Ildefonso Camacho, José L. Fernández y Josep Miralles

 

  1. La responsabilidad social de la empresa

 

Una vez clarificados los fines de la empresa, podemos dar un paso más e investigar la actividad empresarial en todas sus dimensiones. A ello nos ayudará la expresión responsabilidad social de la empresa, que ya encontramos en el texto Milton Friedman, citado más arriba. ¿Qué hay que entender exactamente por responsabilidad social de la empresa?

 

  1. El concepto de responsabilidad social

El sentido que le daba Friedman a esta expresión nos resultaba algo caricaturesco y simplificador. Probablemente su postura crítica pueda interpretarse como una reacción contra una forma de entender la responsabilidad social que estuvo vigente en los comienzos del siglo XX (allá por 1920). Entonces se entendía como filantropía empresarial o como acción caritativa, con un tono demasiado paternalista. Y no es que sean malas la filantropía o la caridad, pero en aquel contexto tenían el peligro de desviar la atención hacia cosas que no son esenciales en la empresa y convertirse en tapadera de prácticas que nunca se deberían aceptar: porque una acción benéfica de la empresa, aunque suponga sacrificio de sus ganancias, nunca legitimará a quien no cumple bien sus funciones esenciales de producir bienes y servicios y de distribuir la renta, y de hacer bien ambas cosas.

Este “hacer bien las cosas” supone admitir que la empresa no es sólo una entidad económica y que su incidencia sobre la sociedad es más pluriforme. La responsabilidad social de la empresa ha de plantearse más bien en el marco de la interrelación empresa-sociedad, que es mucho más complejo de lo que se desprendería de la postura de Friedman. La sociedad genera una serie de expectativas y demandas sobre la empresa, que tienen que ver con los valores, normas y aspiraciones sociales dominantes, pero también con la función que objetivamente corresponde a la empresa en la sociedad. La empresa, por su parte, tiene un poder y una influencia sobre la sociedad, y sobre determinados grupos y ambientes de ésta, que van más allá de la mera función económica.

¿En qué consiste, entonces, la responsabilidad social de la empresa? En asumir de forma consciente todo este mundo de relaciones recíprocas con distintos agentes sociales y con la sociedad toda; y esto, de tal manera que no se considere sólo como el resultado no previsto de la actividad empresarial, sino como verdaderas variables que entren en juego efectivamente en los procesos de decisión de la empresa (LOZANO 1999, 75- 114).

  1. Los colectivos implicados en la actividad empresarial: los “STAKEHOLDERS”

Éste es un enfoque complementario del anterior, que nos permite avanzar sobre el sentido de la responsabilidad social de la empresa concretando los colectivos que están afectados por su actividad y con los cuales mantiene, en algún modo, relaciones. También en este caso ha servido como punto de partida el debate en torno a la teoría de Milton Friedman. En efecto, estos grupos afectados por la acción de la empresa han sido denominados stakeholders, para contraponerlos a los stockholders (o sha-reholders). Estos últimos son los propietarios del capital, aquéllos ante quienes únicamente los directivos deberían sentirse responsables, de acuerdo con el enfoque de Friedman. El paso de los stockholders a los stakeholders supone ampliar el abanico de grupos ante los cuales la empresa es responsable.

Esto no es más que una aplicación de lo que sería una ética de la responsabilidad, es decir, un proceder ético en que el sujeto se hace cargo de la incidencia de la propia acción sobre otros y no se desentiende de ella. Porque la empresa no puede ignorar los efectos que su actividad tiene sobre diferentes colectivos sociales y sobre la sociedad entera. ¿Cabría que, por atender a las demandas de los propietarios, forzara a los trabajadores a desarrollar jornadas laborales insoportables o contaminara el medio ambiente sin escrúpulos? En ningún caso, los efectos directos o indirectos pero previsibles de la acción pueden ser ignorados desde una ética de la responsabilidad.

