Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural
Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural

Gustavo Sánchez Zepeda

Allá en el claro, cerca del monte
bajo una higuera como un dosel,
hubo una choza donde habitaba
una familia que ya no es.

Salvador Díaz Mirón

 

Nuestro apartamento estaba en el segundo nivel, vivíamos lejos del malecón y a cinco cuadras de la playa, desde el balcón se veía el mar y la brisa vespertina era maravillosa.  Las palmeras de la avenida Salvador Díaz Mirón completaban el paisaje.  En la glorieta, la estatua del poeta con el dedo índice apuntando hacia abajo, observaba imperturbable.

Mi escuela, la José Azueta, estaba en el primer nivel de uno de los edificios del complejo; en el primer nivel de nuestro edificio estaba el supermercado y un pequeño restaurante donde usualmente cenábamos unos frijolitos negros refritos, deliciosos, acompañados de algo más.

Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural
Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural

Esa tarde llegó al apartamento notoriamente molesto, aunque no era esa la emoción precisa.  No, el sentimiento no era de enojo, el rostro lo tenía pálido y descompuesto, los ojos apagados reflejaban una tristeza franca.  Sin darme un beso se dirigió al balcón y se quedó en silencio viendo el atardecer, el celaje rojizo iluminaba el océano.  De la tristeza pasó al dolor, toda la belleza no logró evitar una hilera de lágrimas que dejó rodar en sus mejillas.  Lloraba en silencio, de vez en cuando se escuchaban profundos suspiros; las manos las tenía empuñadas, blancas por la fuerza, la derecha sostenía una carta arrugada.

-Hasta ahora me avisan, no tienen madre, lo escuché murmurar, e inmediatamente después se dirigió a la puerta y, caminando, me dijo:

-Cenas en el restaurante; firmas, no me esperes.  En esa época él pagaba lo que yo firmaba por consumo.  Salió dando un portazo.  Noté que deseaba hablar conmigo pero se arrepintió.  Regresó antes de las diez de la noche, yo lo esperaba dormitando, caí en la profundidad del sueño mientras él lloraba en silencio.

Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural
Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural

Nos vimos al amanecer del día siguiente, seguía triste pero la vida continuaba.  Él se fue a trabajar, yo a estudiar.  La tristeza nos acompañó varios días, ya no lloraba, permanecía en silencio.  Él pensaba que yo no debía saber nada que causara angustia.

Supe la razón de su disgusto dos semanas después, sobre nuestro único sillón estaba El Sol de Veracruz abierto en la sección cultural, encerrado en un enorme círculo de color azul se leía un poema firmado por mi papá, recuerdo el primer verso: No me avisaron a tiempo, madre mía…  Después de la publicación volvió a sonreír.

Así supe que Amalia, mi abuela, había fallecido en la tierra de mi padre.

Artículo anteriorPoema
Artículo siguienteVersos en Color: Poesía Plasmada en Pintura