La idea que sustenta el concepto de democracia, como todos sabemos, consiste en que el poder político debe basarse en el pueblo demos y cratos, del griego, pueblo y poder porque lo contrario viene a ser el autocratos el poder del individuo, del dictador, sea este un monarca – cuya legitimidad es hereditaria y se supone basada en la voluntad divina – o bien alguien que se hace del poder por medio de golpes de Estado, revolución, rebelión o cualquier otro medio, usualmente violento. Además, el poder colectivo de todo orden democrático es mejor que el poder de un individuo o del de grupos de individuos sean estos las más destacados y mejores (aristos la aristocracia) o de los peores (oligos: la oligarquía). Evidentemente, todo sistema de gobierno afirma que su objetivo es el establecimiento de un orden social que permita la satisfacción de las necesidades básicas – alimentación, salud, vivienda, seguridad, educación – para beneficio de todos, es decir, para lograr el bien común. Pero ese es el origen del término, no necesariamente del hecho que la manera como los diferentes pueblos del mundo se han gobernado deba coincidir con la fórmula particular que los ciudadanos atenienses, por ejemplo, encontraron, en siglos anteriores a la era cristiana para gobernar su ciudad, porque Atenas fue una ciudad-estado, razón por la cual los ciudadanos no eran muy numerosos, algo que facilitaba reunirse en asambleas para tomar decisiones (los esclavos estaban excluidos) y ese fue el caso también de Roma hasta que su transformación en Imperio hizo desaparecer a la república, algo que – todas proporciones guardadas – podría estarle ocurriendo en la actualidad a la república imperial norteamericana.

Por cierto, como ya se dijo antes, no solo los atenienses o los romanos tuvieron modalidades de gobierno democrático. Estudios recientes como el de los británicos Graeber & Wengrow (El Amanecer de todo. Una nueva historia de la humanidad, Ariel, Barcelona, 2021) demuestran que los nómadas indígenas canadienses, como el célebre Kondriakonk quien viajó a Europa en el siglo XVII no solo practicaban formas de gobierno democrático sino que defendían la propiedad comunal como superior a la propiedad privada (“los salvajes de Canadá, no obstante su pobreza, son más ricos que vosotros, entre quienes se comete todo tipo de crímenes por causa de lo tuyo y lo mío”, aseguran los autores que habría dicho). Además, entre los múltiples ejemplos que proporciona el libro, se refieren a casos concretos como la decisión de algunos pueblos originarios, como los tlaxcaltecas en México, de aliarse con los españoles para defenderse de los aztecas, decisión tomada en asambleas democráticas. Y aquí en Guatemala ya nos hemos referido antes a la forma como sistemas comunales de gobierno (como les llama Gladys Tzul en su tesis doctoral refiriéndose particularmente a los 48 Cantones de Totonicapán) o democracias comunitarias son superiores a las representativas, entre otras razones porque en estas últimas buen número de “representantes” están al servicio de quienes han financiado sus campañas electorales, algo que también ocurre en la mayor parte de democracias representativas de los países occidentales, lo cual ha llevado a autores como Emmanuel Todd a decir que en realidad se trata de regímenes oligárquicos cuya apariencia democrática se sustenta en la celebración de elecciones periódicas de gobiernos incapaces de “deliver”, es decir, de satisfacer las necesidades de la mayoría de la población, es decir, el bien común. Por ese motivo suelen caer en la ilegitimidad de modo que los desencantados electores reorientan sus votos hacia la oposición cada vez que son llamados a hacerlo, aunque esto sirva de poco porque ¿cuál es la diferencia entre demócratas y republicanos en Estados Unidos, o laboristas y conservadores en Gran Bretaña, socialcristianos y socialdemócratas en Alemania? Y así un largo etcétera…

