Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural
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Rumbo al norte

Gabriela Aguilar Saravia

Subí al bus en la diecisiete calle, entre la novena y octava avenida de la zona uno de ciudad Guatemala rumbo a Petén. El bus salía a las nueve treinta de la noche, buena hora para dormir en el camino. El bus estaba repleto, el tipo de adelante ponía su desagradable música a todo volumen. Supe que dormir sería, si no imposible, muy difícil. Le sugerí que utilizara audífonos. A lo que de mal genio me respondió que no tenía. Después de alrededor de media hora, lo apagó.

Entonces pusieron una película en las pantallas del autobús. Era de esas charadas en las cuales una mujer sensual pelea contra cien hombres armados y no le queda ni un rasguño. Los ruidos de las peleas y disparos interrumpían mi sueño. De repente, aparecía un perro que levantaba a un tipo con su boca y lo hacía girar hasta lanzarlo de proyectil.  Coloqué una de mis dos mascarillas sobre mis ojos, para ocultar la luz de la pantalla.

Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural
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Alrededor de cada diez minutos, alguien sufría de un ataque de toz. En épocas de pandemia, no era tan extraño que la mitad de pasajeros estuviesen enfermos. Las ventanas estaban cerradas. Así que todos respirábamos flemas, que se reciclaban una y otra vez para soplarnos el rostro e introducirse en nuestras fosas nasales. No había manera alguna de librarse. Si una sola persona estaba infectada, todas y todos terminaríamos por infectarnos. Resultaba gracioso el uso de las mascarillas, casi inútil.

Después de unas cinco horas de camino, llegando al cruce a Morales, cercano a la frontera con Honduras, cuando al fin me estaba quedando dormida, alguien me tomó del brazo. Escuché una voz que se dirigía  hacia mí.

Su documento de identificación por favor.

Me bajé la mascarilla que usaba para cubrirme los ojos y vi a un hombre armado con sus botas y traje de militar. De mala gana, le mostré mi documento, como lo hicieron el resto. La mayor parte de pasajeros eran de Honduras. Esta era la ruta que tomaban muchas y muchos en busca de una nueva vida. El cuque obligó a bajarse a varios pasajeros, a pesar de que cada una de las personas portaba su documento.

Apenas unos diez minutos después, el bus se detuvo nuevamente. El alboroto comenzó cuando notaron que el bus se detenía a causa de otro retén, pero cuando uno de los  policías subió, las protestas se apagaron y  las miradas se agacharon ante la brutalidad, ante el abuso de poder. Les obligaban a bajarse del bus para que el resto no fuéramos testigos del saqueo.

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La siguiente vez que el bus se detuvo, la gente empezó a desesperarse. Uno de los pasajeros de la fila de enfrente habló por todas las personas que no se atrevieron.

—             ¿Hay alguna tienda o súper por aquí? Al menos deberían colocar los retenes cerca de una tienda para que podamos comprar cerveza. Además, deberían comunicarse con sus compañeros para no parar al mismo bus, en repetidas ocasiones.

El ritual se repetía cada vez en el mismo orden. Parecía que estábamos trabados en un retén y que nunca llegaríamos a nuestro destino. Pasamos un total de seis retenes. En cada uno de los retenes, robaban a los pasajeros unos cien quetzales por cabeza.

            —Estos cabrones sacaron buen dinero. —Dijo alguno de los pasajeros de atrás.

Algunas personas incluso tuvieron que prestarle a sus amistades o acompañantes para pagarle a los policías. Otros reclamaban haberse quedado sin efectivo para su hotel. Así es como los delincuentes uniformados multiplicaban sus bolsillos, día a día, a costa del trabajo ajeno.

Al llegar a la estación de buses de Santa Elena, el sol empezaba a asomarse en el horizonte. Este era apenas el inicio del tramo de un largo recorrido en el cual aquel hurto era solo un indicio de todo lo que habría que soportar para tener al menos ciertas posibilidades de lograrlo.

 

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