Fatalidad

Carlos Barranco

Primer lugar en la rama de prosa de los Juegos Florales de la Ciudad de Escuintla

El golpe emocional que recibió Chepe Teletor fue tan brutal e inesperado, que sintió que se le nublaba la vista. De hecho, estuvo a punto de desmayarse. Y en segundos, pasaron por su mente importantes momentos de su vida. Resistió el trauma por su juventud y el rígido adiestramiento que recibió en la Academia con sesiones cotidianas de ejercicio físico, emocional y mental.

Pensó en su familia: en don Agapito, un hombre decente, trabajador y honrado, que por haber nacido pobre en una aldea del llamado “corredor seco”, desde que emigró a la capital, vivió con limitaciones y sacrificios con lo poco que ganaba como peón de albañilería… en su mamá, una señora hacendosa y humilde que sufría la pobreza con el silencio resignado que heredó de sus ancestros y seguía vistiendo orgullosa su tradicional “corte” pocomán y en su hermano menor, Juan José, que siempre fue un patojo desobediente, malcriado y haragán.

Chepe –así le decían a José Juan- terminó la primaria con buenos resultados. Y su hermano Juan José – al que todos le decían Juanjo- ni siquiera terminó el cuarto año porque le gustaba irse de “capiuza” y al final dijo que ya no seguiría estudiando. Que quería trabajar para ganar dinero para salir de pobre. Que iba a trabajar como aprendiz en un taller de mecánica que había cerca de la casa. Que él sabía lo que hacía. Y tenía apenas doce años.

Cuando Juanjo empezó “a trabajar” empezó a regresar a su casa hasta la noche. Y al poco tiempo ya no regresó ni para dormir. Aunque Chepe le pidió varias veces que cambiara su actitud, “Juanjo” no le hizo caso. Y al final todos fueron aceptando la realidad. Doña Tencha se bebía en silencio el dolor que la actitud de su hijo le causaba. De vez en cuando los ojos se le iluminaban porque “el Juanjo” se había aparecido por la casa alguna tarde… hasta que, sin poder precisar cuándo, ya no lo volvieron a ver ni por casualidad.

Chepe le puso todas las ganas al estudio. Sabía que si salía bien en sus clases y “sacaba” su cartón de Bachiller, podría encontrar un buen empleo y al empezar a trabajar podría ayudar a sus papás. Y el mismo año que cumplió “los 18” se graduó de Bachiller y se inscribió en la Academia de la Policía Nacional Civil.

…Sus compañeros estaban en sus respectivas tareas. Levantando evidencias. Escribiendo informes. Haciendo un croquis del lugar. Comunicándose con algún mando superior.  Él, mientras tanto, seguía sentado en la segunda grada de la escalera que conducía al segundo nivel, “como ido de la mente”. Parecía indiferente a lo que estaba pasando. Con manos temblorosas se rascaba la cabeza o se limpiaba alguna lágrima furtiva. Seguía fuera de la realidad. La saliva se le quedaba atorada en la garganta. Estaba desesperado. ¿Qué había pasado…? ¿Cómo llegó a este lugar…? ¿Qué hacía sentado en la grada de la escalera en una semi-oscura habitación desconocida…?

 Poco a poco empezó a recordar: después de su graduación y ya como “el oficial José Juan Teletor” lo asignaron a la Subestación de una colonia marginal, en una de las zonas más peligrosas de la capital. Y esa tarde-noche se encontraba de servicio. Lo acompañaban Licho, su “pareja” y el piloto del auto-patrulla 522. Estaban realizando un patrullaje reglamentario. Iban tranquilos, hablando de trivialidades pero con los cinco sentidos concentrados en su responsabilidad.

