El águila, desde lo alto, vio aquella cabeza calva, quizá redondeada, que brillaba con los rayos de un sol indiferente observándolo todo desde muy lejos. El ave, enorme y siempre expectante ―que también pudo ser un buitre―, soltó de entre sus garras la tortuga que pensaba devorar en cuanto se hubiera deshecho del caparazón, aquella coraza dura que sin duda evitaba iniciar el festín que permitiera saciar su hambre, y tal vez también el hambre de algún polluelo impaciente esperando en algún lugar.

Esquilo no vio venir al ave. No vio venir la tragedia que se avecinaba y cuyo texto ya no podría escribir, así como había escrito tantas obras de dramaturgia y poesía dramática en las que no solía dar más interés a los personajes que a la situación de la cual trataba y al desarrollo de la obra en su conjunto. Paradójicamente, aquella tragedia sería el final trágico de una vida dedicada a escribir tragedias ―dispénsese la redundancia―, obras que han logrado trascender el tiempo y quizá los detractores de su época.

Como se sabe en nuestros días, los buitres suelen soltar sus presas desde lo alto en pleno vuelo ―o los huesos de estas― cuando son de gran tamaño o cuando su dureza no les permite devorar aquello que puede convertirse en su alimento. Su intención al hacer aquello, es romper en pedazos las piezas grandes y poder aprovecharlas mejor. Por ello, quizá el ave que soltó a la tortuga haya sido un buitre y no un águila, aunque la verdad es que resulta un poco difícil comprobar hoy día tal extremo.

Si el ave confundió la cabeza calva de esquilo con una piedra, vista desde lo alto, como sugieren las historias pintorescas que han llegado hasta nuestros días, es algo que no podremos comprobar. Sin embargo, el impacto de una tortuga, cualquiera que sea su tamaño, sobre la cabeza de un ser humano, aventada desde arriba, desde la distancia, y con la velocidad que la fuerza de la gravedad le imprime, seguramente le convierte en un misil que causaría la muerte de cualquiera.

A Esquilo ―dicen las leyendas―, que previo al fatídico día en el que su vida llegó a su fin, un Oráculo le había predicho, de manera más bien poética, que el final de su vida llegaría como producto de un dardo que le caería del cielo. Y aunque ciertamente no hay nada más disímil que un dardo y una tortuga, verídico o no, todo parece indicar que la predicción no era del todo desatinada, en virtud de que al conocido autor de tragedias, la muerte le llegó como una auténtica tragedia, desde lo alto.

Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

post author
Artículo anteriorLa orquesta espera al director
Artículo siguienteJorge Alonso Samayoa: insigne maestro centenario