Byron Ponce Segura
Allá en el África del Este, en la subregión conocida como el Cuerno de África, se encuentra Asmara, capital del Estado de Eritrea.
El país se encuentra entre Etiopía y el Mar Rojo (de hecho, Eritrea, un antiguo estado de la federación etíope se liberó de la federación tras una cruenta guerra y la pérdida del territorio eritreo convirtió a Etiopía en un país sin salida al mar). Su territorio es semiárido, por lo que la producción alimentaria es escasa. La diáspora es muy grande y los ciudadanos que se establecieron en Europa y América pagan un impuesto patriótico que sostuvo la guerra y ahora es el soporte de la economía nacional. En 1998, cinco años después de la independencia, los dos países se fueron de nuevo a la guerra. Dos años más tarde inició una precaria y tensa paz. En vez de haber una guerra fría entre los dos países, había una paz caliente, demasiado caliente y hambrienta de presupuesto de defensa como gran prioridad.
Para aquel año la población estimada de Eritrea era de 2.6 millones (y el país mide, redondeando, 121 000 kilómetros cuadrados, un poco más que Guatemala, con sus 108,889). Estimo que veinte años después esa población no ha aumentado mucho, a pesar de que las cifras oficiales sean de 3.75 millones para 2023. Eritrea es uno de los pocos países del mundo que impone estrictas visas de salida a sus habitantes, básicamente para evitar que abandonen el país y particularmente aquellos en el grupo de edad económicamente activa. Actualmente hay importantes colonias de eritreos en varios países del mundo, incluyendo Egipto, Sudán, los Países Bajos, Canadá, Uganda, Noruega, Inglaterra y varios otros. No hay estimados del tamaño de la diáspora, pero se sabe que para 2022 había alrededor de 600 000 personas en calidad de refugiados y solicitantes de asilo en diversos países del mundo.
Llegué al país a pocos días de la navidad del 2003. La misión era para al menos tres años, así que debía alquilar una casa. La tarea de encontrar una residencia con las condiciones necesarias es siempre una aventura y mientras esa incierta búsqueda se realiza, lo normal es que uno viva por un tiempo en algún hotel. Me recomendaron el Sunshine, cerca de la parte céntrica de la pequeña ciudad con casi medio millón de habitantes.
No era mi primera vez en el país, había estado un año antes, pero en misión corta.
En mi primer fin de semana caminé calle abajo desde el hotel y llegué a una plaza que funciona como rotonda de tráfico, o al revés. En el centro tiene un monumento extraordinario: un par de sandalias negras gigantes, caladas, con talón y punta cubiertos. Se ciñen al pie mediante un cincho lateral sujeto a una hebilla metálica. Tienen más o menos 12 metros de largo. Una tiene toda la suela sobre el piso, mientras la otra se levanta del suelo desde la punta y casi a la mitad de su extensión reposa sobre la primera. Las puntas quedan alineadas casi en ángulo recto.
Este monumento representa el sacrificio y el coraje de los combatientes en la lucha por su independencia de Etiopía (1961-1993). Debido a la diferencia de poderío (Etiopía tiene el ejército más grande de todo el continente africano, aunque una guerra civil interna -aparte del frente eritreo- la debilitó), los eritreos no disponían de suficiente equipo militar y, a falta de botas, los soldados calzaron sandalias plásticas fabricadas localmente. El ejército no era regular, estaba formado por civiles volcados a la guerra independentista. Eritrea, antiguo estado federado de Etiopía y un tiempo antes colonia italiana, se alzó en rebeldía desde 1961 hasta 1991, cuando un referéndum les otorgó la independencia, aunque no tendría total efecto hasta 1993. El orgullo de haber derrotado al gigante territorial y militar se convirtió en parte de la identidad nacional, en el fundamento de la nueva nación. Las evocaciones de guerra y las hazañas de sus mártires son parte de la vida diaria. Están en cualquier discurso público, en la música popular, en la educación, en las charlas de café.
