Esta Antigua no es mi Antigua, aquella que me compartió varios años de su centenaria vida. Es que La Antigua, mi Antigua, está casi tan lejos como la ciudad que fundaron los aturdidos sobrevivientes de la catástrofe del Volcán de Agua allá por 1543. La Antigua, entonces “la nueva” capital del Reyno de Goathemala, por cuyas aceras transitó el primer obispo, Francisco Marroquín supervisando las iglesias, conventos y beaterios de su jurisdicción, así como las escuelas de los niños indígenas. Igual de lejos están aquellas gentes que escucharon los pasos de jinetes que venían de hacer la guerra, de consolidar la conquista, de “apaciguar a los indios”. Muy remotas están también las losas que besaron los pies del Hermano Pedro. Distantes están las voces de las vecinas que compartían los chismes de la irrefrenable lascivia de don Felipe IV, en un castellano andaluz con retoques criollos, cuyas habladurías rebasaban las barandas de los ventanales. Las piedras ya no son las mismas piedras que soportaron el paso cansino de las 40 mulas de la recua que traía en sus lomos el gran avance de la civilización: la imprenta que trajo fray Payo Enríquez de Rivera al tiempo que se preparaba para la inauguración de la Universidad de San Carlos de Borromeo. Tampoco es la ciudad en que se regodeaba el joven Francisco Antonio Fuentes y Guzmán, regidor perpetuo de la ciudad, a quien la belleza del Reyno y la ciudad, lo inspiraron para guiar su pluma en admiración y casi gimoteo de las virtudes de aquella patria del criollo que inevitablemente se esfumaba. ¡Lamentos!

También se han ido las calles por las que Antonito, un chaval de 7 años que no entendía por qué tenían que dejar la casa paterna de los Larrazábal y abandonar a la fuerza la ciudad por órdenes de don Martín de Mayorga, quien amenazó con destruir edificios públicos, y hasta templos si fuere necesario, para que todos los vecinos se trasladaran al nuevo emplazamiento de la ciudad de Guatemala en el valle de La Ermita. El niño tuvo que acomodarse en uno de los tantos carromatos que enfilaron en caravana hacia el nuevo Valle de las Vacas.

No es la Antigua que cuyos volcanes despertaron en Rafael Landívar el amor a su tierra a la que dedicó los bellos versos de “Rusticatio Mexicana”: “Salve oh dulce Guatemala (…) deja, hermosa, que traiga a la memoria las dotes, las ofrendas que convidas; tus fuentes agradables, tus mercados, tus templos, tus hogares, tu clima”. Ni son ya las calles calmas que acunaron las reflexiones de fray Matías de Córdova respecto de la astucia de los animales en su “Tentativa del león”.

Pero tampoco es La Antigua con la que yo crecí, a la que íbamos en 45 minutos (¡y eso que no había Waze!). Ha cambiado tanto, tanto. Mi papá parqueaba frente al parque central, luego frente al atrio de La Merced donde comíamos tostadas y tomábamos atol, y por último la obligada visita a San Francisco el Grande. En ese entonces no teníamos la barahúnda de carros que hoy invade la ciudad; y de motos. Tampoco habían invadido los hoteles, los restaurantes, las ventas, las agencias de turismo, las agencias bancarias. Era una ciudad de ritmo lento, donde la gente vivía y compartía la joya colonial con los turistas. Hoy día es un gran mercado, estresante, más que una ciudad-museo; sin parqueos directos y caminar por las aceras se torna dificultoso.

Nos tomó más de dos horas y media llegar, un jueves a primera hora de la tarde. (Me anticipo porque conforme avance la Cuaresma se va a poner más complicado. ¿Cuánto tiempo tomará el viaje los viernes y sábados? La Roosevelt, como siempre, atascada. El paso por San Lucas, igual de lento. Con todo, el embeleso de La Antigua se va sintiendo cuando empieza la bajada de Las Cañas como un bálsamo que aspira el alma, como la atracción de una gigantesca estrella que extiende su influencia gravitacional. Todos queremos ir a la ciudad, seducidos por el mismo encantamiento. Por eso, a La Antigua nunca le va a faltar gente, a pesar del tráfico y las incomodidades, por la sencilla razón que son tsunamis de gente que la quiere visitar. Todos con igual derecho. Así vienen los gringos y europeos, centroamericanos, mexicanos, orientales. Bienvenidos, todos.

Y sobre este gran descalabro podemos repetir: “culpas son del tiempo y no de España”. No es fácil administrar una ciudad que es vivienda (en la periferia, sobre todo), museo, historia hecha piedra, monumento nacional, patrimonio de la Humanidad, etc. No es fácil congeniar intereses de vecinos, hoteleros, restauranteros, parranderos, casamenteros, turistas, paseantes, religiosos, etc. Varias acciones se han tomado para capear algo de este temporal, como la implementación de parqueos. La colocación de semáforos. ¡¡¿Qué?!! Inevitable (uno en la entrada y otro camino de Ciudad Vieja). Pero de eso hablaremos en próxima entrega.

Y yo, al igual que don Francisco Antonio Fuentes y Guzmán lamento que se haya esfumado aquella ciudad de mi niñez, donde tantas vivencias se acrisolaron en ese relicario atemporal que es La Antigua, la muy noble ciudad de Santiago de los Caballeros.

Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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