Luis Alberto Padilla

Doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Paris (Sorbona). Profesor en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos. Es diplomático de carrera y ha sido embajador en Naciones Unidas (Ginebra y Viena), La Haya, Moscú y Santiago de Chile

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Una narrativa creciente en los países occidentales – y recordemos que estos no tienen nada que ver, necesariamente, con su ubicación geográfica puesto que, aparte de Europa Occidental, Canadá y Estados Unidos también se suele ubicar dentro de ellos a Nueva Zelanda y Australia – afirma que la principal confrontación del mundo contemporáneo sería entre “democracias y autocracias”. Obviamente, las democracias serían las occidentales, mientras que las autocracias (Rusia, China, Irán, Arabia Saudita, posiblemente Turquía, India  o en nuestro subcontinente Venezuela, Cuba, Nicaragua y posiblemente El Salvador). Esta nueva contradicción habría venido a sustituir la vieja contradicción  de los grandes  bloques de la Guerra Fría – capitalismo vs. comunismo – entre otras razones porque el comunismo fracasó y actualmente el capitalismo domina la economía mundial.

Sin embargo, en anteriores artículos hemos dicho que hoy en día todos los países del mundo pretenden ubicarse en el campo de las democracias y que, la complejidad de los regímenes políticos hace difícil sostener que Vladimir Putin, Xi Xin Ping,  Recep Tayyip Erdogan, Narendra Modi,  Miguel Díaz Canel, Daniel Ortega, Nicolás Maduro  o el mismo Nayib Bukele sean autócratas (dictadores o “tiranos” como se solía decir antes) dado que existen procesos electorales (aún en Cuba o China que tienen un  sistema político de partido único) que permiten dar legitimidad a los gobernantes, y el tiempo que algunos de ellos permanezcan en el  poder, cuando se trata de regímenes parlamentarios – Alemania o Israel –  no permite dar tal calificativo  a personajes como Ángela Merkel o incluso  a Benjamín Netanyahu.  En todo caso se trata de un debate de las ciencias políticas, de tal suerte que para algunos autores más convendría aplicar a estos regímenes calificativos como “democracias híbridas”, de “fachada”  o incluso “democracias autoritarias”.  Como explicamos en un artículo anterior sobre el tema, aquí mismo en Guatemala si en algo tuvo éxito el “pacto de corruptos” fue en establecer un sistema autoritario, pero no por eso Giammattei se convirtió en “dictador” o autócrata.  Parte de las tareas que tiene ahora el gobierno del presidente Arévalo es justamente el restablecimiento de una democracia representativa que funcione, entre otras cosas,  de acuerdo con el sistema de pesos y contrapesos (independencia entre sí de los poderes del Estado) y estamos viendo que sin eliminar a la principal operadora del pacto en el MP esto no va a ser posible.

No obstante,  puesto  que la narrativa “Democracias vs. Autocracias”  pertenece al ámbito de las ciencias políticas por ahora lo dejamos en suspenso. Lo que nos interesa es destacar el hecho que Estados Unidos está utilizando dicha terminología para tratar de justificar –  ideológicamente –   el expansionismo de la OTAN más allá del Atlántico Norte en dirección del Mar Negro, Caspio y  el Asia Central mientras que en el extremo oriente es el asunto de Taiwán (en el mar meridional de la China)  la brasa candente de estos días.  En el fondo lo que hay aquí es la vieja propuesta geopolítica de Halford Mackinder “quien controla el corazón del mundo – Eurasia – controlará el mundo”. Perfectamente resguardado en su territorio continental Este-Oeste por los dos grandes océanos y Norte-Sur por Canadá y por México, la interrogante por excelencia es ¿Qué hace Washington tan lejos de su continente? ¿No se percatan en el Pentágono que ninguna amenaza militar puede provenir de los países del extremo oriente si de armas convencionales se trata? ¿No se supone que la destrucción mutuamente asegurada (MAD) es suficiente motivo de disuasión de cualquier ataque nuclear con misiles intercontinentales?

En la alta política internacional, las potencias nucleares que juegan en la “Champions League” no se rigen –  en asuntos militares –    por el derecho internacional sino por el equilibrio de poderes. Cada vez que una potencia pretende convertirse en hegemónica  (pasó con Napoleón y con Hitler de manera evidente) se produce una ruptura de ese equilibrio y estalla la guerra. Estados Unidos, que tuvo que acudir en auxilio de franceses y británicos (y hasta de los soviéticos durante la Segunda Guerra Mundial) debería saberlo. Pero claro, eran los tiempos de Woodrow Wilson y de Franklin Roosevelt, auténticos demócratas, fundadores de la Sociedad de Naciones, de Naciones Unidas y de la doctrina de la seguridad colectiva. Ahora son otros tiempos, la derrota y desaparición de la URSS en la Guerra Fría parece haber sido el factor decisivo (we prevailed! dijo Bush padre a Gorbachov cuando este le recordó el compromiso de disolver las alianzas militares) para que Washington recuperara la anacrónica ideología del “heartland” mundial en lugar de apostarle – como la China – a la nueva ruta de la seda  o como los BRICS a la multipolaridad geoeconómica y no al unipolarismo militar con hegemonía geopolítica por la cual, aparentemente,  aún suspira el complejo militar industrial.

Las contiendas bélicas en Ucrania y en el Medio Oriente son extremadamente peligrosas y nos pueden conducir a una tercera conflagración mundial. Afortunadamente la llamada de Biden a Netanyahu pudo impedir una escalada militar contra Irán la semana pasada y, si lo vemos desde el punto de vista del equilibrio de poderes en la región del Oriente Medio, más valdría a israelíes y americanos atenerse a lo que dijo Kenneth Waltz en un célebre artículo del Foreign Affairs  cuando recordó que la posesión del arma nuclear, dado el efecto disuasivo que introduce en las relaciones internacionales, sería un factor de equilibrio no de desequilibrio.  La humanidad no se puede dar el lujo de permitir especulaciones (que siempre las ha habido) sobre quién podría “ganar” una guerra nuclear entre otras razones porque la catástrofe ecológica que la misma produciría sería de tal magnitud que nos pondría al borde de la extinción como especie.  El “invierno nuclear” que sobrevendría afectaría a todos los países porque las nubes radioactivas no reconocen fronteras.  Aceptar la multipolaridad como un hecho irreversible y apostarle al cosmopolitismo así como a los procesos de integración regional como la fórmula más apropiada  para superar los nacionalismos decimonónicos y los anacronismos geopolíticos  debería ser la guía para salir de esta crisis mundial.

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