Cuando uno no ha pasado a la adolescencia, es decir, que aún es niño, sucede una verdadera tragedia griega cuando se pierde un juguete en el que uno ha puesto todo su contento. Un mi amigo de infancia poseía un trompo que su mamá le trajo de Esquipulas, cuando se largó del pueblo para irse a caballo en romería para un 15 de enero, trotando por las polvorientas veredas de “a caballo”, pasando Cuilapa, Mataquescuintla, Jalapa, Quetzaltepeque, la Cuesta de los Compadres, hasta llegar a la cumbre y divisar las cúpulas del templo de Esquipulas, en la vecindad del Cristo Negro que talló Quirio Cataño.

Y fue un sufrimiento para esta señora,   montar una yegua durante catorce días, de ida y vuelta, con la pierna doblada en el galápago, durmiendo en los corredores municipales de cada municipio y sobreviviendo a puros julapes o tamales de viaje, frijoles volteados envueltos en tusa, cecina y café.

Este cuate me decía que por ese sufrimiento de su mamá, él amaba su trompo. Y quizá ese cariño llegaba a lo patológico, porque cuando perdía una ronda en el patio de la escuela, escondía el trompo y alegaba que lo había perdido. Además, no tenía mona con la cual recibir los calazos del trompo ganador. Un día de verdad se le perdió el trompo y le agarró tiricia o nostalgia, que hasta lo llevaron a los Evangelios pues podía tratarse de una “salidura” según el decir de las abuelas, aunque el cura del pueblo opinaba que eso pasaba cuando uno no había sido confirmado.

No sé si le pasó melancolía por el trompo, pues dejé de verlo para siempre cuando al papá, que era el telegrafista, lo trasladaron a Benque Viejo y vaya usted a saber dónde queda ese pueblo.  A mí me pasó algo igual. Un hijo de mi padrino, que era médico graduado en México y que regresó para a recordarse de este pueblo en donde hizo su ejercicio rural antes de recibir su título; y aquí todos lo recordaban porque nunca habían visto un señor vestido de blanco que recetara pócimas, confortes de huevo, sinapismo de mostaza y agua de calaguala para cualquier dolencia. Pues este hermano espiritual me regaló un camioncito de plomo, todo pintado de verde, que era una réplica de los que transportan gasolina.

Yo veneraba el camioncito y hasta le construía carretera en el patio de la casa, para que, en mi imaginación, repartiera gasolina en cuanta aldea o caserío había en los alrededores, también imaginados, porque no habían gasolineras. Antes tuve un camión; pero, era de pino “Made in Quiché”, de esos que llegan a vender los marchantes y que huelen a ocote, bien pintado de colores como barrilete o como arcoíris.

Y resultó que el tal camioncito, cuando sentí se me fue entre un montón de madera aserrada que mi abuela guardaba celosamente para cuando reconstruyera nuestra casa de adobe. Primero se murió y nunca tuvimos dinero para la reconstrucción y yo nunca me metí entre la madera a buscar mi camioncito, porque tenía miedo que me mordiera una culebra. Y llegué a viejo y sigo pensando si en la reconstrucción que se hizo muchos años después, el camioncito se me haya ido en una zanja donde levantaron las paredes. Puede ser.

Algo así como esos lugares en donde dicen que descasa el soldado desconocido, que en realidad nunca lo conoció, porque también es producto de la imaginación. Pero, el camioncito de plomo, por ahí ha de estar.

René Arturo Villegas Lara

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