Volviendo a mi paseo desde el Sunshine, buscaba un lugar para comer, y frente al monumento de las sandalias descubrí la Pizzería-Restaurante Blue Nile (Nilo Azul). La parte de pizza no me atrajo ese día, pues por toda la ciudad se sirve comida italiana, herencia de la época de colonización (1890 – 1947) que finalizó junto con la Segunda Guerra Mundial. Italia fue de los países perdedores, y sus colonias africanas le fueron arrebatadas. Las potencias ganadoras decidieron que Eritrea fuera un protectorado inglés (1948-1951) y luego la obligaron a federarse con Etiopía por diez años, mientras se fortalecía institucionalmente y se convertía en país. Etiopía no tenía intenciones de devolverle la autonomía y eso causó la guerra de independencia.
Al ingresar al restaurante, vi un salón con seis a ocho mesas redondas para cuatro personas. Más adentro, detrás de una cortina de flecos plásticos, había otro salón, más grande. Me senté en la única mesa libre del primer salón. Al fondo-izquierda, había un bien surtido bar. Quedé a la espera de ser atendido, pero nadie venía hacia mí. Noté que mi mesa no tenía mantel y las otras sí. Sobre las mesas con mantel había algunos refrescos de soda dispuestos en círculo. Luego de algunos minutos llegó un señor vistiendo uniforme de saco corinto y pantalón negro. Se aproximó y me preguntó en inglés si venía solo. Dije que sí, y entonces me invitó a pasar al otro salón. En ese punto comprendí que estaba en una sala de espera y que el restaurante estaba lleno.
Mi guía me condujo a una mesa donde aún estaba sentado un cliente, quien al verme dijo «Ya terminé, solo estoy esperando la cuenta». Recibí el menú, con la parte superior de cada página escrita con caracteres que me parecieron parecidos a los árabes. Estaban en uno de los idiomas nacionales: tigriña. La otra parte del menú estaba en inglés. El acompañante fortuito me explicó que en el ala derecha del salón se sentaban quienes deseaban comida eritrea, y nuestro lado (centro e izquierda) era para servir comida internacional. Le pregunté si la comida era buena, y él dijo sonriendo: «Se esfuerzan bastante». Algunos minutos después se retiró amablemente.
Como lo esperaba, la comida internacional era en su mayoría italiana, aunque había curiosidades árabes y sugestivos platos tailandeses. Ordené comida eritrea con un nombre que olvidé antes del segundo bocado. Cuando quedé solo en la mesa me cambié a otra mesa recién desocupada, para poder observar todo el salón. Noté que en el ala de comida local había mesas de madera, redondas y achaparradas, no mayores que una pizza familiar. Cada mesa tenía tres patas. En un nivel inferior tenían otro círculo de madera con agujeros para colocar envases de refrescos, o vasos, pues la parte superior es exclusivamente para la comida. Alrededor de la mesa, chaparras sillas cuadradas, con un respaldo muy pequeño, elíptico. Sobre las mesas había un solo plato de aluminio o peltre ocupando la circunferencia completa. Los clientes tomaban la comida con la mano de un plato común, en silencio.
El hombre que me asignó la mesa circulaba por el salón, preguntando amablemente a todos si estaban satisfechos. Las mesas eran atendidas por mujeres. Unas vestían el mismo uniforme del mayordomo, y otras llevaban largos y vueludos vestidos de hilos de algodón muy blanco. Percibí en todo esto un contraste interesante. El sistema de sala de espera, división interior, mayordomo y asistentes sugería que aquel era un lugar exclusivo y elegante, mientras que el edificio y el estado del mobiliario no decían lo mismo. Además, el hábito de colocar en la misma mesa a personas que llegaban por separado (el mayordomo llevó un desconocido a mi mesa después de que ordené mi plato) me inclinó a pensar que, según mis costumbres, aquel no era un lugar de lujo. Todo era un poco confuso.
El agua mineral gasificada (común en Italia y en otras partes de Europa) es envasada en botellas de vidrio café obscuro con capacidad de un litro. Tiene poco gas y es muy agradable al paladar. Saborear sorbo a sorbo el primer vaso permite digerir la espera por la comida. Durante los 20 minutos que esperé, mi nuevo acompañante evitó charla y cualquier contacto visual, lo que me quedó como traje de cucurucho en viernes santo.
