Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural
Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural

Jairo Alarcón Rodas

Las paredes eran de color celeste, altas, muy altas. Parecía que se salían de la casa. En la parte superior se dejaba ver lo negro del hollín adherido a la superficie lisa que cubría también parte del techo de machihembre. En más de un lugar había una serie de agujeros, producto de recuerdos del pasado. Un clavo por aquí, un clavo por allá y muchos ausentes que no obstante dejaron su huella. Me gustaba observar los moradores de esos pequeños agujeros, de esas cavidades que, con el tiempo, se hacían más grandes. Miraba a las hormigas, a las arañas y en la parte inferior de las paredes, en el marco de las puertas,  el escondrijo de uno que otro grillo. Esas cuatro paredes guardaban innumerables secretos, secretos de generaciones pasadas, de habitantes desconocidos que quizá el tiempo ya había olvidado. Guardaba también nuestros secretos, rasgos de lo sucedido que indudablemente marcó nuestras vidas para siempre.

Sólo bastaba raspar en alguna de sus partes para que de inmediato apareciera toda una serie de colores. Me gustaba raspar esas paredes y, con ello, imaginar lo que representaba cada color. Imaginaba el mundo que a partir de ahí se escenificaba, que en él se guardaba y cobraba vida. No sé con claridad por qué esa habitación era la que poseía la mayor cantidad de capas de pintura, de diferentes tonalidades. Quizá por ser el cuarto que más se ennegrecía, que más sufría el accionar de sus moradores: de nosotros. Lo cierto es que poseía la mayor cantidad de cicatrices y había que cubrirlas.

Ya entrada la noche y muy temprano por las mañanas, era el lugar más frío de la casa. El estar situado al final del corredor podría ser la causa o por sus altas y gruesas paredes, las cuales no permitían que se filtraran los rayos del sol. Acaso era nuestra imaginación, lo cierto era que sentíamos frío. Al menos a esas horas nuestros cuerpos necesitaban calor. Sin embargo, cuando mi mamá iniciaba sus labores de todos los días, el lugar adquiría una calidez sin igual. Y es que la presencia de mi madre llenaba todos los rincones de esa habitación. Entre una infinidad de aromas, el cuarto cobraba vida, ya no era el mismo.

Todas las mañanas, mi mamá colocaba el carbón en las cuatro hornillas del poyo, luego con un trozo de ocote encendía el fuego. Una alta chimenea se alzaba desde el borde de las dos hornillas posteriores, despidiendo el humo que de ahí se originaba. Ahora pienso que con el humo se fueron también muchos de los recuerdos sucedidos en esa casa. La ceniza se acumulaba en el interior de la gran estufa, eran montañas de ceniza gris con minúsculos residuos de carbón. Nos proporcionaba un placer especial llenarnos las manos con ese polvillo. Cómo nos gustaba jugar con esos minúsculos granos, hacer surcos, sumergirnos. Ese era nuestro escondite preferido. Su interior era el paso a otra dimensión, una dimensión que nos trasladaba a un lugar diferente. Me parecía que mi mamá pertenecía a la cocina, que era la parte fundamental de la misma. Se me ocurría que era ahí donde dormía, que nunca salía de esa habitación, que era parte de ella, que no podía existir la una sin la otra.

Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural
Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural

Me gustaba ver cómo mi madre preparaba los alimentos, con qué cuidado, con qué esmero, con cuántos detalles, para ella no había simpleza. Toda comida tenía su secreto, hasta el café con leche. Por ello, en la platera, se encontraba cuanta yerba y especias posibles. Canela, manzanilla, yerbabuena, tomillo, laurel, orégano, pimienta, romero. Sin faltar las trenzas de ajos y la cebolla. Todo le daba un aroma singular, una mezcla de olores, en donde prevalecía la yerbabuena y el romero.

Quizás eso determinó mi gusto por los olores, por esos perfumes de la naturaleza que pasan inadvertidos pero que están ahí, a la espera de que alguno dé cuenta de ellos. Hay aromas que llenan de vida, que transmiten tranquilidad y despiertan toda una serie de sensaciones, emociones y gozo. Particularmente a mí, los olores me transportan a lugares quizás únicamente concebidos en la imaginación. Hay momentos que por breves instantes percibo aromas indescriptibles que me extasían. Sumergido en ellos vivo momentos de intenso placer. Cuando los percibo, me detengo, respiro profundo y lleno mis pulmones, de inmediato recibo un impacto que sensibiliza todo mi ser. Sigo caminando y el olor se esfuma, lo pierdo, presuroso regreso para volverlo a encontrar, retorno sobre mis pasos y ya no lo percibo, regresar en el tiempo y el espacio es imposible, al menos en la lógica de mis movimientos. Y es que, para tener una experiencia de ese tipo, se requiere un determinado espacio y tiempo, abrir una grieta en la vida.

