En el diario discurrir de la vida siempre emergen las figuras de personas que se comportan de manera antipática y desagradable por no calificarla como odiosa o simplemente mala. Como cosa curiosa, los malvados parece que tuvieran un extraño poder en el desarrollo de sus vidas, pues de una u otra forma logran imponerse en su grupo social.
Es imprescindible que los villanos utilizan diversos modos para lograr su objetivo; a veces exhiben conductas caprichosas, berrinchudas o tal vez su descarado atrevimiento para realizar sus actos sea lo que intimida a personas temerosas y preocupadas de no parecer vulgares o mal educadas.
La feroz competencia política que se desarrolla antes, durante y la posterior etapa eleccionaria, necesita de individuos por decirlo de alguna manera, que sean particularmente ásperos, por no decirlo de otra manera; que tengan el firme interés de desprestigiar a sus rivales utilizando cualquier argumento falso o tendencioso que minimice ante la población la capacidad y calidad de quienes le han superado en votos o ejercen algún cargo público.
Las reflexiones anteriores son producto de observar en los medios de comunicación a personajes que, por su trayectoria política y administrativa delictiva en los gobiernos pasados, ahora se presentan ante la población como personas intachables y preocupadas por el bienestar del pueblo, lo cual acrecienta la negativa imagen que ellos mismos se forjaron durante su función gubernamental.
Políticamente en Guatemala, vivimos en un mundo de antropofagia, traducidas en cadenas de odio normalizadas por la costumbre y paradigmas que avalaron tales acciones como único medio para trascender ante la población; los políticos sabotearon a los políticos cuando ejercieron cargos públicos utilizando los medios más sanguinarios, tácticas más despiadadas y peligrosas para lograr que sus rivales no ganaran la lucha por acceder al poder.
El hambre de poder heredada por generaciones está destruyendo los modelos de convivencia social, desarmonizando nuestra capacidad de escuchar, impulsándonos a la violencia que irremediablemente nos condena al sufrimiento por la pérdida de seres queridos, amigos o conocidos. Pareciera ser que, como especie, camináramos en círculos sin siquiera movernos, pero estamos dando pasos acelerados hacia el retroceso de una evolución biológica, política, económica y social.
El origen de la palabra cultura es agrícola, se deriva de cultivo, es decir, llevar lo agrario a su más pleno desarrollo; la cultura es, así, la expresión de lo mejor de un ser y de un mundo, una manera especial para humanizarnos; pero la barbarie moderna la invadió y colonizó transformándola, erosionándola en las áreas del cine, la pintura, la moda, la educación y la política; esa barbarie está presente en casi todas las manifestaciones de cultura para hacernos creer que es parte de la cultura misma.
Cicerón, en su obra Las disputaciones tusculanas usó el término como un análogo de la perfección del alma filosófica, uno de los ideales más altos de lo humano vinculado con la educación. Desde entonces el término se volvió cada vez más complejo, pero no perdió su carácter de cuidado y mejora.
Por desgracia, el desprecio por el lenguaje, la pérdida del significado real de sus palabras y que se les atribuya significados distintos ha producido una “amebiasis lingüística” que infecta a la sociedad con interpretaciones diferentes; por ejemplo, cuando se habla de “cultura de la muerte y cultura de la violencia” esos adjetivos son precisamente lo contrario de lo que pretenden calificar. ¿Habrá “cultura política” en Guatemala?