Y ahí es donde nos volvemos especialmente vulnerables a la ilusión, al abuso
y a la fantasía. Porque una vez que vivimos en un mundo de símbolos creados y
simulaciones, quien sea que controla el mapa controla la realidad.
Douglas Rushkoff
Que somos animales ficcionales es un hecho. Soñamos demasiado y a veces mal. Por ello Epicteto, ya en el siglo I, nos advertía contra las figuraciones que perturban nuestro espíritu amenazando la vida buena. El estoico nos llama al realismo que permita edificaciones en tierra firme. Aunque no siempre es posible.
En el presente ese punto de apoyo sólido se complica aún más. Porque ya no solo son nuestras fantasías los obstáculos a superar, sino las que produce el poder. Esto nos lo enseñó en su momento Baudrillard al referirse a los simulacros y a las simulaciones que son propios de la época actual.
El francés se refiere al cuidado que debemos tener frente a los medios de comunicación social en su afán de sobrerrepresentación de la realidad. Lo que generan, dice, no es una explicación de los hechos, sino «hiperrealidad». Un filtrado cuyo resultado es la deformación de la experiencia.
Consciente del peligro, escribió «Cultura y simulacro», texto en el que profundiza su intuición primaria. La idea de que la cultura posmoderna está permeada por la simulación. Y nada escapa a ella. Discute cómo los medios, la publicidad, el cine y otros elementos culturales han contribuido a la creación de una realidad simulada.
Quiere decir que el mundo en su arquitectura está adulterado. Es un sistema de conocimiento corrompido sin que su estado sea casual. Hay una voluntad en el ecosistema de las instituciones que deforman los hechos para sesgarlos con fines de manipulación con provecho de pocos.
Así, lo de la caverna platónica tiene sentido. Las representaciones son más reales que la realidad misma. Esa es la causa por la que asentimos con facilidad, estimulados también por cierta candidez generosa con la que legitimamos los discursos. Como si los ojos se habituaran a la bruma, dando por descontada su incapacidad de visión.
La posverdad se ha asentado en nuestro espíritu. No es ya que nos interese distinguir la paja del trigo, es que nos van bien las certezas. Somos presa de nuestras emociones y hemos convertido ese estado en nuestro patrón oro. Lo importante es lo que sentimos, cómo lo sentimos y el resultado que genera. Es todo.
De aquí a la construcción de modelos disimulados hay solo un paso. Persuadidos del mecanismo social, los creadores de hiperrealidad provocan la desconexión con lo real. Así, ignorando el ardid, moldean nuestras percepciones y deseos. Por ello, el teatro político, sus discursos, campañas, propaganda… Y, finalmente, la narrativa que evita que decidamos informadamente.
Tiempos aquellos en que solo teníamos que cuidar las figuraciones propias. Hay, como decía Eco, una estrategia de la ilusión que solo podemos combatir con dosis fuertes de racionalidad, conciencia crítica, pensamiento independiente y alfabetización mediática. No hay atajos para ello.