Pero ¿qué se entiende concretamente por stakeholder? Desde su primera formulación (FREEMAN 1984), este concepto ha sufrido una interesante evolución en las obras de ética empresarial (EVAN-FREEMAN 1996; LOZANO 1999, 115-140). En su origen significó “aquellas personas a grupos con los que la empresa está implicada”. Aunque esto suponía ya un gran avance en la ética empresarial, el concepto mismo tenía todavía una limitación importante: se consideraban stakeholders los grupos que podían ser afectados por la empresa pero que, al mismo tiempo, eran capaces de afectarla también a ella en sus resultados económicos (por ejemplo, los trabajadores con una huelga, los clientes con un boicot a los productos, etc.); en cambio quedaban fuera del campo de los stakeholders los “afectados” incapaces de hacer llegar su reivindicación a la empresa (por ejemplo, los miembros de una minoría étnica discriminada o las mujeres en cuanto soportan peores condiciones de trabajo y/o de salario que los hombres). [1] Por esto la reflexión sobre la responsabilidad social de la empresa ha ido ensanchando su campo hacia aquéllos que están implicados con la empresa, tanto si pueden influir sobre ella como si no.

La consideración de los stakeholders no excluye la responsabilidad que la empresa tiene con sus propietarios. Recompensar a aquellos que han invertido su dinero en ella (y con frecuencia no sólo su dinero, sino también su tiempo, energía y creatividad) es un deber de justicia. La obtención de beneficios es, además, un indicador de buena salud económica: indica que la empresa es económicamente viable y que, por lo tanto, podrá hacer frente a sus compromisos no sólo con los accionistas, sino también con los empleados (pagar los salarios) y con los proveedores (pagar las deudas). Para conseguir beneficios hay que ser competitivos, y para ello es preciso ser eficaces y eficientes (ofrecer buenos productos y servicios a buen precio). Recuperamos así la dimensión ética de la eficacia, la eficiencia y la competitividad: son ellas las que le permiten, no sólo obtener beneficios, sino cumplir con la función que la empresa tiene en la sociedad.

Una vez reconocida la responsabilidad de la empresa para con sus propietarios (que serían ya los primeros stakeholders), conviene enumerar a todos aquellos grupos que merecen la consideración de stakeholders. Al recorrerlos vamos a ir indicando los problemas éticos que pueden plantearse en la relación de la empresa con cada uno de ellos (que serán analizados con más detalles en los capítulos de la segunda parte de esta obra).

1) Trabajadores. De hecho es el ámbito en el que se plantean más asuntos y más complejos. Tradicionalmente se prestaba especial atención a dos puntos: la retribución y las condiciones físicas en que se desarrollaba el trabajo. Hoy día, aunque esas dos cuestiones no han perdido actualidad, se han añadido otras dos más. La primera es la participación del trabajador en la empresa, más allá de la mera actividad productiva, de forma que éste ponga en juego todas sus potencialidades humanas: esta participación admite muchos niveles, desde la más directa e inmediata en el lugar de trabajo hasta la presencia de los órganos de gestión de la empresa. Una segunda cuestión que hoy adquiere relevancia es todo lo relativo a contratación, despido y promoción del trabajador dentro de la empresa (gestión de los recursos humanos).

2) Consumidores. La razón de ser última de la empresa son los consumidores o destinatarios finales de sus productos. Por eso es esencial plantear cómo se articulan los intereses económicos de la empresa con las demandas de los consumidores. Se comprenderá entonces que conceptos como soberanía del consumidor y derechos de los consumidores son aquí claves. Y no menos interés ético suscita la publicidad, como forma de comunicación entre la unidad de producción y el destinatario final de lo producido.

3) Competidores. Se plantean aquí delicadas cuestiones que afectan al “juego limpio” en el mercado. Competir tiene sus límites y sus reglas, no es una lucha sin cuartel en que todo vale. El secreto profesional y el uso de la información privilegiada son cuestiones que hoy preocupan especialmente en este terreno.

