El contagio en el alcoholismo, necesita hallar una base mínima para el acuerdo. Foto La Hora: Cortesía.

 

La antropóloga británica Mary Douglas, ha afirmado que, en las principales encrucijadas de la vida, la elección personal, está restringida por adhesiones. Las lealtades están presentes, las fidelidades tienen su peso. Y nos dice que la teoría cultural intenta cerrar las brechas de relativismo, que se oponen a los argumentos sobre las significaciones únicas.

Veníamos hablando en el número de la sección salud de ayer, que el contagio en el alcoholismo, necesita hallar una base mínima para el acuerdo. En el último decenio del siglo XX, después de tanto esfuerzo sociológico, aún resulta difícil alcanzar consenso sobre que es contagio. Por otro lado, los miembros de una comunidad no pueden funcionar en ella, si no comprenden la diferencia entre conceptos y lo aprenden de niños. Hasta las personas que no pertenecen a una comunidad reconocen esa diferencia en entendimiento de conceptos.

Al igual que los bebedores, sus cónyuges, sus familiares, los que viven con él, no es inusual que reporten daño a sus propios nervios y cerebros como resultado de la enfermedad del primero. Podemos estar seguros que socialmente, el alcoholismo se concibe, como un mal colectivo, dividido y manifestado en males individuales (tantos como miembros sufrientes del entorno del bebedor), irreductibles entre sí. No sólo hay una queja por parte del cónyuge, de algunos síntomas del bebedor (depresión, insomnio, ansiedad, etc.) tendientes a hacer que su sufrimiento valga, pero también las hay del que convive con él, reivindicando síntomas específicos destinados a significar un sufrimiento igualmente específico (males de estrés y físicos), debido en particular al estado de conciencia en que el cónyuge o amigo, vive la enfermedad provocada, a diferencia de la inconsciencia que caracteriza al bebedor. Mientras que el cerebro del bebedor está «afectado», como lo demuestra su inconsciencia (su conciencia «fuera de control»), el cerebro del cónyuge está «marcado» como lo demuestran sus alucinaciones, su pérdida de memoria, sus pesadillas, sus dolores, pero tiene plena conciencia. Es incluso lo que les hace sufrir. A diferencia del bebedor –afirman los que conviven con él, ellos viven una conciencia infeliz.

 

La diferencia entre uno y otro sujeto radica, en la causal que provoca el estado del bebedor en el afectado; condición que este, en muchas ocasiones, le hace justificar la conducta alcohólica del compañero con un: Es su mala sangre, sus ancestros, su debilidad, su hombría concluyendo que es eso, lo que muchas veces confunde el cerebro del bebedor hasta hacerle perder el conocimiento; En cambio en el cónyuge, cuyos nervios y cerebro se afectan, principia por permanecer consciente de lo que ocurra con el bebedor (su causal) como con lo que le provoca el comportamiento alcohólico al compañero (dolor físico, emocional y daño psicológico y muchas veces físico). Hay claridad marcada por lo cultural, en el cerebro del conyugue o amigo, de lo que tiene su bebedor que se relaciona con costumbres y tradiciones en buena parte.

Como puede verse en los estudios, lo que opone, en términos de salud, a bebedores y cónyuges es complejo, y la distinción entre lo biológico y lo psicológico y cultural, no resume la diferencia entre sus respectivas vivencias de la enfermedad alcohólica. Es muy posible que el cónyuge, la familia y los amigos, aleguen síntomas fisiológicos en ellos producto de la actitud alcohólica del bebedor, cuando es muy posible que esas perturbaciones fisiológicas sean incluso, el resultado de una perturbación psíquica y que, en este caso, reclaman en parte los mismos síntomas que el sujeto «afectado». Este punto de vista (que hay razones para pensar que no es prerrogativa, lo ha señalado la medicina que propone el término «entourología» para designar una ciencia que se entregaría al objeto del problema de las relaciones del entorno con el enfermo alcohólico. El doctor Sabatié, defensor de esa hipótesis, sostiene la idea de que «el entorno se vuelve a la larga tan enfermo como el alcohólico y (que) sus trastornos son tan específicos como los del bebedor, tanto a nivel psíquico como a nivel fisiológico, de lo cual puede derivarse posibles enfermedades y somatizaciones (colitis, dolor de espalda, úlceras, dolores de cabeza, mareos, descensos de la tensión arterial)”.

