Nicté Serra

Nunca comprenderé por qué me trajeron a vivir con ellos, si yo estaba muy a gusto en la residencia. Que no sea tan anciana como la mayoría de mis compañeras no era problema. Me entretenía siendo la chica, la joven, la alegre, la que sabe hacer uso de la Tablet, del reproductor de sonido. La que conoce a los músicos del siglo XXI. Allá yo era una celebridad, caramba.

Cuando cumplí sesenta y dos, el año pasado, adiviné que el pastel era de chocolate sin siquiera verlo. Ana pasó a la residencia a dejarlo para que me cantaran mis amigas y sus novios. Aunque están un poco feos, los novios de la residencia entretienen con sus charlas y discusiones. Hay artistas, políticos, inventores, hay hasta héroes de guerra, son tan interesantes. Ellos viven en el Ala Este, las chicas, en el Ala Oeste. Compartíamos comedor y salón de actividades. Ese día, el de mi cumpleaños sesenta y dos, Mercedes se le declaró a Felipe. Ella estaba muy guapa, se puso labial y rubor, y lució una falda de flores muy vistosa. También llevaba flores en el cabello. Mercedes tiene setenta o noventa, no lo sé con exactitud. Depende de cómo amanece. Felipe parece de más de cien, pero aceptó la declaración de amor. Fue muy alegre mi celebración de cumpleaños. Cumplía sesenta y dos.

Ese día, Ana estrenaba esta relación que no me huele bien. Carlos se llama. Debía recogerlo en el aeropuerto. Por eso no estuvo en mi fiesta, pero volvió al día siguiente cargada de obsequios. El que menos me gustó fue el novio este, Carlos. Llegó a presentármelo, me parece. Ese día fue la primera vez que lo olí.

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Diseño La Hora

No más entrar en mi habitación, Ana dibujó un nudo con nariz y boca.
—Aquí apesta, huele muy mal— dijo con espanto. —Oye, Mami, dime con confianza ¿te hiciste pipí? ¿Te sucede a menudo?

—¡Cómo crees! Jamás en mis sesenta años me he orinado encima. Quien va por ahí orinándose todo el día es Ofelia, mi enfermera. No es de fiar, te digo. La ves toda pulcra y amorosa, pero oculta malos deseos, malas mañas, sin mencionar el pipí en el calzón.
Mi Ana nació con olfato canino. Es tan joven y ha olido lo peor del mundo, desde caca hasta muertos. Una habilidad que lamento haberle heredado, también yo huelo a un kilómetro un rico perfume o una mala salsa o un buen marido.

Justo entraba Ofelia, me escuchó. Lo sé porque la muy descarada guiñó un ojo a Ana, como si yo no supiera qué tramaba. Pobre Ana. Se creía todo lo que contaba Ofelia: que yo no comía suficiente, que lloraba continuamente, que me resistía a la hora de los medicamentos, que discutía por la televisión, que me gustaba comer pegamento en la sala de manualidades. Ofelia no tenía límites a la hora de calumniarme

En una ocasión, llegó a contarle que me tiré de las greñas con Pilar. No debió. Era una verdad a medias. Discutimos, nos arañamos el rostro y los brazos, pero de greñas nada. Ella no tiene ya cabello. Pilar era un peligro. Primero me despojó de mi sitio frente al televisor. Luego se comió mi gelatina. Para colmo de males, le coqueteaba a Pablo, la muy lambiscona. Pablo, estoy segura, se había enamorado de mí. Me sonreía con una dulzura que no prodigaba a las demás. Se sentaba a mi lado para ver la novela. Quería conmigo, si hasta Mercedes lo notó. Nunca me habló, es que era muy tímido Pablo. Y olía maravilloso. Yo estaba resuelta a iniciar la importante conversación. Pero, por desgracia, murió antes. Lo triste que me puse. Cuando se lo expliqué, Ana solo sonreía con la otra dulzura, una de la que no me fío. Me veía llorar con esos ojos extraños, como si exagerara, como si yo fuera una niña o una adolescente. Lo que es peor, me veía como si los buenos hombres abundaran. De eso nada.