La comida llegó en un plato de aluminio como los ya descritos (luego servirían en las mesas vecinas platos aún mayores, siempre uno por mesa o familia). Todo el fondo del plato era ocupado por una gran njera (pronunciado más o menos «enyira»), equivalente a la tortilla o pan eritreo. Su apariencia es como la de un gigantesco pedazo redondo de panza de res con la parte rugosa hacia arriba. El color era beige claro. La njera sobrepasaba por unas dos pulgadas el tamaño del plato (debía caber en la mesa el plato de mi fortuito acompañante), así que tenía el contorno doblado hacia adentro. Lo que me hizo pensar que no era panza fue su gran tamaño y delgadez, apenas mayor a la de una tortilla de trigo.
La tortilla eritrea se prepara con harina semifermentada. La base es de un grano negro y pequeñísimo llamado Teff (apenas un poco más grande que los granos de chía) y se complementa con sorgo y otros granos. El sabor es parecido al de una tortilla de trigo que se hubiera sumergido por un tiempo en jugo de limón semifermentado. Me pareció un sabor tolerantemente agriácido. En el centro de la enorme tortilla había media esfera de carne finamente molida y cocinada en salsa de tomate y especias. Sobre la tortilla venían dos platos del tamaño de la boca de una tasa. Uno tenía requesón o queso ricota, y el otro chile rojo en polvo. No me llevaron cubiertos, apenas una cuchara pequeña que, imaginé, sería para servir chile y queso. Pensé que no conseguiría comer aquel extraño e intimidante plato de comida.
Una de las mujeres llegó con una jarra de peltre blanco con capacidad de unos cuatro litros, un jabón, una palangana y una pequeña toalla. Yo puse las manos para recibir un chorro de agua de la jarra, luego me lavé con jabón y finalizó la tarea con el secado de manos.
A mi acompañante le sirvieron una sopa espesa, seguida por un plato que contenía dos pedazos grandes y apetitosos de —supongo— filete de pescado empanizado, ensalada de ejotes y otras verduras en trozos pequeños escoltados por espinaca cocida. Me pareció un plato italiano. A él sí le llevaron cubiertos.
Comí despacio, intentando reconocer o asociar los distintos sabores y cuidando de no mancharme más que las puntas de los dedos. No conseguí terminar la tremenda tortilla, pero heroicamente acabé con toda la orilla doblada y un poco más. La carne tenía muy buen sabor, pero estaba bastante condimentada y su sabor permanecía en distintas zonas de mi lengua pese a que tomaba agua despacio y saboreando cada trago. Luego pedí té, que me sirvieron en un pequeño vaso de vidrio transparente, tal como se bebe en este país y en muchos países árabes. El vaso se coloca sobre platos de porcelana.
Pagué mi cuenta: cuarenticinco nakfas, o aproximadamente dos dólares y medio. La aventura de sabor resultó muy barata y la experiencia cultural, gratis. Al salir del restaurante, el mayordomo me despidió amablemente, haciendo la invitación para que volviera pronto. Al cruzar la puerta recordé y comprendí lo que mi primer compañero de mesa había dicho: «Se esfuerzan bastante». También recordé lo que había leído en un par de reportes: «Los eritreos son gente disciplinada y laboriosa, orgullosa y nacionalista, son buenos trabajadores, aunque carezcan de educación; a veces sus modales parecen bruscos».
Es curioso que estas gentes sencillas y con poca educación hablan hasta cuatro idiomas. En casa aprenden su lengua tribal (como tigre, afar o dahlik). En la escuela aprenden la lengua franca, el tigriña. Los que son musulmanes también aprenden árabe. Algunos eritreos lo necesitan para comunicarse con algunas personas de la costa o con sus vecinos de Sudán y también de Yemen, al otro lado del Mar Rojo, con quienes tienen un poco de comercio. A partir de la escuela secundaria, la educación incluye inglés. A pesar del tiempo transcurrido desde la colonización, el italiano sigue teniendo mucha influencia y es hablado habitualmente por los más viejos, quienes vivieron la época colonial. A propósito, el mayordomo del restaurante, que ha de ganar aproximadamente treinta dólares mensuales, atendía a su clientela al menos en inglés, italiano y tigriña.
