Por Pablo Sigüenza Ramírez

La larga carretera se hacía pesada. El calor de la costa del Pacífico inundaba el interior del auto. La música en la radio se palpaba monótona. El verde pálido de la caña de azúcar pintaba en monocromo kilómetros y kilómetros de horizonte. Mis acompañantes dormían. Yo hubiera hecho lo mismo de no ser el conductor. La necesidad de salir de los moldes, de las etiquetas y las rutinas me habían hecho tomar la decisión de viajar aquel fin de semana. Nuestro destino era la playa de arenas negras y aguas verdes en donde la sal se huele en el aire y el sol de antes de las cinco de la tarde aplasta todos los ánimos. La luna y la noche eran la promesa de vida. La luna es la música de la playa cuando se pinta en la arena. Por eso viajamos al atardecer. Tres grandes volcanes atestiguaron nuestro paso por entre el apabullante cultivo. La zafra había empezado y el aire contaminado de ceniza ya inundaba los pulmones de la gente de la región.

El sol empezó a caer detrás de las nubes tornando el cielo rojizo y en medio del sopor del camino, mis ojos se vieron obligados a desviar la mirada desde el asfalto gris, hacia un agujero que se formaba en la nube más extensa del cielo. Ese cúmulo enorme cubría todo el techo celeste y los colores cálidos que se pintaban en él le decían adiós a la estrella más cercana. Del hoyo en la nube surgieron dos figuras enormes que avanzaban en carrera hacia la tierra. Tenían forma de jaguares. Supe que eran hembras felinas por la fuerza de su recorrido y el brillo en sus ojos. Su tamaño era el de los volcanes cercanos y sus alas abarcaban más de un kilómetro de distancia cada una. La piel de la primera tenía tonos azules y verdes mientras que las manchas de su piel eran amarillas y naranjas, destilaba de su boca el semen de cuatrocientos veranos y su ala izquierda esparcía sobre la planicie mariposas doradas y luciérnagas encendidas. La segunda jaguar vestía pieles negras con manchas de un azul turquesa que deslumbraban cualquier ojo cuando el recorrido del vuelo de la felina chocaba con los últimos rayos de sol. En su semblante la jaguar traía la locura de saberse perdida o de haber perdido algo importante. Seguí su trayectoria y amarradas a su cola traía hojas de plátano envueltas, las cuales trasladaban en su interior los huesos de un bebé jaguar. Su rugido estremecía a todas las criaturas de la costa y de las montañas. Una lágrima roja se desprendió de cada uno de los cuatro ojos felinos.

Con los últimos segundos de la luz solar se deslindó de la enorme nube una lluvia tenaz y tupida. Al instante se formó un arcoíris que se acostaba desde la punta del volcán más alto hasta la copa de la ceiba más vieja de la zona. Las pericas allí asentadas agradecieron la luz multicolor con cantos milenarios. Bajo la sombra del arco colorido las jaguares se juntaron, se olfatearon todo el cuerpo, juntaron las miradas y sin más espera, una a la otra se apretaron los cuellos con los dientes. La noche cayó sobre el campo, sobre los volcanes y sobre la carretera.

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