Como sea, unos meses después me fueron a traer. Quizás fue por lo del pleito con Pilar o porque armé trifulca cuando nadie me creía que Ofelia me envenenaba. Tal vez se enojaron porque saqué las zanahorias del huerto antes de tiempo. No sé. Me trajeron a vivir a su departamento sin preguntar. Resulta que mi hija se mudó con el novio ese, se llama Carlos. Casi ni lo conocía y más pronto que rápido él la atrapó, sabrá nadie con qué mañas.

Ella me repite que Carlos ha sido su pareja durante quince años. Cree, mi hermosa hija, que me engaña. Yo a este no lo conocía. Sin mencionar que tampoco me gusta cómo huele.

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Ana insiste en algunas necedades imposibles. Pero no importa, sin ayuda, una debe tomar sus propias medidas. Telefoneé a la residencia de nuevo. Mi móvil lo tiene en los números favoritos. En esta ocasión, tuve suerte. Respondió Carmen, una recepcionista que sí me conoce. Me dijo que con mucho gusto me reciben de vuelta, que mi habitación está ocupada por una nueva residente, pero que hay otras muy bonitas. Me confesó que me extrañan. Empaqué una maleta con todo lo necesario. Está oculta debajo de mi cama, tendré que llamar un taxi, sin duda. Ni Ana ni ese hombre me llevarán.

Aquí me aburro todo el día. La enfermera, como si necesitara yo tal cosa en un lugar tan pequeño, casi no conversa. Está siempre viendo su móvil o la televisión. Me da la Tablet. A mí este aparato me gusta usarlo si estoy con mis amigas. Ellas admiran cómo lo manejo. Vemos videos de hombres guapos bailando, fotografías en blanco y negro, escuchamos música de Agustín Lara o de Chayanne. A solas, jugar con la Tablet no tiene sentido, es aburridísimo.

Huele bien la enfermera, lo admito.

Ana viene entrando. La enfermera se despedirá en breve, por fortuna.
—¿Cómo estás, madre? ¿Te divertiste? —Ana no tiene idea de lo que siento, menos de lo que es diversión.

—Por supuesto que no. Te lo he dicho mil veces, devuélveme a la residencia. Aquí no hay gelatina en forma de campanita. No están mis amigas. No hay huerto para mis zanahorias, tampoco veo chicos.

Ana pone los ojos en blanco y por si fuera poco, se ríe de mí.

—Madre, te lo he explicado mil veces. Nos mudamos de ciudad. Aquí no he encontrado un sitio apropiado. Ten paciencia —miente Ana.

—Hoy hablé con Carmen. Me esperan, Mija. Te lo ruego, necesito volver. Mercedes, Mija, está solita. Ella sin mí se pone muy triste, no puede armar el rompecabezas, tampoco hacerse los rulos, Mija…

No termino de explicar a Ana las dificultades de Mercedes. Entra el hombre este y me interrumpe. Me trata con cariño sospechoso, para colmo.

—Suegrita, Merceditas hace mucho que ya no está con nosotros. Ya descansa, recordémoslo. Pero estamos contentos, ¿no es así? ¿Quién cumple años muy pronto? —pregunta Carlos.

A veces, muy pocas veces, me cae bien. Es que a veces es dulce y trae flores para Ana. A veces.

Hoy huele muy rico. Después de abrazar a Ana coloca un buen beso en mi mejilla.
—¡Dígame, pues, Suegrita! ¿Quién va cumplir años pronto? —vuelve a preguntar.
—¿Mi cumpleaños? Por supuesto. ¡Ay no! Esta cabeza mía. Tengo que llamar a las chicas. Organizar con ellas la fiesta, Mercedes no me perdonará si no la llamo para discutir los preparativos, de los vestidos, de los chicos a los que invitaremos. ¿Tendrá zapatos adecuados?

¡Tanto qué hacer, Mija! Mercedes siempre ha dicho que tengo suerte. Después de todo, no cualquiera cumple sesenta y uno con un cutis y una cabellera como los míos. Ana, llévame a la peluquería pasado mañana. Luego iremos a la residencia. Ahí será mi fiesta. ¿Dónde más?

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