Pero hay situaciones diferentes derivadas de la experiencia del que convive cerca del bebedor y que deben tomarse en consideración. Al observar los comentarios de los allegados al alcohólico, la contagiosidad de la enfermedad proviene tanto de la proximidad física como de la proximidad social. El vehículo del mal, si no el vector, es el sistema nervioso (los nervios del allegado o cónyuge están «marcados» cuando los del bebedor están «afectados») Pero se puede ir aún más lejos: el olor, y muy particularmente el aliento provoca reacciones. Así como el olor (el aliento) del bebedor aparece como un medio para detectarlo e identificarlo, el aliento del exbebedor puede señalar su recaída. El control de la respiración es otra, que forma parte de una suerte de lectura semiológica comparable a la semiología médica desarrollada en los siglos XVIII y XIX, según la cual las emanaciones correspondían a afecciones específicas, aunque aquí la emanación del paciente revela no una enfermedad sino una práctica (alcoholismo) que los cónyuges y allegados rápidamente considerarán como significativa de la enfermedad o recaída. La emanación en sí misma no es pues patológica, pero su presencia en este contexto (el del cuerpo del bebedor curado) es significativa (sintomática) de una patología. La peculiaridad del olor en el caso del alcoholismo, lo convierte en una patología diferenciada de otras drogodependencias. Tu olor me enferma; tu olor me exaspera los nervios, etc. Los comentarios relacionados con el olor y el aliento del bebedor, recuerdan las teorías aeristas según las cuales el aire circundante transmite la enfermedad de una persona infectada que respira el mismo aire o las teorías contagiosas, y en particular la doctrina de las emanaciones corpusculares con la que en los siglos XVII y XVIII se asociaba la difusión de los olores corporales, y por la que se explicaba el contagio sin contacto directo. En este sentido, el carácter contagioso atribuido al alcoholismo, es en parte similar al atribuido al cólera siglos atrás, produciéndose el contagio a través de las emanaciones del cuerpo, de los efluvios que escapan del cuerpo de los enfermos con su aliento o su transpiración. Mírele el cuerpo, mírele el color, mire el olor que emana su aliento alcohólico, se está muriendo es un decir escuchado con frecuencia de los cónyuges.

En las prácticas y las creencias de los pueblos, esas explicaciones de arriba no dejan de tener patrón cultural y así, esas representaciones tienen eco en sociedades muy diferentes. Si se piensa sobre este tema, uno se topa con concepciones de contagio en muchos pueblos, similares a las estudiadas en las poblaciones andinas del sur del Ecuador por Carmen Bernand, donde se supone que el contagio se produce por intermediación del aire morboso y en particular del aliento, aunque en este caso concreto, el olor del alcohol sea considerado también como apto para alejar el «mal aire» representado por el aliento del paciente, y que el curandero sea alentado a consumirlo para ahuyentar el mal aliento.

Alfonso Mata
Médico y cirujano, con estudios de maestría en salud publica en Harvard University y de Nutrición y metabolismo en Instituto Nacional de la Nutrición “Salvador Zubirán” México. Docente en universidad: Mesoamericana, Rafael Landívar y profesor invitado en México y Costa Rica. Asesoría en Salud y Nutrición en: Guatemala, México, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Costa Rica. Investigador asociado en INCAP, Instituto Nacional de la Nutrición Salvador Zubiran y CONRED. Autor de varios artículos y publicaciones relacionadas con el tema de salud y nutrición.
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