Foto La Hora/Suplemento Cultural

Byron Ponce Segura

Y entonces la vi. Es decir que la noté. Y el tiempo voló hacia atrás igual que lo hacen las páginas de un libro voluminoso cuando lo tomamos por una esquina y con presión del dedo pulgar hacemos que todas sus páginas pasen por nuestra retina una por una, pero a toda velocidad.

En una tarde calurosa pero llena de brisa en La Habana, hará unos cinco años, quedé congelado por la visión de una chica de falda corta. Ella caminó unos diez metros y mi mente fue lanzada cuando menos unos cincuenta años atrás.

Tanto hacía sin ver una mujer caminando por la calle y con sus las caderas marcando el ritmo a los hombros, los pies y la cabeza. ¡Ah, criatura sensual! ¿Qué pasó con las mujeres de mi niñez y adolescencia que caminaban por la calle hipnotizando a quienes las veían pasar? ¿A dónde habrá ido la elegancia sensual, fina, divina, de su bamboleo? No eran modelos ni divas. No había requisito físico. Eran mujeres regulares recorriendo hasta con cierta soberbia una larga e imaginaria pasarela para reinas coronadas. No sé cómo ni cuándo desapareció aquello. Culparán al machismo, a la violencia. ¡Qué se yo! La coquetería cambió de formas y de argumentos.

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El regreso en el tiempo me llevó hasta Luchi, la novia de un amigo. La recordé atravesando la calzada Roosevelt de la capital guatemalteca en su parte más ancha, frente a un antiguo cine cerca del Trébol. Pasó de la zona 11 a la zona 7. Como si no hubiera circulación de vehículos (aunque hay que decir que eran muy pocos comparados con lo de ahora), Luchi fue de acera a acera con su embrujante movimiento de caderas y la seguridad de quien atraviesa un túnel aéreo exclusivo para peatones. Por miedo mi amigo corrió y ella lo dejó ir solo. En la orilla yo observaba medio en pánico a los carros que se aproximaban y hacía cálculos mentales de distancia y velocidad para estimar el sitio y momento del ineludible impacto en el cuerpo de Luchi. Pero ella usaba otro algoritmo, uno que no se basaba en la física sino en la química.

Los autos disminuyeron poco a poco la velocidad, lo suficiente para admirar a la muchacha sin tener que detener la marcha. Llegó al otro lado resuelta y tranquila, sin haber variado su cadencioso paso en ningún momento, y reprendió a su valiente macho protector con un suave golpe en la cabeza. Volteó y con cara de pícaro orgullo movió su mano derecha para despedirse de mí. Nunca la volví a ver, aunque mi amigo, presumido, habló de su novia durante varios meses más.

La sorpresiva visión en la Habana también me hizo recordar a Betty, una chica de mi vecindario; sería quizá uno o dos años menor que yo. Eran tiempos setenteros, estaba en el inicio de mi adolescencia, pero las chicas maduran física y mentalmente un poco antes que los muchachos. La moda de la minifalda se había instalado. Ella andaba sola o con sus hermanas y nunca supe que tuviera novio.

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El paso de Betty era arte en movimiento. Los chicos jugábamos futbol en la calle de tierra, pero si alguien gritaba «Ahí viene Betty», el partido se detenía inmediatamente. Despeinados, sucios, sudados, con los rostros enrojecidos por el ejercicio, corríamos para sentarnos en la acera norte (ella siempre pasaba por la parte sur) y no hacíamos más que verla pasar. No había griterío, no se decían groserías, no había comentarios post factum. Ella no saludaba a nadie, solo pasaba deteniendo el tiempo con su bamboleo.

No se despertaba en mí ninguna pasión sexual, ninguna lascivia. Apenas se sacudía levemente un programa genético más viejo que los mares antiguos. Aquel caminar cautivante me hace hoy recordar a Federico García Lorca:

«La poesía es algo que anda por las calles.
Que se mueve, que pasa a nuestro lado.
Todas las cosas tienen su misterio,
y la poesía es el misterio
que tienen todas las cosas
Se pasa junto a un hombre, se mira a una mujer,
se adivina la marcha oblicua de un perro,
y en cada uno de estos objetos humanos está la poesía.
Por eso yo no concibo la poesía como una abstracción,
sino como una cosa real,
existente, que ha pasado junto a mí».

Me encantaba su caminar y la respetaba como buena chica y amiga. Ella era una adolescente alegre, inteligente y sencilla, hermosa, sin aires de grandeza. Apenas despuntaba su natural coquetería. Quizá ni siquiera era consciente de su belleza y embrujo. Recuerdo que como con estudiado descuido, Betty colocaba su pulgar derecho un poco debajo de la cadera y su mano bailaba como un abanico acompañando el movimiento de la pierna cuando se movía hacia adelante. Caminaba sin un gesto de más, sin presunción ni asomo de vulgaridad, con la normalidad con que los botones florales revientan al toque de un rayo de sol. Al menos así la veía en mi mundo. Por aquellos tiempos me enamoré, como tenía que ser a mi edad, pero no de Betty.

Tampoco sé qué fue de ella. Apenas un par de cosas sobre sus hermanas mayores. Me encantaría encontrarla. Recordar aquellos tiempos y preguntarle por sus pasadas enfrente de aquellos muchachos llenos de energía desbordante que se desactivaban y tomaban asiento como bobos solo para verla pasar.

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