Mientras cruzaba la calle hacia el monumento para luego bordearlo, cuatro niñas de entre seis y diez años se me acercaron y caminaron junto a mí por algunos metros. Con voces angelicales cantaban una canción que sonaba muy tierna. Una de ellas tocaba un pequeño tambor, mientras las otras marcaban el ritmo con las palmas. Con los dedos pulgares e índices sostenían monedas que les habían regalado. Me alejé fascinado por la dulce interpretación y con un pequeño cargo de conciencia, pues pienso que dar limosna a niños es condenarlos por el resto de sus vidas al mismo tipo de vida. Más tarde comprendí que el orgullo eritreo no permitiría que hubiera niños en la calle pidiendo limosna y que aquella vez había sido una excepción porque se trataba de una celebración tradicional. Salir a pedir limosna no es una práctica aceptada y seguramente sería hasta penada por la ley, más si se pedía a algún extranjero. Con el correr de mi estancia comprendería que el orgullo se sobrepone sin mayor resistencia a la más ingente necesidad.
Una semana después salí de nuevo sin rumbo definido. Aprovechando la frescura de las diez de la mañana llegué por segunda vez al monumento de las sandalias y luego doblé a mi derecha, calle arriba. Pronto estaba en la avenida Independencia, el centro de actividad peatonal, el comercio y la tertulia capitalina. Entre tiendas diversas había un toque repetitivo: el de los café-bar en la más pura tradición italiana. Toda la avenida Independencia está flanqueada por altas y frondosas palmeras. Me parecían palmeras con cabello vegetal estilo afro. Son muy parecidas a las palmeras canarias. Luego de fotografiar la imponente catedral copta de innegable influencia arquitectónica italiana, tomé una calle perpendicular hacia la magnífica mezquita musulmana. Allí vi venir en sentido contrario a un grupo de niños sonriendo alborotadamente.
Luego de tomar tres o cuatro fotografías de la mezquita por aquello de que el encuadre no fuese bueno, la luz no fuera apropiada o la distancia resultara insuficiente, retorné a la avenida Independencia y tomé su curso abajo. Un par de calles después, encontré al grupo de niños saltando para alcanzar y meter medio cuerpo en los contenedores de basura, cajones como de un metro y medio cúbico. A pesar de ser este uno de los países más pobres del mundo, no vi gente escarbando la basura en busca de comida, como sí lo he visto en Italia o hasta en los Estados Unidos. Decidí observar qué hacían en realidad aquellos traviesos, pero se retiraron sin sacar algo. Cuando la avenida se bifurca y una rama desciende hacia el monumento de las sandalias gigantes, los niños se separaron y un grupo de cuatro continuó por mi ruta.
De pronto, su alegría fue grande al encontrar dos envases de agua mineral de litro y medio cada uno. Mientras imaginaba distintos usos prácticos que podrían dar a los envases, ellos se separaron en dos grupos, quedando uno sobre el arriate central y el otro sobre la banqueta peatonal. Entonces principió su juego: lanzaban una botella de lado a lado y al ras del suelo cuando pasaba algún vehículo. Uno de sus intentos fructificó, y la botella llegó con precisión a la cita con la llanta trasera de un automóvil. La compresión la hizo explotar ruidosamente, perturbando la tranquilidad de la calle. Los transeúntes voltearon sorprendidos al lugar donde se había originado el ruido, y al no ver nada extraordinario, continuaron su camino. Los niños celebraron a carcajada abierta su puntería, no sin antes sentarse por un momento para aparentar que no tenían que ver con el asunto.
Dos calles más abajo se me acercó un grupo de cuatro sonrientes niñas, ofreciéndome una fresa que parecía muy apetitosa pero que era plástica. Decidí seguirles el juego, y al tomar la fresa, ellas reían a carcajadas y decían cosas mientras yo me hacía el sorprendido con su travesura. Me dio gusto hacerlas reír de manera tan fuerte y suelta con aquella bobería. Tan solo unos metros más abajo, dos niños me detuvieron y se pusieron a hacer acrobacia para que les tomara una fotografía. En este punto quedó confirmado que un niño solo es un riesgo, dos son una amenaza y tres o más un atentado, para felicidad de ellos y regocijo del alma.