4) Administración pública. A diferencia de los anteriores, éste suele ser un tema que encuentra menos eco entre quienes se preocupan de la ética empresarial. Existe una falta de sensibilidad notable a las obligaciones del sector productivo con el Estado, vía impuestos o cotizaciones sociales. Parece como si ante el Estado la empresa siempre tuviese que adoptar una actitud defensiva, como si se tratase de una instancia que sólo amenaza con reducir sus márgenes de libertad o de ganancias. Ahora bien, si el Estado tiene la función de corregir las desigualdades que inevitablemente se siguen del libre juego del mercado (función redistribuidora), ha de recurrir ante todo a las instituciones donde la renta se genera; y si tiene que garantizar cierto nivel de cobertura de las necesidades básicas, necesita también para ello detraer una parte de la renta que se produce en la actividad empresarial.

5) Entorno geográfico y humano más inmediato. Hoy son muchas las empresas que funcionan según parámetros multinacionales, y se preocupan menos del entorno inmediato que las rodea. Pero ni siquiera éstas (¡cuánto más, las demás!) pueden desentenderse de la realidad más cercana, ni ignorar sus eventuales obligaciones, o al menos las oportunidades que pueden ofrecer, para crear empleo. Tampoco pueden eludir su responsabilidad en relación con el entorno natural ni olvidar los perjuicios que pueden derivarse de su actividad para el medio ambiente inmediato.

6) Medio ambiente. Damos ahora un salto respecto al planteamiento que precede. Una serie de factores que caracterizan nuestro mundo nos invita a ello: la globalización económica tiene como consecuencia que nuestros actos pueden tener (aunque sea a una escala pequeña) una repercusión muy real en países muy lejanos; la tecnología humana (con su capacidad de actuación sobre la naturaleza), el crecimiento demográfico de la humanidad y los hábitos de consumo están impactando el medio ambiente de forma que comienza a ser alarmante porque amenaza a lo que constituye el entorno necesario para la vida humana y no humana en el planeta. [2] Los movimientos ecologistas son los que han levantado la voz de alarma sobre el daño medioambiental, cuestionando al mismo tiempo el modelo de desarrollo económico vigente; y acusan especialmente al mundo empresarial de que movido por el afán de lucro, estaría sacrificando el futuro de la humanidad (y muchas veces el presente de los países más pobres y amenazados por desastres medioambientales) al bienestar de una minoría rica con gran poder de compra y, por tanto, de despilfarro. La cuestión es muy compleja, ya que estamos ante verdaderos “problemas de la humanidad”, cuyo abordaje desborda las posibilidades de los Estados nacionales y exige una legislación mundial. Pero también aquí es absolutamente necesario el compromiso ético de la empresa: y se han dado pasos decisivos desde una nueva manera de entender la empresa, que la ve como integrada en los sistemas naturales y dispuesta a considerar, valorar y cuantificar los flujos de energía y los cambios estructurales que se producen en su intercambio con la naturaleza.

Son muchos los puntos mencionados en el resumen que precede. Apenas hemos podido entrar en la discusión de ellos, cosa que ocupará sucesivos capítulos de este libro. Pero tan rápido recorrido nos ha permitido entrever algunos problemas que ahora queremos destacar.

Ante todo hemos de reconocer la posibilidad del conflicto de intereses. En efecto, los intereses de los distintos stakeholders, aunque sean en sí legítimos, no siempre son compatibles: por ejemplo, en un servicio público o comercial, los intereses de los empleados respecto a los horarios de trabajo pueden ser contrarios a los de los clientes de tales servicios. Si la reflexión ética es necesaria, ello se debe justamente a que no vivimos en un mundo de “armonía preestablecida” en la que los legítimos intereses de todos fueran fácilmente compaginables. La verdadera tarea de la ética empresarial, y particularmente de una gestión ética, es poner en marcha procedimientos que permitan resolver tales conflictos de manera habitual.