De manera que el establecimiento de democracias representativas “liberales” en Estados Unidos y en Europa Occidental con posterioridad a la revolución francesa es algo que no necesariamente está relacionado con la modernidad y menos aún con el capitalismo como sistema económico. Es más, por lo general los sistemas políticos – sean democracias liberales o bien aquellas que poseen partidos que suelen ganar elecciones consecutivas (Rusia, India, Turquía, Indonesia, Malasia, Irán, Venezuela, El Salvador, México) o de partido único cuyas autoridades se eligen en congresos intra partidarios (China, Vietnam, Cuba) tienen autonomía relativa ante al sistema económico y así se explicaría: 1) la legitimidad de los gobiernos de países no “occidentales” con sistemas políticos distintos de las democracias liberales clásicas y 2) que habiendo sido ellos (los occidentales) quienes iniciaron la globalización ahora hayan entrado en contradicción con ésta última dado que amplias mayorías de su población resienten el hecho de estar disminuyendo su calidad de vida debido a los recortes del gasto social al mismo tiempo que se disminuyen los impuestos al gran capital favoreciendo la concentración de la riqueza e incrementando paralelamente el descontento social. De modo que, cuando supuestamente para promover el retorno de capitales se retorna al proteccionismo comercial, como vemos ahora mismo en los Estados Unidos de Donald Trump, o bien en los países europeos el mismo fenómeno conduce al auge de la extrema derecha “soberanista” (el AfD alemán, el RN de Marine Le Pen en Francia, Vox en España, la señora Meloni en Italia, Orbán en Hungría entre muchos otros) nos encontramos con que en ambos casos el fortalecimiento de la extrema derecha expresa la protesta social contra el neoliberalismo (“globalismo” le llaman ellos) de los partidos tradicionales. Lo anterior contrasta dramática y paradójicamente con la defensa del libre comercio, los procesos de integración regional, la agenda 2030 de Naciones Unidas y el desarrollo sostenible que hacen países como China, la India y en general los países que ahora forman parte de los BRICS, pero también aquellos que tienen gobiernos llamados “progresistas”.

Hasta podría decirse que el sistema capitalista requiere que el mercado sea debidamente “domesticado” o “puesto bajo control del Estado” – el mejor ejemplo vendría a ser China – para funcionar de modo tal que el gobierno ofrezca resultados a la población en términos de mejorar sus condiciones de vida satisfaciendo el bien común. Sacar a millones de chinos de la pobreza (la clase media china es actualmente el doble de la población entera de los Estados Unidos: unos 700 millones de consumidores) incorporándolos a un mercado interno pujante y en crecimiento constante – al extremo que al académico chino Wang Wen ha dicho en reciente entrevista que los 500 mil millones de dólares de las exportaciones de su país a EE. UU. bien podrían ser absorbidos por el mercado interno si Trump se empeña en bloquearlos con la guerra arancelaria – . El mercado interno chino se explica no sólo por el impresionante crecimiento de la economía del gigante asiático en cuatro decenios, sino también porque han sabido dar resultados concretos a la población en cuanto a mejorar su calidad de vida y bienestar social. La legitimidad política del PCCh no se obtiene con elecciones multipartidarias periódicas como en Occidente, sino por medio del gasto social y la recuperación de la presencia de Beijing en el plano internacional, el nuevo orden mundial que está forjando China, como dice Wang Wen.

Y esto último nos lleva a reflexionar sobre el hecho que frente al autoritarismo de un Trump que pretende “demoler la democracia”, como ha dicho el gobernador de California Gavin Newsom frente a la inaudita medida tomada por Trump enviando a los militares, sin consultarle, para sofocar las protestas sociales de Los Ángeles, y ante la ausencia de medidas correctoras de un Congreso y una Corte Suprema alineadas con la Casa Blanca (al mejor estilo de un Bukele salvadoreño recibiendo obsecuentemente deportaciones masivas). Por eso Newsom ha llamado a ponerse de pie para rechazar el autoritarismo de Trump y ante la amenaza de “sanciones económicas” le ha recordado que California paga al gobierno federal veinte veces más que el dinero que se recibe de Washington. También le ha dicho que en toda democracia los ciudadanos, componente esencial del Estado (constituencies) son la base fundamental no sólo de la administración gubernamental y de la legitimidad democrática sino también del Estado mismo. Por el bien de la democracia en Estados Unidos habría que hacer votos porque la nueva realidad geoeconómica (Silicon Valley) prevalezca sobre la vieja geopolítica tradicional (Wall Street). El centro del poderío mundial se ubica ahora en la cuenca del Océano Pacífico, no más en Atlántico, por eso debemos “repensar la democracia”.

Luis Alberto Padilla

Doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Paris (Sorbona). Profesor en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos. Es diplomático de carrera y ha sido embajador en Naciones Unidas (Ginebra y Viena), La Haya, Moscú y Santiago de Chile

post author
Artículo anteriorUnión Europea suma a su lista de sancionados a juez Bremer, Méndez-Ruiz, Falla y la Fundación contra el Terrorismo
Artículo siguienteReflexiones sobre las ideologías, los sesgos cognitivos y el pensamiento crítico