Asmara no es la típica ciudad africana. Para principiar, su arquitectura y paisajes urbanos evocan la arquitectura italiana. No hay población nativa blanca, aunque es un país multiétnico. Imagine que está en busca de una dirección, en la esquina ve un abuelo y decide preguntar. Le serviría más hablar italiano que inglés para encontrar su camino. Los africanos de aquella zona tienen narices aguileñas o angostas y labios delgados. El rey Salomón podría hacernos mejores caracterizaciones a partir de la reina de Saba. Si quien lee esto es mujer y además feminista, debería saber quién es Waris Dirie. La menciono porque el rostro de Waris (mujer cusita y somalí) se explica mucho mejor que mis descripciones. Volveremos más adelante con Waris y luego con los cusitas.
Mencioné que antes de mudarme a Eritrea había ido por un breve tiempo. Aparte de ser un mundo totalmente nuevo donde todo podía impresionarme (hasta un restaurante de tercer mundo con salón de espera y personal multilingüe), mi corazón sintió un arraigo profundo con esas tierras. Yo deseaba estar allá, disfrutaba de ello y sentía un fuerte impulso por dejar mi mejor contribución. Pero no podía explicar el porqué de aquel apego. Descubrirlo fue casi una epifanía.
La ciudad de Asmara está a 2,200 metros de altitud. Eso hace que su clima sea benigno, aunque sus aires secos y calientes que ascienden desde las planicies costeras pueden hacer que haga un poco de calor. Toda la zona que da forma al Mar Rojo es árida y cálida. Los meses fríos y tibios son muy gratos, acogedores. La época de calor me resultaba menos agradable, pero no había necesidad de aires acondicionados. Eso sí, el ambiente seco podía castigar la piel y era necesario hidratarla para que no se pusiera como las fotografías aquellas donde la tierra está rajada por causa de las sequías.
Llueve muy poco y por solo tres a cuatro meses al año. Caerán unos 300 milímetros anuales. Eso hace que su producción alimentaria sea escasa y que la productividad sea baja. Por ejemplo, en aquella altitud apenas alcanzaban a producir entre siete y diez quintales de maíz por manzana. En las mejores tierras. Su alimento principal es la njera y el cereal de donde la obtienen, el teff, se cultiva en tierras altas. Por costo, no por preferencia, lo mezclan con sorgo o maicillo para que abunde más. Comen vegetales y tienen algunas empresas que invierten en producción hortofrutícola. Las papayas son pequeñitas y, maduras o no, la cáscara es verde. El sabor es exquisito. También es muy común el cultivo y consumo de frutos de opuntia (o tunas). Estos fueron una selección de material genético que los italianos introdujeron al país para aprovechar las tierras semiáridas. En lenguaje local se llaman beles y en época de cosecha las venden por las calles. Es impresionante ver que, si uno pide que las pelen, colocan el espinoso fruto sobre una mano y con un cuchillo en la otra le hacen un corte para despojarla de la cáscara como quien se quita un abrigo. Luego se arrancan las espinas una por una.
Hay pastores de cabras y de ovejas, y estas son parte de la tradición alimentaria. Llegué a disfrutar tanto la comida tradicional que cuando he tenido la oportunidad de viajar a los Estados Unidos y a Canadá, parte importante de mi estancia ha sido la búsqueda de algún restaurante etíope o eritreo. Los encontré en Washington y en Toronto, lugares con buena acogida para los migrantes de aquellas tierras. También lo he encontrado en Roma, aunque nunca será lo mismo que la comida preparada por nuestra increíble asistente, Saba, por la propietaria de la casa que terminé rentando o por los cocineros del hotel Sunshine.
