La muerte de mi padre me enseñó (ocurrida hace más de cuarenta años) algo que yo no había querido entender: que todo se acaba y que debemos aceptar la extinción de la vida (de la suya) y de la propia sobre todo (templos y catedrales se han elevado en el gótico al infinito rogando por la redención del mundo y por el tremendo paso al otro).
Mi muerte es necesaria ¡cómo me costó entenderlo! Si me empeñara en ser eterno (en cuerpo y alma tras el juicio final, como predican los creyentes) estaría intentando grotesca, absurda e infructuosamente subvertir los diseños del noúmeno: del ser, de lo inmutable. Es decir, del eterno retorno (que algunos vislumbran) y que los “mayas” veneraban en sus ritos tan afines con los ciclos naturales y con lo que ha de emerger y luego desaparecer –como el sol y la luna- en su eterno perseguirse y esconderse para luego resurgir si lo queremos ver y entender en un plano didáctico.
¡No morir –bien pensado- sería espantoso! Porque -al contrario de lo que parece- resulta más necrófilo que resignarse a la muerte, sin esperar vida eterna a no ser la transmutación material. No es el hombre un ser para la eternidad. Ni su cuerpo ni su alma. Pertenece, sí, y es parte de un ser eterno (como el noúmeno) que no podemos conocer y que acaso esconde sus pliegues y sus formas más profundas al eterno retorno y a la materia o energía que jamás claudica. Pero cuyos incidentes o “individuación” (nosotros) ha de
cumplir un ciclo y reintegrarse al Todo, porque si no el reciclaje de la energía no tendría efecto y entonces la vida se debilitaría con el suicidio y sus múltiples formas.
Sólo en este sentido la muerte podría tomarse como un bien (pero nunca como en ella ven un bien los cristianos) solamente un bien en el sentido de necesaria para que un ciclo termine y de nuevo comience, pues si se estriñera se podrían producir explosiones monstruosas y aberradas.
Por supuesto que (para aceptar y gozar de la idea oriental del eterno retorno) debemos desvestirnos de las enseñanzas cristianas que nos hablan de una paranoia o inmortalidad personal e individual y de la que tendríamos conciencia si efectivamente la gloria o el infierno existieran. Es decir, el más allá.
Para disfrutar del eterno retorno (que no es de ninguna manera la personal y también paranoide metempsicosis o transmigración de las almas) debemos retornar a la naturaleza
¡es un imperativo! Sólo retornando a ella y observando su conducta podremos aceptar ecuánimemente y sin exigencias del “yo” e individuales, el eterno retorno y los ciclos de aparecer y desaparecer del SER. Esto es, la “individuación” cuyo significado terminológico es más propio (según midiccionario) de Schopenhauer que de Jung.
Hoy estuve viendo durante varios minutos (acaso una media hora) una minúscula milpa que por “casualidad” o causalidad creció en el jardín de mi casa. Tienen las matitas apenas unos tres o cuatro centímetros de altura. Observarla es toda una lección metafísica y ontológica. La milpa crece lozana bajo el sol y el agua sin preguntarme o peguntarse si habrá de perder ese rutilante verdor con que viene y trocar su colorido en dorado y luego en café oscuro de muerte. ¡Ella crece, simplemente! Tampoco se pregunta o me pregunta si me la he de comer y si sus granos encontrarán la muerte entre mis labios y mis dientes. Porque sabe que mi boca más que tumba sería nuevo nido, nuevo engendrar, nuevo ciclo al caminar por mis arterias y al navegar entre mi sangre que transportaría los granos de mi hoy tierna y minúscula milpa hasta mi cerebro, donde se convertirían en ideas y palabras que yo pongo en este artículo que usted lee y que aparentemente está hecho de nada porque no es de papel.