Lo ocurrido en Nicaragua con más de doscientos presos políticos que fueron expulsados del país y obligados a renunciar no solo a su ciudadanía, sino a sus posesiones, es algo que muestra claramente la arrogancia despótica de un régimen al que la ley y los derechos humanos le salen sobrando, pues lo que impera es el capricho de la pareja gobernante. Ahora se habla ya de una iniciativa de reforma constitucional para que la esposa de Daniel Ortega, Rosario Murillo, sea investida como “copresidenta”, figura que formalizaría la manera en que ella detenta el poder desde hace mucho tiempo.
Ninguna ley nicaragüense contempla la expatriación de ciudadanos ni el despojo de la ciudadanía y bienes como castigo por algún tipo de delito. En este caso se forzó a esas personas a “renunciar” a su calidad de nicaragüenses y a sus posesiones como única salida para abandonar la prisión a donde fueron refundidos por el simple hecho de disentir políticamente de régimen y hacer uso de su derecho a la libre expresión del pensamiento.
Los Ortega-Murillo llegaron a esa posición de tremendo poder gracias a la complicidad con poderosos sectores de la sociedad que, en su momento, sintieron que podían beneficiarse de las acciones poco transparentes del gobierno y se hicieron los locos ante las reformas constitucionales y legales que permitieron la consolidación de una dictadura. Hoy, esos aliados del régimen lamentan su actitud que llevó al país a la condición tan extrema que hasta produce, de manera draconiana e irrespetuosa de la ley, sanciones como las aplicadas.
La alternativa para esos presos políticos y de conciencia era la de quedarse y sufrir lo que ahora pasa con el Obispo Rolando José Álvarez Lagos, quien se negó a subir al avión en el que mandaron a todos los expatriados y al día siguiente fue condenado a 26 años de cárcel por delitos de traición a la patria. Su delito fue cuestionar a los Ortega y señalar el daño que la falta de democracia y de Estado de Derecho le causan a la población.
El fenómeno nicaragüense tenemos que verlo como un espejo de lo que se está fabricando en Guatemala, con la diferencia de que aquí no es una persona, una pareja o un partido los que destruyen la institucionalidad y la legalidad, sino un amplio acuerdo de todos aquellos que pactaron para garantizar que ante los delitos de corrupción prevalezca la más absoluta impunidad. Y, como en Nicaragua, aquí ya hay algunos que permitieron esa iniciativa y empiezan a darse cuenta del monstruo que crearon.