Como en todas partes, la cultura general ofrece rasgos característicos, si bien no se puede generalizar. Ya mencioné que el orgullo es cultura nacional porque lo que tienen les ha costado mucho y a muchos les ha costado todo. El orgullo es bueno para sostener la dignidad, aunque a veces no nos permita admitir nuestros errores. Me gustaban los eritreos porque no se dejaban pisotear, aunque a veces les costara usar palabras como gracias, por favor y perdón.
En toda esa parte de África las personas no recurren a la pasta de dientes para su limpieza bucal. Sin embargo, sus dentaduras son de un blanco impresionante. El secreto es que utilizan un árbol llamado arac (Salvadora pérsica) que produce fluoruro y lo almacena en sus ramas tiernas. Si se toma una rama delgada y se le muerde la punta, poco a poco se formará una pequeña brocha. Al frotarla contra los dientes libera el fluoruro, con los resultados conocidos. Muchas personas van por la calle con la ramita en la mano, limpiando sus dientes. No es mal visto y es muy efectivo. En otras partes del continente lo mezclan con ceniza.
Las personas que conocí eran muy generosas y solidarias. La honradez es otro de los valores más fuertes de aquella sociedad. Se puede dejar las puertas abiertas que nadie va a entrar a robar algo. Se podía caminar por cualquier calle, a cualquier hora del día o de la noche, sin que hubiera que preocuparse por ser asaltado o molestado. Los valores comunitarios son muy importantes. En una ocasión saqué el auto y dejé el portón abierto mientras iba por alguna cosa. Casualmente pasaba por ahí una anciana desconocida, que detuvo su marcha y cerró el portón. En otra oportunidad, frente a mi casa, hubo una pelea de niños. Yo estaba en la tienda de enfrente y vi cuando pasó una anciana y se metió en la molotera. Le pegó sus coscorrones a los belicosos, tomó a los dos principales por las orejas y se los llevó unos metros para luego soltarlos y ordenarles irse para su casa. Yo pensé que era la abuelita o la madre de alguno de ellos. El señor de la tienda me dijo que conocía a los niños y a sus familias, y que la señora no era del barrio, solo pasaba por allí. Luego me explicó algo que todavía me pone un nudo en la garganta: «Aquí los niños son de todos. Todos los cuidamos, todos los protegemos y todos los disciplinamos de ser necesario». En aquel día imaginé lo que hacer eso significaría en Guatemala. Inmediatamente saldrían las familias a insultar y golpear a la vieja abusiva y le ordenarían que no se meta en lo que no le importa. Y es que solo nosotros (los miembros de la familia nuclear) tenemos el derecho de maltratar, de malcriar, de descuidar y de traumatizar a nuestros hijos. No sabemos ni cómo hablarles de sexo y de reproducción, pero si escuchamos de planes educativos diseñados por profesionales para ayudar a la niñez desconcertada en esos temas, entonces somos antiglobalistas, antiestatistas, amantes de la libertad, profamilia, soberanos y otras linduras. Nuestro fallo no está en un botón mal puesto sino en el tablero de circuitos. Cambiar nuestra manera de pensar casi llevará generaciones porque en esos temas no sabemos que no sabemos ni entendemos que no entendemos.
Llegó el momento de imaginarnos en una calle vanguardista, por tener un semáforo. Imaginen que estamos en un auto, esperando que nos dé verde. Por el retrovisor vemos una carreta de bueyes cargada de cosas, quizá por una mudanza de hogar. Casi no hay tráfico, estamos en rojo, pero no hay carros circulando por el verde. ¡Eureka! ¡Asmara era lo más parecido que podía encontrar en tiempo presente a la ciudad de Guatemala en tiempo pasado, en la época en que nací!
¿Pueden imaginarlo? Regresar en el tiempo a la época en la que nacimos para recorrer las calles y platicar con las personas. Solo en momentos de imaginación desbordada pero inevitablemente desorientada. Helo ahí: mi subconsciente y mi memoria del otro lado de la luna dándose gusto con la bombita de hormonas de la felicidad. En aquel preciso momento, cuando vi la carreta de bueyes por el retrovisor, pude conectar muchos puntos sueltos y hacer el dibujito que me explicaba el apego que sentía por aquella ciudad y por aquella gente y sus valores (historias de orgullo aparte).