Roberto Blum

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En un mundo cada vez más volcado al progreso y a la tecnología, reflexionar sobre las corrientes de pensamiento que han forjado nuestra comprensión del ser humano y la sociedad parece ser un acto de resistencia vital.

La construcción del pensamiento moderno se presenta como un complejo entramado de conceptos y narrativas que han forjado las bases del llamado “epistema histórico” pero que sin embargo en el último medio siglo ha pasado a otro: el “epistema administrativo”.

El término «epistema» se refiere al conjunto de modelos, conocimientos y estructuras de pensamiento que configuran la comprensión de una época. Michel Foucault popularizó este concepto para describir cómo, en distintas etapas históricas, la forma en que se entiende el mundo varía drásticamente.

Por ejemplo: para el filósofo alemán J.F.G. Hegel, la historia no es un mero cúmulo de eventos, sino un proceso dialéctico en el que las ideas se desarrollan en una espiral ascendente hacia la realización de La Razón. Según esta lógica, el desarrollo de la humanidad es visto como el despliegue progresivo del Espíritu Absoluto, en el que cada etapa se supera a sí misma para lograr una comprensión más plena de la libertad.

Carlos Marx, tomando como punto de partida la dialéctica hegeliana, elaboró un análisis materialista de la historia. Según él no son las ideas las que determinan la realidad, sino las condiciones materiales de la existencia. Así, la historia de la humanidad se entiende como la lucha de clases, donde las fuerzas productivas y las relaciones de producción son las que determinan la estructura social y, en última instancia, el devenir histórico.

La crítica de Marx moldeó en gran parte los movimientos sociales del siglo XX y, aunque el marxismo ha sido reinterpretado y criticado, su enfoque histórico-materialista continúa siendo un marco de referencia para comprender el presente.

Con la publicación de El origen de las especies en 1859, Carlos Darwin introdujo una perspectiva radicalmente nueva sobre el lugar del ser humano en la naturaleza. La teoría de la evolución mediante la selección natural, al descentrar a la humanidad como el pináculo de la creación, desafió no solo a las creencias religiosas, sino también a las concepciones filosóficas sobre la esencia humana.

Más tarde, Sigmund Freud, al plantear la existencia de un inconsciente que determina gran parte de nuestras acciones, socavó la noción de que el ser humano es enteramente racional. El modelo psicoanalítico y su exploración de los deseos reprimidos y los conflictos internos reveló un nivel en el comportamiento humano que hasta entonces había sido ignorado. Freud abrió así un nuevo campo para la interpretación de la cultura y la sociedad, sentando las bases de disciplinas como la psicología y la teoría crítica de la cultura.

Toda esta radical transformación epistémica ha generado angustia en el hombre actual. El existencialismo, representado por figuras como Jean-Paul Sartre, Albert Camus y Simone de Beauvoir, emergió en un momento de crisis y desencanto tras las guerras mundiales. La desesperanza ante un mundo sin sentido y la angustia frente a la libertad absoluta son algunas de las temáticas centrales de esta corriente. La famosa máxima de Sartre, «la existencia precede a la esencia», pone de manifiesto una postura radical: el ser humano está condenado a ser libre, a construir su propia identidad y a asumir la responsabilidad total de sus actos en un universo indiferente.

En un tiempo marcado por la incertidumbre global y la fragmentación del conocimiento, aprender a pensar críticamente para abordar los desafíos del presente se vuelve vital: más aún, ya que hoy presenciamos el paso de la visión histórica a otra visión, la administrativa que representa una transformación profunda en la forma como se conciben y estructuran las relaciones humanas, la difusión de la información y la administración toda de la sociedad.

A partir de los años cincuenta del siglo veinte, este cambio refleja un viraje de la reflexión crítica hacia un enfoque instrumental y tecnocrático, en el que predominan la eficiencia, la gestión y la planificación como valores centrales.

Tras el final de la Segunda Guerra Mundial y en el contexto de la Guerra Fría, los países industrializados vieron el surgimiento de un nuevo orden, basado en la reconstrucción económica, el desarrollo tecnológico y el crecimiento del Estado del bienestar. Este periodo histórico está marcado por la consolidación de la burocracia como forma predominante de organización y la especialización del conocimiento. Así, la visión histórica se desplazó hacia lo administrativo que prioriza la previsibilidad, la regulación y la eficiencia operativa.

Décadas antes, el sociólogo Max Weber, había anticipado ya este cambio al señalar la «jaula de hierro» de la racionalidad burocrática como el destino del mundo moderno. Según Weber, la racionalización de la vida social implicaba que cada vez más aspectos de la existencia serían organizados, clasificados y administrados, dejando de lado el horizonte más amplio del significado y el sentido histórico en favor de una racionalidad técnica. Esta visión se hizo realidad en los años posteriores a la guerra con el auge de las ciencias de la administración, la sociología funcionalista y las teorías de sistemas.

En el epistema administrativo, las contradicciones son vistas como problemas a resolver y la conflictividad como un mal a evitar mediante la planificación y el control. Aquí, la figura del gestor reemplaza a la del filósofo y la del político, y los procesos sociales se interpretan mediante  conceptos como «retroalimentación», «eficiencia» y «sostenibilidad».

Esto se traduce en un enfoque tecnocrático, donde las organizaciones y las sociedades son vistas como sistemas que deben ser optimizados. La teoría de la administración de Peter Drucker, el enfoque de sistemas de Niklas Luhmann y los modelos de gobernanza reflejan esta transición. La finalidad última de la sociedad ya no es la emancipación humana o la búsqueda de la verdad, sino la maximización de la eficiencia y la estabilidad. El conocimiento se vuelve instrumental y el sentido histórico se desdibuja en la búsqueda de resultados medibles.

El individuo humano dejó de ser un sujeto político, para ser concebido como un ente que debe ser administrado: se habla de «población», de «recursos humanos» y de «capital social». El Estado y las organizaciones despliegan técnicas de regulación y administración de la vida misma, definiendo nuevos espacios de control y disciplina.

La transformación de nuestra visión no solo implicó un cambio en la organización del conocimiento, sino también una mutación en la subjetividad y en la manera de entender el rol del individuo en la sociedad. La crítica filosófica, que pretendía trascender la realidad existente, se ha visto en gran medida subordinada a una lógica de adaptación y conformidad. La «razón instrumental» de la que hablaban Teodoro Adorno y Max Horkheimer se convierte en el nuevo horizonte de sentido: la racionalidad es, ante todo, una herramienta para controlar y gestionar, más que para interpretar o transformar.

La desaparición de la historia como categoría central del pensamiento conduce a una «presentificación» de la vida: lo importante ya no es la dirección en la que se mueve la historia, sino la administración del momento presente. Esta tendencia se acentúa en la segunda mitad del siglo XX con la emergencia de la globalización y el auge del neoliberalismo, donde las sociedades son analizadas y gestionadas desde un prisma económico y financiero, en detrimento de las preocupaciones éticas, políticas o metafísicas.

Parecería que para asegurar la supervivencia de la humanidad en el largo plazo es necesario recuperar la dimensión histórica. Las crisis globales, como el cambio climático, la desigualdad y el colapso de los sistemas políticos, nos obligan a repensar si todo se puede administrar. El retorno a un enfoque histórico, capaz de interpretar el presente a la luz de sus raíces y sus desarrollos, se vuelve imperativo para afrontar los desafíos contemporáneos. Y no se trata de abandonar el conocimiento técnico o la administración, sino de integrar estos conocimientos en un horizonte que incluya nuevamente la pregunta por el sentido de la vida y de la historia.

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