En frascos de vidrio se encontraba el café, el azúcar, la sal y en litros de vidrio, la leche. La cocina tenía una mesa en donde regularmente desayunábamos y los que queríamos comer apartados de los demás ahí lo hacíamos. Era el lugar preferido para conversar sin ser molestados, en donde, con frecuencia, nos reuníamos. Ni la sala ni en nuestros dormitorios podíamos hablar con tanta confianza como ahí lo hacíamos.

Un pequeño foco pendía del techo de la gran cocina, apenas si alumbraba la habitación. Presente tengo los días lluviosos. Recuerdo cómo multitud de gotas caían sobre el techo, creando en nosotros una sensación particular. Los golpes en la lámina antecedían a un olor profundo a tierra mojada que, penetrando por nuestra nariz, de inmediato nos erizaba la piel.  Cómo me gustaba ese olor. En ese lugar tan especial compartíamos parte de lo que éramos y sentíamos. Inconscientemente a ese sitio nuestros pasos se dirigían y, ya todos juntos, participábamos de toda una serie de experiencias. Presentes, con más claridad, recuerdo los días lluviosos, esos en donde las canales se desbordaban, cubriendo el piso con una alfombra de agua. Ahí platicábamos como si ese lugar fuera el más seguro o creyésemos que así lo era. En medio del sonido ensordecedor de los rayos, cualquier tema era importante. La mayoría de las veces temíamos más a los relámpagos que a los estruendos. Y es que el reflejo de esa luz sobre las paredes nos anunciaba que lo que vendría sería grande y nos tapábamos los oídos y nos sobrecogíamos y nos abrazábamos.

Era un ritual escoger las comidas para toda la semana, los sábados y los domingos eran destinados para eso. Planificando, haciendo listas de qué comprar en el mercado, de cuáles serían los ingredientes para cada plato. Si faltaba un ingrediente, la comida se suspendía hasta que se consiguiera. Era tal la perfección que se pretendía que de esa forma se procedía. Detalles, muchos detalles se observaban al interior de la cocina.

La ceniza era la vía al otro lado, por el túnel abandonaba la casa. Desde ese lugar aún escuchaba a mi madre colocando las ollas, las sartenes, las jarrillas en el fuego. Desde ahí podía oler la comida y los recuerdos de todo lo sucedido llegaban a mi mente, y mi corazón latía más deprisa. ¿Será que mi mamá simplemente fue para nosotros nuestra cocinera? o ¿mi madre, en la cocina, representaba el cúmulo de vivencias más sublimes que poseíamos?

Observo a mi familia y encuentro en los rostros de cada uno, la sombra del sufrimiento, del dolor y la angustia de algo latente que, como una sombra, nos persigue. De algo que no puede devolverse a donde se originó.  ¿Qué nos habrá pasado? Han existido atisbos de felicidad, no lo puedo negar. Pero al ponerlos en la balanza, el dolor, el sufrimiento, el infortunio sale ganando. Me escondo, pues no quiero que me miren, aún no alcanzo a comprender de lo que hablan, lo cierto es que me asusto tanto de los gritos. Casi siempre veo sus ojos humedecidos y eso, desde mi pequeñez, me molesta.

No sé por qué la trato tan mal,  si no me ha hecho mal alguno. Me ensaño con ella como si de esa forma vaciara toda la negatividad que me mata y me atormenta. Así comienzo a vivir un poco mientras ella, paulatinamente, muere. Son tantos los recuerdos que me persiguen, tantos los fantasmas que me afligen que por las noches demonios desfilan en mi mente y sobrecogen todo mi ser. Son múltiples imágenes sobrepuestas, sin orden alguno, en donde se reúne el pasado con el presente, donde el porvenir no tiene sentido.

Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural
Imagen La Hora: Cortesía Suplemento Cultural

Ahí me escondo, en ese lugar me siento seguro, aunque a menudo me pongo triste por las cosas que desde ahí me entero. Sigo sin comprender, no obstante, me dan ganas de llevarme a mi madre hacia donde estoy, resguardarla y no devolverla más. Me pregunto, ¿qué pasaría si eso sucediera? ¿Les haría falta? La cocina sigue con sus secretos, con sus aromas y fantasías. La cocina sigue con su puerta de salida.  Ese es el refugio de mi madre, ahí se pone a cortar las cebollas, a picar los ajos, a preparar los alimentos que a diario consumimos.

