Desde antes de su toma de posesión, la guerra ya estaba declarada contra Bernardo Arévalo y su equipo. Tras casi año y medio de gobierno, no se ha visto firmeza alguna de lucha contra las verdaderas fuerzas del mal y la corrupción, que tienen de rodillas a la República y la Democracia. Solo se han removido aguas, no ha habido corte de cabezas donde debía, ni mucho menos reingeniería de estructuras. Esa falta de acción ha indignado al pueblo y la gran pregunta que nos hacemos todos es: ¿por qué no actúa el presidente? Exploremos algunas posibilidades.

Para empezar: Bernardo Arévalo es un académico y diplomático, no un político de gestas. Un perfil como el suyo choca frontalmente con un Estado donde impera, desde hace siglos, una “cultura de impunidad”. Un sistema corrupto –de arriba abajo y viceversa– donde tales prácticas están tan normalizadas que no hay consecuencias reales para los infractores, más bien continuidad de sus actos. Sí a eso le sumamos una justicia lenta, parcial y manipulable, el resultado es un escenario de redes institucionales y sociales carentes de un actuar honesto, y correcto. Entonces la pregunta clave es: ¿Cómo gobernar en semejante contexto?

Hasta ahora, lo que hemos visto del actual gobierno es que continúa respondiendo a las mismas conveniencias políticas –algo típico de la diplomacia–. Para nuestro caso: evitar sanciones para mantener alianzas y no generar enemigos, incluso dentro de su propio partido y entre grupos influyentes. Castigar a un poderoso corrupto podría desencadenar represalias o fracturas en su coalición. La actitud actual –“machete estate en tu vaina”– obedece también a otra razón: Bernardo Arévalo carece de la fuerza pública para librar esta batalla, incluso para garantizar su permanencia en el poder. Hablamos del temor a ser desplazado –golpe de Estado–, sombra que cubre su liderazgo desde antes de asumir y que lo ha llevado a aplicar la “ley del Hielo”.

Es evidente que heredó un Estado corrupto en todos sus poderes y con instituciones frágiles y un sistema judicial dependiente, incapaz de impartir justicia en ninguno ámbito del derecho, ya sea social, público o jurídico.

Sin embargo, muchos –guiados por el prejuicio chapín– sospechan y afirman que tras el actuar actual del presidente hay algo más: Intereses económicos o corrupción sistémica y entonces surge la zozobra: ¿estará él y su círculo conectados con redes de favores, financiación ilegal o negocios oscuros?

Más allá de esas especulaciones, lo cierto es que vivimos tiempos de indulgencia política hacia los abusos de poder, producto de una tolerancia social y cálculos políticos donde priman el miedo y el estancamiento. A eso se suma nuestra histórica impotencia colectiva y fragilidad gubernamental. Cuando no hay sanciones reales, agendas de desarrollo en busca de equidad, la corrupción se generaliza y perpetúa, y los ciudadanos pierden confianza en el sistema y en sí mismos para influir en las decisiones políticas, económicas y sociales. Si durante siglos se ha tolerado la impunidad, solo los propios ciudadanos, artífices de esta cultura, pueden transformarla. Esperar un mesías no es realista, es ingenuo.

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