Juan Jacobo Muñoz Lemus

juanjacoboml@gmail.com

"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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Si yo estuviera muerto y tuviera la oportunidad de volver a la vida, me pregunto si la aceptaría con todas las cosas que tanto me disgustan de ella, y de las que tanto me quejo.  En realidad, no lo sé, ni siquiera me veo muerto, pero sé que algún día va a ser así.

Tal vez voy a tener un espacio en la muerte para criticar a mi vida; pero mientras eso llega, deseo armonizar con ella para hacerle el amor.  Quiero una vida apasionada, que me insista, que me contradiga y me ponga obstáculos, y que a la vez me permita ver cómo puedo superar algunos.  Que tomado de su mano me enseñe que mis límites son muchos, que son cortos, que son apenas; y que lo que abarcan mis brazos es un poco menos que el universo y toda su dotación, y que por lo mismo no puedo tener tanto control. Una vida amorosa que me permita un lugar donde no tenga que ser noticia, hacer historia o dejar huella; y donde no deba saberlo todo, ni ser mejor que nada ni que nadie.

Me atrae la paz como un placer que quiero disfrutar mientras viva, tomando en cuenta que la muerte va a durar mucho tiempo.  La opción de ver a la vida como un deleite no me parece mala; aunque lo digo con respeto, pues no quiero ofender la historia de vidas realmente dolorosas.  Por el camino que tomé, pude ver a muchísima gente sufrir cosas insoportables por vivencias impensables que se hicieron realidad; y he visto a muchos llegar al extremo de quitarse la vida.  Personas a las que sin conciencia empática es fácil censurar, criticar o descalificar; sin reparar en que cada uno ve las cosas desde donde está y con los recursos que tiene; y que lo mismo no es lo mismo para todos.

Todo esto lo vengo diciendo a una grabadora mientras conduzco un vehículo propio. Vengo de un sitio a donde voy a regresar hoy mismo, y donde hay gente que me quiere. Voy a trabajar en algo que me gusta, donde recibo algún dinero por hacerlo, y con la consciencia de que mis problemas son pequeños en comparación; soportables, superables, y que en realidad ni siquiera son problemas sino circunstancias a las que no veo por qué invertirles ira, miedo o resentimientos, y mucho menos que me sirvan para rematar con alguna persona vulnerable que aparezca en mi camino.

No cabe duda de que venía pensando un poco en la vida, y como buen egocéntrico terminé pensando en mi propia vida. Todos tenemos una y estamos en ocasión de ver cómo nos llevamos con ella.  Se pueden asumir roles como los de víctima o de victimario. También se puede racionalizar ad infinitum para darnos la razón. A nuestra vida la podemos denigrar y hasta maldecirla, lo cual sin duda es más fácil que bendecirla. Tal vez la gratitud sea un desarrollo, como un nivel elevado del espíritu que toma en cuenta que las cosas nunca son como uno quiere. Y puede ser que por eso, se reciba con tanta soberbia y se esté en todas partes imponiendo condiciones. Uno quiere que le den, pero se resiste a dar; y quiere que lo inspiren, pero no se siente una inspiración.

Hace tiempo entendí que el ser humano es una especie y que como tal solamente es perfectible, quiero decir capaz de mejorar; pero en nuestra formación de humanos, se nos instiló que debíamos ser infalibles. Los ojos del mundo acechan en un territorio de demandas donde comparar, competir y ganar son los únicos valores aceptables. Siempre se dijeron otras cosas para maquillarlo, pero en el fondo es eso. Sufrimos la terrible alienación, y las cosas sin importancia terminaron siendo las más importantes.

Las consecuencias no se hicieron esperar, y aparecieron campeando el poder, el prestigio, la envidia, el egoísmo, la codicia, la avaricia, la belleza física; todos comandados por la soberbia.  Los emisarios de estas demandas no sin intereses sino al contrario, fueron la sociedad, la cultura, la educación, la moda, la publicidad, y cualquiera que pudiera tener influencia.  Nos llenaron de frases hechas y nos tiraron al agua.

El trayecto se volvió difícil, para algunos insoportable; con la identidad puesta en la opinión de los demás y no en la conciencia de ser uno mismo. Se institucionalizaron todos los fenómenos humanos naturales, se corrompieron, y el mundo se llenó de reglas. La obligación, la compulsión y el falso orgullo se fueron naturalizando, y la tarea humana se deshumanizó.

Cuando la brecha entre la expectativa y la realidad es muy ancha, es fácil atormentarse y asumirse un fracasado.  Primer error, crear una expectativa injusta; y segundo, asumir que debemos ser perfectos.  Se ve en el amor, en la fortuna, en el reconocimiento social, en el trabajo, en todas partes.  Además, es fácil que suceda así porque siempre hay capataces que fustigan para acicatear la tendencia.

En un escenario así, los seres humanos hemos perdido la dimensión de nuestras posibilidades de alcanzar la plenitud por irrespeto a nuestros límites. Trazamos objetivos inalcanzables e ilógicos, y por lo mismo capaces de hacernos sentir en un pésimo nivel.  Todo se volvió un desastre, y en una franca entropía, lo que debía ser una eclosión terminó en una implosión.

Por supuesto que conceptos como excelencia y primer nivel no faltan; y si abordo el tema es porque veo a muchas personas sufriendo y agarrándola contra ellas mismas por sentir que no dan la talla, con una crisis de identidad y una dolorosa distorsión de su propio valor.  Y no estoy diciendo que vivir deba ser fácil o cómodo; es obvio que vivir en la realidad requiere renuncia, sacrificio, esfuerzo, frustración, desengaño y responsabilidad; todo antes de disfrutar los beneficios.  Pero de qué beneficios estemos hablando es lo importante.  La vida es irrenunciable, y las expectativas hacen la diferencia, para bien o para mal.

En un universo tan diverso la tendencia es a querer homogeneizar la diversidad, con la pretensión de que lo diverso sea siempre lo mismo.  A este paso la única diversidad puede ser lo que yo soy; y de ahí que una ruta hacia adentro de uno mismo sea la mejor, para que la primera revolución sea la interior.  Un espíritu indomable es un antídoto contra cualquier corrupción propia.

No podemos ser perfectos, pero sí podemos cambiar y mejorar.  Con humildad y paz interior podemos ser perfectibles y nada más.

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