Por Paolo Guinea
Antes de que amanezca me dispongo otra vez a salir en bicicleta. La luz de la luna es inmensamente poderosa y tenaz. Prendo las lucecitas que me envió mi abuelo de los Usa y salgo aún con frío. Paso saludando a mi vecino Alex, quien también ya sabe de los secretos del sereno. Recorro por la parada de buses y desde ahí puedo ver a más o menos cinco charamilas que sudan de frío a la par de un doble litro de Pepsi y vasos de duroport -habrá Kuto, Predilecto o alcohol medicinal ahí adentro-. Siempre los he saludado; siempre hay algo que nos conecta. Los observo como una familia; se integran bien y sus diálogos corren en la misma sintonía (una especie de compadrazgo secreto). Pienso, ¿qué tan borrachos somos todos? No sé, pero algo me dice que todos tenemos un teporocho entumido por dentro. Que ellos son la parte abandonada de nosotros mismos, una especie de vertedero de pasiones y arranques emocionales alguna vez reprimidos. Mi abuelo paterno siempre eligió, al igual que yo, tomar con campesinos, obreros, sastres, albañiles, y toda esa gama de personas que más parecieran ir por la vereda del olvido. Mi abuela se cansaba de recibirlos, de presenciar cómo los abrazaba. Todos eran sus primos, sus medios hermanos, y bueno, cuando esto pasaba, por un instante, la familia crecía por montones. Ya llevo un tiempo de no tomar, y la verdad es que mi cuerpo no daría para quedarme tirado en las calles -suficiente tengo conmigo mismo-, pero aún así sé que hay un chara dormido ahí adentro, al que no acicalo, ni contemplo; tan sólo detengo. Tampoco me da la chamarra para hacer conjeturas sobre esa vida, pero como bien decía Javier Payeras, -las resacas después de los 40 años son muy parecidas a los inicios sintomáticos del Ébola-. ¿Qué me imanta con los borrachos? ¡Qué sé yo! Está muy jodido encontrarle la cuadratura a ese círculo, pero hay alguna energía que corre subterráneamente que me dice, que alguna vez, quizá en otra vida, fui lo suficientemente intenso y emocional para atreverme a olvidarme de mí sin dejar de pensar en los demás; porque, dicho sea de paso, en ellos he visto una solidaridad inigualable. Hay perros charas, hay vidas secas que también son charas, hay charas mentales, charas espirituales, emocionales. Hay charas de charas. Muchas porciones de Latinoamérica son esa parte de nosotros que se quedó tirada, a la orilla del mundo, a dos centímetros del despeñadero. Hay madrugadas de madrugadas, donde en lugar de pensar en pájaros pienso en ellos -que también levantan a la mañana- con sus caras hinchadas y sus silencios desinflados; así como muchas de las veces, nos sucede con los sueños; nuestros sueños.