Cae la noche sobre el Capitolio, en Washington. FOTO LA HORA/AP/J. SCOTT APPLEWHITE.

Por CALVIN WOODWARD y MICHAEL TACKETT
WASHINGTON
Agencia AP

Dentro de algunos años, ¿recordará el lector dónde se encontraba y qué hacía cuando sometieron al presidente Donald Trump a juicio político? ¿Lo ha olvidado ya?

El proceso comenzó con el relato detallado de una serie de crímenes por un denunciante anónimo, atravesó un temporal de tuits y concluyó, tras más de cuatro meses de investigaciones, angustia y debate, con la absolución de Trump ayer. Pues bien, ¿puede usted señalar Ucrania en un mapa?

Los escolares en Estados Unidos aprenden casi de memoria que el juicio político es un proceso sumamente grave, un recurso constitucional para destituir a un presidente que ha cometido «crímenes y desmanes graves».

Se invocan las palabras de los fundadores de la nación, como James Madison, Alexander Hamilton y George Mason, de hace más de dos siglos para recordar a todos por qué pensaban que debería existir un medio para anular los resultados de una elección.

Mucho antes de la fisión del átomo, los fundadores crearon el equivalente político de un arma nuclear, poniendo en juego la suerte de la nación.

Pero esta vez la sensación fue muy distinta.

Los estadounidenses fueron testigos de un hecho histórico como en pocas generaciones. Pero fue un capítulo de la historia teñido de artificio.

La mitad del país que anhelaba la destitución y salida de escena de Trump sabía que la absolución era una casi certeza en un Senado controlado por los republicanos. Por su parte, los fieles de Trump estaban convencidos de que todo era un fraude perpetrado por la Cámara de Representantes, controlada por los demócratas.

El juicio en el Senado se caracterizó por la elocuencia carente de persuasión, el misterio carente de suspenso. Las discusiones carecieron de la angustia que impregnó otros juicios políticos presenciados por quienes aún viven.

En el pasado hubo llanto.

En 1974, el representante republicano M. Caldwell Butler lloró al votar a favor del juicio político a su correligionario Richard Nixon. «Durante años los republicanos hemos militado contra la corrupción y la mala conducta», dijo. «Pero Watergate es nuestra vergüenza».

Un cuarto de siglo después, del demócrata Tom Campbell, al borde de las lágrimas, anunció con voz entrecortada que votaba a favor del juicio político a Bill Clinton.

A pesar del partidismo y la toxicidad reinantes, los demócratas propinaron a su presidente una golpiza verbal memorable antes de salvar la Presidencia. «No es el mejor demócrata que ninguno de nosotros haya visto», le espetó la representante Louise Slaughter.

Trump obtuvo de su partido una fidelidad como nunca tuvieron otros manchados por el juicio político o la amenaza de éste. Uno solo en todo el Congreso votó contra el Presidente, y la angustia se traslucía en su cara y su voz. «El presidente es culpable de un abuso sobrecogedor de la confianza pública», dijo el senador Mitt Romney en el recinto al explicar por qué votaría a favor de la condena.

Los fundadores se abstuvieron de entrar en detalles. Se limitaron a decir que la Cámara Baja debe manejar el juicio político y la cámara alta debe condenar o absolver según le parezca a cada una. Su bomba atómica para la historia no tenía manual de instrucciones ni respuestas a las preguntas más frecuentes.

Cuando el Senado sesionó como juez y jurado de los cargos contra Trump –apenas por tercera vez en la historia y por primera vez en el caso de un presidente que aspira a la reelección–, salieron a la luz las limitaciones del proceso al tiempo que el artificio aparecía con claridad creciente.

Fue un juicio solo de nombre.

Los senadores de cada bancada prejuzgaban abiertamente. Las preguntas no eran espontáneas. Los abogados las conocían de antemano e ilustraban sus respuestas con diapositivas.

Los senadores, amordazados en la cámara la mayor parte del tiempo, corrían a las cámaras de TV a dar sus opiniones sobre lo que acababan de escuchar, a diferencia de un jurado de verdad, que estaría secuestrado y bajo orden de no hablar sobre el caso.

No se presentaron nuevos hechos ni documentos. A diferencia de los juicios políticos a Andrew Johnson en 1867 y a Clinton, no se convocaron testigos.

Las preguntas sobre hechos y derecho fueron sometidas a fiscales y defensores, que respondieron de manera favorable a su causa, en lugar de a la persona más idónea para responder, el juez de la Corte Suprema John Roberts.

Roberts tuvo poco que decir en cuestiones de contenido y menos aún en otros asuntos, en deferencia a los representantes electos. Aunque no era un peticionante, su papel fue de un moderador más que un jurista.

El Presidente escogió a sus abogados en parte por cómo le pareció que lucirían en la televisión, un reconocimiento de que la audiencia que le importaba –su base– estaba fuera del recinto.

Resonó la retórica acerca del significado de las palabras en hojas apergaminadas del siglo XVIII y mensajes de texto de 2019 en los teléfonos celulares de todos los hombres del presidente.

Los Federalist Papers –una colección de ensayos constitucionalistas de los fundadores– y el relato contemporáneo de un presidente que presionó a otro país para pedir un favor político, todo formó parte del proceso.

Pero todo fue propio del teatro más que de la justicia.

Como se dice hoy en día en Washington, cada cual «cumplía su papel».

Y el papel estelar recayó sobre Alexander Hamilton, igual que en el musical reciente en Broadway.

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