La relación entre el Estado y la sociedad civil ha sido un eje central del debate político moderno. Encontrar el equilibrio adecuado entre el poder de la autoridad gubernamental y la libertad individual ha inspirado a pensadores británicos como Hobbes y Locke, o los francófonos Rousseau y Tocqueville.
Quizá para esto nos ayude imaginar dos escenarios opuestos: el primero, donde el gobierno crece en exceso y ahoga las libertades individuales y colectivas; y el segundo, donde la sociedad civil limita de forma extrema las facultades del Estado, dejando a la población vulnerable al caos que probablemente se desencadenaría muy pronto en la ausencia estatal.
En el escenario del Leviatán desbordado, el gobierno se expande más allá de sus funciones esenciales y se convierte en una fuerza omnipresente en la vida cotidiana de los ciudadanos. La intención inicial puede ser benéfica: garantizar la seguridad, la estabilidad económica o la justicia social. Sin embargo, a medida que el poder del Estado crece, también lo hacen los riesgos para las libertades de las personas y de los grupos sociales. La intervención del Estado tendería a ser total no siendo imposible su conversión en un Estado totalitario.
Sin embargo, el proceso mostraría pronto las señales de un Estado sobredimensionado con un exceso de regulaciones: La intervención del Estado se evidenciaría en leyes y normas excesivas que regulan desde la economía hasta la vida privada. Se impondrían controles de precios, restricciones laborales exageradas y regulaciones medioambientales asfixiantes. En este escenario, las empresas y los ciudadanos se verían atrapados en una maraña burocrática que irremediablemente frena la innovación y el desarrollo. Además, se daría una vigilancia masiva: En nombre de la seguridad, los gobiernos implementan sistemas de vigilancia masiva mediante multitud de cámaras, escuchas telefónicas y el rastreo de la actividad en línea. Esto convierte a los ciudadanos en sujetos permanentemente observados, una sociedad verdaderamente panóptica, eliminando la privacidad como uno de los derechos fundamentales.
El gobierno desplazaría gradualmente a la sociedad civil: Cuando el Estado asume todas las funciones de protección social, generando redes en la educación, la salud o las pensiones por vejez o enfermedad, las organizaciones de la sociedad civil pierden relevancia. La autonomía individual se reduce, y la población se convierte en un ente dependiente de la administración pública. Aún más grave es el monopolio del discurso público: En este escenario el gobierno controla los medios de comunicación y utiliza la propaganda para manipular la opinión pública. Se censuran voces críticas y se impone una narrativa única que debilita el pluralismo y destruye la democracia.
En un estado leviatánico, la libertad individual se sacrifica en nombre del control y la seguridad. La censura, la vigilancia masiva y la regulación excesiva crean una sensación de asfixia social. Las voces disidentes son silenciadas, y el pueblo se convierte en un espectador pasivo de su propio destino. Se llega a la distopía orwelliana de 1984.
Friedrich Hayek advertía que el control total de la economía y la sociedad por parte del Estado conduce inevitablemente a la servidumbre. La historia ofrece ejemplos contundentes: los regímenes totalitarios del siglo XX, como la Alemania nazi, la Italia fascista o la Unión Soviética, mostraron los peligros de un Estado Total desbordado por su propia ambición de control.
Sin embargo, es posible también imaginar un escenario en el otro extremo donde la sociedad civil desbordada limita excesivamente las facultades esenciales del Estado. Este escenario se basa en la idea de que la intervención gubernamental debe reducirse al mínimo, pero, llevada al extremo, esta lógica puede tener consecuencias caóticas. Asimismo, podremos observar las señales inequívocas de un Estado debilitado, cuando existe una desregulación extrema: La eliminación de regulaciones permite a las empresas y a los individuos actuar sin más control que sus intereses particulares de corto plazo, lo que sin duda deriva en abusos laborales, prácticas comerciales anticompetitivas o daños graves al medio ambiente. La búsqueda de beneficios económicos sin restricciones suele generar desigualdades profundas que fracturan la solidaridad necesaria para que la sociedad funcione.
En este escenario se podrá notar la falta de garantías sociales: Al reducir el papel del Estado en la educación, la salud y la seguridad social, se deja a la población en manos del mercado que no siempre funciona adecuadamente. Esto incrementa la desigualdad de oportunidades, ya que quienes no pueden pagar por servicios privados se ven excluidos de lo necesario para mejorar sus vidas con las consecuencias de un país sin posibilidades reales de crecimiento y desarrollo.
En este escenario de gobierno mínimo, la seguridad se tiende a privatizar, y las empresas de seguridad privada asumen funciones que antes eran públicas. La justicia también se privatiza con la proliferación de tribunales arbitrales, donde la justicia se vuelve inaccesible para quienes no tienen los recursos económicos o políticos adecuados.
La ausencia de una autoridad fuerte para regular el comportamiento social puede dar lugar rápidamente a la anarquía y al desorden social. Las calles se vuelven espacios inseguros, los conflictos entre particulares aumentan, y la violencia puede desbordarse sin un sistema judicial eficaz para resolverlos.
En una sociedad con un Estado demasiado débil, la libertad individual se convierte en privilegio del más fuerte. La ausencia de regulación permite que los poderosos, grandes empresas, grupos armados o mafias delincuenciales, impongan su voluntad sobre los más débiles. La libertad se convierte en privilegio de quienes tienen los recursos suficientes para adquirir la protección física o legal requerida, mientras que el resto de la población queda indefensa.
Thomas Hobbes, quien vivió la guerra civil inglesa en el siglo XVII, sostenía que, sin un Estado fuerte, la vida en sociedad se convertiría en una lucha de «todos contra todos». La violencia y la inseguridad proliferarían, y la libertad real se perdería en medio del caos. Ejemplos de esta situación se encuentran en países con instituciones frágiles y altos niveles de corrupción, donde las mafias y el crimen organizado llenan el vacío de poder.
Los dos escenarios extremos descritos muestran los peligros de un gobierno desbordado y de una sociedad sin el indispensable control estatal. La clave está en encontrar un equilibrio entre la autoridad del Estado y la autonomía de la sociedad civil. El Estado debe proteger la libertad sin asfixiarla, mientras que la sociedad debe fiscalizar al Estado sin debilitarlo.
Las democracias liberales buscan este equilibrio. Un gobierno con controles internos mediante la separación de poderes y externos con una sociedad civil bien educada, activa y participativa que pueda garantizar la libertad individual sin sacrificar la seguridad y la justicia. La experiencia histórica enseña que la tiranía surge tanto del exceso de poder como de su ausencia. Encontrar ese justo medio es el gran desafío de las democracias contemporáneas.