Muchas veces encontrábamos que la ceniza estaba endurecida, no era tan fina como nos gustaba, posiblemente por la leche derramada cuando mi mamá la ponía a hervir. Otras veces encontrábamos huesos calcinados de pollo, vestigios de las carnes asadas que tanto le gustaban a mi padre.

Hoy, quizá ya no regrese. Ya me cansé de escuchar tantos gritos, tantos golpes y llantos, lo malo es que, aunque no vuelva, seguiré escuchando lo mismo. No es necesario que esté ahí para que eso suceda. Creo que hay algo genético en mí que hace que me comunique con todo lo que sucede en esa casa, algo que me ata. A veces pienso que es mi mamá. Será ella la que propicia esa situación. Puede que sea el canal de comunicación con esa gente, con ese mundo, con lo sucedido. Tal vez si ella ya no estuviera en ese lugar, si ella se fuera conmigo,  cesarían los gritos en mi cabeza, dejaría de escuchar tanto llanto.

Sólo te pido que me comprendas un poco, que seas tolerante. Si no pienso como tú, es porque mis valores son distintos. Pienso más en la trascendencia que en lo meramente superficial. Sabes, he notado que para muchos es importante lo que para mí no lo es y viceversa. Siendo, así las cosas, es imposible que me pueda dar a entender, que puedan comprender lo que quiero y espero de la vida. El lenguaje nos da muchos problemas pues únicamente sirve para que medianamente nos entendamos. Por el contrario, a menudo provoca una serie de malentendidos que dan origen a discusiones innecesarias.

Muchas veces pienso que no deberíamos hablar, que debería existir otra forma de entendernos. Y es que para entendernos a profundidad se requiere más que hablar. Fundamentalmente encontrar un ser que comprenda que el lenguaje es un medio para comunicarnos y que las palabras muchas veces no reflejan la realidad. Además, encontrar la persona o personas que posean nuestros mismos valores. O más bien, que posean la sabiduría para comprender y tolerar lo que a partir de ahí se genere, originando con ello el consenso. Eso es aún más difícil.

Te quiero, aunque tú no lo comprendas. Aunque la dimensión de esa palabra signifique tan poco para ti. Te quiero y ese te quiero lleva incluido toda una serie de experiencias acumuladas, de valores implícitos, de sentimientos encontrados que son difíciles de explicar. Por eso, muchas veces no te lo digo, ya sé que no me vas a entender, simplemente te lo demuestro de la forma que siento pueda agradarte. Sin embargo, casi siempre, también me equivoco. Venir de mundos diferentes genéticamente pueda ser lo más conveniente, pero en cuestión de afinidad, de la búsqueda de una vida común, es lo más riesgoso e inseguro. Es difícil tolerar aquello que nos parece extraño, que nos es ajeno, que no está incluido en nuestra historia.

Quizá la diferencia de historias, posiblemente el miedo a no ser auténticos fue lo que produjo el rompimiento de todo y de nosotros mismos. Me adentro en su interior y me doy cuenta de que lo que él sufrió es lo mismo que estoy sufriendo, con sus diferencias, y que, probablemente, lo mismo les corresponda a los otros. El eterno retorno. Aunque no lo quiera, aunque luche porque no suceda, el mal se extiende sin posible solución, sin posible cura. Ese es el castigo por nuestra inexperiencia. Me digo, para alcanzar la felicidad se requiere más de uno y eso no fue tomado en cuenta.

Agazapado en mi cuarto, paso horas y horas sin salir de mi escondrijo. Para qué salir si aquí tengo todo lo que necesito. Y, es más, mi horizonte se termina a los pies de mi cama. La mayor parte del tiempo la he pasado durmiendo, más creo que dormitando, pues estoy consciente de todo lo que sucede afuera.

Los sueños son casi los mismos, pero hay momentos que puedo hacer de ellos lo que yo quiera: recrear mis fantasías. En otros momentos, cuando estoy más deprimido, son los fantasmas los que invaden mi mente y me angustio y sufro. Quiero despertar y no puedo. Inmóvil intento pellizcarme para volver en mí y por más que lo intente, mi mano no llega a mi brazo. Por momentos voy en caída libre, es una sensación indescriptible en la cual espero, angustioso el desenlace que sé,  es el fin de mi vida. A punto estoy de llegar al suelo cuando escucho:  Ya está lista la comida. El grito familiar de mi madre que me hace volver a la realidad, que me salva de esa pesadilla.

Sentado frente a la mesa, me vuelvo a la pared y pienso: ya es hora de que le cambie de color…

 

Artículo anteriorLa esperanza
Artículo siguienteUsuarios en redes reportan nuevo derrumbe en Libramiento de Chimaltenango