Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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He de suponer que en lugares tan lejanos como Finlandia, Noruega o Siberia, la gente no suele padecer esa suerte de experiencia épica que bien podría describirse como una moderna epopeya del zancudo. Las preocupaciones en esos lares, seguramente, distan mucho de los temores a contraer dengue o alguna otra enfermedad tropical transmitida por la picadura de un Aedes Aegypti. El frío, el hielo y las particularidades de los lugares nevados de esas latitudes, sin embargo, también tendrán sus propios retos y desasosiegos que nos son ajenos en esta parte del mundo. En América Latina se han escrito hasta canciones y poemas en honor de ese personajillo que, no obstante su ínfimo tamaño, es capaz de torturar cruelmente al ser humano, especialmente por las noches, cuando suelen hacer de las suyas. Los zumbidos nocturnos que provocan aplausos forzados o cachetadas inmerecidas y autopropinadas, son casi ya una tradición que bien podría contarse como parte del acervo cultural de los pueblos de esta parte del globo. “Hay que cerrar las puertas y ventanas para que no se entren los zancudos” decían las abuelitas, pero esos vampiros diminutos siempre se las arreglan para colarse quién sabe cómo, por dónde y en qué momento, a pesar del clima asfixiante que a veces supone hacer caso de tal propuesta de solución. Y por más insecticidas en aerosol, placas “ahuyentamosquitos” enchufadas al tomacorriente, o raquetas recargables que achicharran zancudos (y que vaya a saber quién inventó), lo cierto es que una solución realmente efectiva pareciera no estar aún a la vista. En horas de la madrugada, mientras intentaba dar caza a mi cruel chupasangre torturador que ya me había desvelado suficiente, pude ver por mi ventana, del otro lado de la calle, luz en la casa de enfrente, y escuchar en el silencio de las horas de oscuridad, esa característica leve detonación como mínimo rayo en mitad de una tormenta eléctrica, seguida del aplauso a una cruel y tortuosa sinfonía no deseada, claro indicio de que en las cercanías alguien más libraba una batalla similar cuando aún faltaban varias horas para el amanecer. “Pero imagínate ―dijo un amigo a quien le conté los particulares motivos de tal desvelo y mi batalla con un diminuto pero persistente oponente― vivir en Finlandia, Noruega o Siberia, y perderte la experiencia de vivir una epopeya como esa”… Recordé, cuál deja vu en un segundo, muchos chistes que suelen contarse al respecto, y deseé no tener que repetir la misma batalla hoy también, pero quién sabe.

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