Reflexiones Dominicales

Colaboración especial para compartir con los parroquianos y, de paso, con algún sacerdote que pueda sentirse inspirado para su prédica dominical.

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Varios temas se comprenden en las lecturas de este domingo. Entre ellas destaca la sabiduría, entendida como “el arte de saber vivir”. En la primera lectura del Libro de la Sabiduría suplica el salmista que “le fuera dada la prudencia”, y seguidamente se “llenó su espíritu de sabiduría”. Pondera el valor superior de ese conocimiento superior que supera a todos los “cetros y tronos”, a cualquier “riqueza”. “Todo el oro ante ella es un poco de arena y la plata como el barro”. Es preferible la sabiduría “más que a la salud y la belleza” y llega al extremo de afirmar que “la preferí a la misma luz, porque su resplandor no tiene ocaso”. Como se resalta en varios pasajes bíblicos, que teniendo la sabiduría vienen con ella “todos los bienes juntos”. En otras palabras, teniendo la sabiduría: “todo lo demás se dará por añadidura” (Mt. 6,33).

Salmo. Del Salmo 89 destaca la petición “Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato”. En esta súplica se encierra toda la ciencia de la existencia humana: ubicarnos en el escenario, saber calcular nuestros años. Reconocer nuestra mortalidad y el paso vertiginoso de los años. Tener siempre presente que todo es fugaz, “vanidad de vanidades, todo es vanidad”. Como dicen las coplas de Manrique: “no se engañe nadie, no, pensando que ha de durar lo que espera más que duró lo que vio”. En otras palabras, lo que nos toca por vivir se va a ir fugaz, de la misma manera que se ha ido lo que ya hemos vivido.

Por otro lado, debemos reconocer las cosas que son propias de cada etapa de la vida. El optimismo y desparpajo de la adolescencia. El entusiasmo y sana ambición (por hacer dinero o por destacar) de la primera etapa adulta. Las primeras reflexiones de la madurez. Las limitaciones y renuncias propias de la edad madura: “abandona con donaire las cosas de la juventud” (Desiderata). Entiéndase como tal, bajar el exceso de trabajo, reducir las parrandas, llevar un mejor orden en la vida, etc.

El salmista clama también la misericordia de Dios para que “nuestra vida sea alegría y júbilo”.

Evangelio. El texto del Evangelio guarda relación con esa “sabiduría de la vida” a que arriba se hace referencia. Si aprendemos a calcular nuestros años y adquirimos un corazón sensato llegaremos a la conclusión de que los bienes materiales son pasajeros y no satisfacen las profundas necesidades y carencias de la existencia humana. Si nos decantamos por las riquezas, como el vecino que le salió al paso a Jesús y arrodillándose le preguntó qué debía hacer para heredar la vida eterna. Era un hombre que podríamos calificar de buena persona por cuanto no había robado, ni dado falso testimonio, ni había estafado, tampoco había cometido adulterio y menos, había matado a nadie. Un hombre “bueno” pero incompleto. Cuando Jesús le dijo que iba por muy buen camino y que sólo le faltaba era desprenderse de sus riquezas “y tendrás un tesoro en el cielo”, entonces el hombre bueno se echó para atrás. Impensable para él dejar sus amadas riquezas. No, eso nunca. Y ese rico que se negó a abandonar sus apreciados bienes –y dárselos a los pobres y seguir a Jesús–, se personifica todo el tiempo, aparece en todas las sociedades a lo largo de las generaciones. Acaso nosotros mismos tengamos un poco de los genes de ese hombre rico. Renunciar, ese verbo rector que impone un sublime sacrificio, permutar las cosas materiales, pasajeras, por los valores eternos del amor de Cristo.

Para despedirnos de las riquezas y seguir a Jesús se necesita fe, mucha fe. Ya lo dice Jesús en otro pasaje: “Si tuvieramos fe como un grano de mostaza (…)”. Y el intercambio es infinitamente favorable para nosotros, dejar las cosas mundanas, los espejismos, a cambio de un tesoro en el cielo. Cuántos de nosotros nos convertiríamos si realmente tuviéremos fe…

Es la tragedia de los ricos, más no por el hecho de acumular patrimonio –que en sí no tiene nada de malo– sino por el hecho de que su corazón se decanta por esos bienes. Su vida gira alrededor de esa fortuna y todos sus afanes y desvelos se orientan a ese patrimonio mientras dejan pasar por su lado las buenas cosas de la vida como es el compartir, la familia, la meditación, etc.

El primer grupo que dejó todo fueron sus discípulos. Pedro, el más extrovertido, le hizo ver al Maestro que ellos habían dejado todo por seguirlo. Jesús le contestó: “En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras por mí y por el Evangelio, que no reciba ahora, en este tiempo, cien veces más (…) y en la edad futura, vida eterna”.

El premio se recibe por partida doble, por una parte una bendición “ahora, en este tiempo”. Una vida plena, satisfecha. En este sentido me da gusto ver la alegría contagiosa de aquellos que han dedicado su vida al servicio del Evangelio. Valga de ejemplo, entre miles, la Madre Teresa, que atendía a enfermos llagados y malolientes, siempre irradiaba una felicidad profunda. (Claro, siempre va a haber “Judas” infiltrados, si entre los 12 escogidos por Jesús había uno). Pero en general uno puede ver cómo, aquellos que han renunciado a las cosas mundanas, viven felices. ¿Cómo explicarlo?

Pero el premio mayor se reserva para “la edad futura, la vida eterna”.

Nota coloquial. Dos amigos del difunto ven pasar el féretro. Uno comenta: “Allí va Ramiro/en su juventud gastó su salud buscando dinero/en su vejez gastó su dinero buscando salud/y allí va Ramiro, en una caja, sin dinero ni salud”.

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