 Como a las seis de la tarde, se les ordenó por radio, ir a una dirección cercana, en apoyo de otros policías que habían ubicado a unos maleantes que, en una casa desocupada, de dos niveles, tenían secuestrada a una jovencita por la que estaban exigiendo un elevado rescate. Debían tratar de liberarla, sin ponerla en peligro. Al llegar, hicieron un rápido análisis de la situación con los que ya estaban en el lugar: entrar por el techo alertaría a los delincuentes y hacerlo desde una de las casas vecinas pondría en peligro a sus habitantes. Decidieron entrar por la puerta principal destruyendo a balazos la chapa. Tomando las precauciones necesarias, así lo hicieron con rapidez y eficiencia. Cuatro de ellos incluyendo a Chepe, ingresaron al primer nivel. Y los otros dos se quedaron afuera de la casa como seguridad perimetral. Y allí fue cuando ardió Troya…

Los delincuentes, desde algún lugar en el segundo nivel, iniciaron una balacera para tratar de eliminar a los agentes y así, al lograr romper el cerco poder escapar. Los policías respondieron al ataque con fuego intenso. Ambos bandos se resguardaban como podían para no presentar un blanco fácil. Por la oscuridad reinante nadie disparaba contra un objetivo preciso, sino hacia el lugar donde se miraban los fogonazos o se escuchaban las detonaciones. Fueron unos pocos pero intensos minutos de confrontación casi a ciegas. Hasta que, de repente, dejaron de sonar disparos en el segundo nivel. Se hizo un silencio espeso y sepulcral que casi se podía palpar en el ambiente. Los agentes hasta oían la respiración de sus compañeros. Uno de ellos encendió una pequeña linterna de mano. Y como no vieron ninguna reacción buscaron, encontraron y accionaron un interruptor eléctrico. Y con la débil iluminación de un par de focos amarillentos, empezaron a examinar todo el inmueble.

En la parte de arriba de la escalera, encontraron dos cuerpos sin vida, Definitivamente eran de los delincuentes. Tenían cubierta la cara con gorros pasamontañas. Y en el closet del segundo nivel, encontraron amordazada y atada de pies y manos a la señorita secuestrada. Entre los policías no hubo ninguna baja. Uno de los agentes, telefónicamente informó a sus superiores sobre los resultados del operativo. Una operación limpia, 10×10, reportó.

José Juan, se acercó a uno de los cuerpos que estaba rígido y encorvado y le quitó el ensangrentado pasamontañas. Vio el rostro moreno del delincuente con la boca semi-cerrada y los ojos inmóviles, abiertos, como mirando hacia ninguna parte Y aunque en la Academia había recibido un entrenamiento riguroso para permanecer impávido ante la escena más conmovedora, tuvo que hacer un esfuerzo enorme para poder reprimir sus emociones. Prácticamente se quedó petrificado con el trapo lleno de sangre entre los dedos. Miraba el cadáver con asombrada incredulidad, deseando desde lo más profundo de su alma estar equivocado. Pero no lo estaba. Sin ninguna duda el cuerpo rígido que tenía enfrente era el de su hermano Juanjo…  Sus compañeros vieron que vacilante y trastornado, caminó como un autómata hacia la puerta y luego regresó a sentarse en silencio en el inicio de la escalera, tapándose la cara con ambas manos…

 ¿Qué debo… qué puedo hacer? ¿Decirles a los compañeros que ese cadáver es el de mi hermano menor…? ¿Reconocer como una terrible realidad, que mi hermano Juanajo era un marero, secuestrador y posiblemente hasta asesino? ¿Esperar hasta que los especialistas del INACIF y del MP identifiquen los cadáveres y confirmen lo que me niego a aceptar…? ¿Reprocharle al destino que a mí me hubieran mandado a ese operativo y que por eso fuera uno de los que  mataron a mi hermano Juanjo…? ¿Llamar a mis papás por teléfono y contarles la espantosa realidad… o esperar hasta que lo haga alguno de mis superiores?  ¿Admitir la posibilidad de que yo pude haber sido quien disparó la bala que mató a mi hermano? ¿Renunciar lo más pronto posible a la PNC?  ¿Aceptar resignado los Designios Divinos y la fatalidad del destino…?

 ¿Qué puedo hacer…? ¿Qué puedo hacer…? ¿Qué puedo hacer…?

 

 

 

 

Selección de textos Mario Rivero Nájera.