción era quizá la representación más clara que existía de ti, era, a su vez, la confesión más cruel de tu soledad.

Te vi sentirte mutilado al perder a las personas que amaste, mientras que ellas se sentían liberadas del amor sofocante y rozando en lo violento que sabías dar.

Te vi cuestionar la duración de tu primavera, preguntarte por qué la tempestad te seguía a donde ibas.

Te vi arrastrar las relaciones mucho después de su caducidad, ser un necrófilo emocional.

Te vi llorar y romperte, dejar cicatrices en lugar de ausencias.

Te vi llorar y romperme, enseñando lecciones sin paciencia.

Te vi ser yo, mucho antes de que yo lo fuera.

Te vi vivir lo que la vida tenía para mí en espera.

Tu tristeza fue la primera que conocí. Tu corazón fue el primero que vi morir.

 

Adorada

La última vez que estuve aquí fue en un sueño. Tu girabas de puntillas en quinta posición, tarareando a Tchaikovsky con la mirada fija en un punto y una sonrisa inocente. Yo mimetizaba tus vueltas sin coordinación, mareada y risueña, con los ojos puestos en tu barbilla esperando a que te volvieras a mí y me levantaras en tus brazos llamándome “adorada”.

Adorada. Qué palabra tan poderosa dejabas caer sobre mis hombros con ternura y naturalidad,  durante sobremesas y llamadas telefónicas, en nuestras caminatas por el jardín e idas al súper.

Sabías querer bien, aunque nunca hubieras recibido un buen amor, demostrando así que el amor no se aprende, sino que nace, como una flor atravesando el pavimento, contra toda posibilidad. 

La última vez que estuve aquí fue en un recuerdo. Hablamos hasta que nuestra mandíbula se rindió y tallamos en nuestra memoria historias de vidas que se sienten distantes pero que nos unen de alguna manera.

Folklore oral de primas lejanas y casas encantadas; los 50s romantizados, tus demonios censurados, un número que te persigue, rumores de un asesinato fallido. El terremoto, mi papá, leche caliente, un juego de cincos enterrado dentro de un ataúd.

Ya habías inagurado tu tercer y útimo acto cuando te conocí y los sueños que tenías para el futuro se veían amenazados cada tanto por el cierre impredecible del telón y es que, contrario a lo que nos han enseñado, la muerte no espera a que la hora dorada se cuele por tu espalda y suspires de satisfacción en un cuarto lleno de amor.

La muerte no avisa y la última vez que estuve aquí fue en un atraco. Me robaron nuestra despedida para recordar y nuestra última llamada. Te privaron de recuerdos y la última vez que te vi no eras tú ni era yo y el único lugar en el que nos encuentro intactas, es en esta casa a la que regreso en la voz de Rocío Durcal y la cocina amarilla en la que hicimos de la comida nuestro lenguaje de amor.

Me amaste en pasteles de gelatina y pan de banano. Creí que estaba en paz con tu muerte y cuando mi mamá me dio la noticia, le hice esperar para llorar. Creí que estaba bien, hasta que no pude regresar y nombrar el último momento en el que yo había muerto en tu memoria.

¿Cuándo fue la última vez que me tomaste de la mano y sentiste correr por mis venas tu ADN? ¿Cuándo fue la última vez que me viste y los recuerdos de todo lo que habíamos vivido juntas susurraron en tu cabeza mi nombre, haciendo que me reconocieras instantáneamente? 

¿Cuándo dejé de ser tu adorada y comenzaste a ser la mía?

Selección de textos. Roberto Cifuentes

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