Entre estos procedimientos es preciso muchas veces recurrir a la negociación. Y –permítasenos la advertencia– no debe confundirse la negociación con el diálogo. En la negociación cuentan los intereses respectivos y la fuerza que tiene cada negociador para coaccionar al otro. En el diálogo lo que cuenta son las razones que cada uno puede alegar para defender sus intereses, razones que los demás puedan comprender y aceptar razonablemente. No se puede pretender que todos los conflictos de intereses se resuelvan en un verdadero diálogo. Ya sería mucho que las empresas se acostumbraran a negociar con todos sus stakeholders (en la acepción amplia que hemos utilizado). Pero tampoco conviene ignorar que sólo en el diálogo se tendrán realmente en cuenta los puntos de vista de los stakeholders “débiles”: de ahí que el diálogo sea el horizonte insoslayable de la responsabilidad social de la empresa. Hay que reflexionar también sobre los motivos de la empresa para tener en cuenta los intereses de los stakeholders. Con frecuencia se argumenta que el “interés bien entendido de la empresa” (es decir, a largo plazo) aconseja actuar así. Este tipo de argumentación no es despreciable (porque tiene como consecuencia una relación positiva los stakeholders), pero tiene una debilidad fundamental: si la razón última de la consideración de los intereses de los stakeholders es el beneficio de la empresa, ¿qué sucederá cuando se plantee un conflicto fuerte entre unos y otros intereses? Normalmente ganarán los intereses de la empresa, incluso en detrimento de derechos (no sólo intereses) fundamentales de las personas.

En el fondo la cuestión fundamental es: ¿en qué consideración tiene la empresa a los stakeholders? Puede decidir considerarlos sólo como instrumentos de su éxito económico (aunque sea a largo plazo); pero también puede optar por darles la consideración de “partes con las que negociar”, o la de “dialogantes potenciales”. Se trata de una decisión libre, en el sentido de no coaccionada por la ley. Sin embargo, el resultado de estas decisiones tiene distinto valor ético, como es obvio, pues en cada caso se da una valoración distinta a la dignidad de los stakeholders.

Concluyamos este apartado subrayando que la relación con los stakeholders constituye el “núcleo duro” de la responsabilidad social de la empresa. Esto es importante dejarlo claro para no derivar la cuestión de la responsabilidad social hacia políticas de mecenazgo, patrocinio o hacia el llamado marketing con causa. Tales actividades entran dentro de la responsabilidad social de la empresa, porque se orientan a lo que algunos autores han llamado la “segunda corona” de stakeholders: las comunidades, el conjunto de la sociedad, grupos sociales concretos a los que se quiere ayudar (normalmente colaborando con una ONG especializada en aquel campo). No podemos negar la importancia de estas actividades ni su valor ético. Pero no puede ser un justificante o una excusa para rehuir los temas nucleares de la responsabilidad social de la empresa, los cuales afectan a los derechos humanos, a la dignidad de la persona y, en definitiva, a la justicia en sentido estricto.

 

[1] Estas dos acepciones recogen los dos posibles sentidos de inglés stake: aquéllos que se sienten implicados (de una forma más activa) en la empresa o aquellos que son o pueden ser afectados (más pasivamente) por ella.

[2] El punto de partida para la reflexión sobre la responsabilidad respecto al medio ambiente lo podemos encontrar en una observación aparentemente banal de Hans Jonas. Este filósofo de origen judío observa, en su libro El principio responsabilidad, que la historia de la ética ha sido una larga reflexión sobre cómo los seres humanos nos hemos de comportar los unos con los otros. Dicho en la formulación clásica, cómo hemos de tratar al prójimo. Pero en los veinticinco siglos que, en el mundo occidental, llevamos reflexionando sobre este punto, desde Aristóteles y Platón, siempre hemos dado por supuesto que el “prójimo” era alguien cercano en el espacio y en el tiempo: era “próximo” y era “contemporáneo”. Ahora bien, hoy en día ya no podemos aceptar estos supuestos tan estrechos.

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