Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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La Catedral de Notre Dame es más que una iglesia; más que un monumento medieval; más que un prodigio de arquitectura; más que un recinto histórico. Notre Dame es un relicario que resguarda el espíritu de Francia, una Francia cristiana, devota y sobre todo mariana. La zozobra y angustia de hace 5 años, el 15 de abril de 2019 se ha ido superando y como ejemplo de la resiliencia del pueblo galo, abrirá de nuevo sus puertas en diciembre de este año. Por ello van estas palabras:

Afirma nuestro poeta Ak’abal que “las piedras no son mudas/ guardan silencio” y si de hablar se trata, flota en el imaginario colectivo aquella sospecha “si estas paredes pudieran hablar (…)”.  En un enfoque simplista repetimos lo aprendido en primaria: que las piedras y ladrillos pertenecen al reino mineral, por lo tanto, son “inanimados.” Pero eso no es cierto, a pesar del poema de Rubén: “dichoso el árbol que es apenas sensitivo/más la piedra dura porque esa ya no siente.” 

De alguna manera, que escapa a los avances pretendidos de nuestra tecnología, las cosas absorben cierta energía; o, poniéndolo al revés, los humanos emitimos cierta radiación que las cosas cercanas van recogiendo.

Se afirma que Napoleón, en visita a la catedral de Chartres quedó tan embelesado al contemplar esa gran nave y los vitrales donde la luz se transparente con un azul especial (que hasta poco tiempo se pudo reproducir) dijo, mitad en asombro y mitad como enojo: “Estos grandes templos están construidos para hacernos sentir mal a los no creyentes.” Ese mismo recogimiento habremos sentido todos al entrar en algún recinto sagrado. Una sensación doble y opuesta, por una parte una especie de opresión, como que la fuerza barométrica nos aplastara y nos reconocernos impotentes ante realidades sublimes y superiores; pero por otro lado se percibe una ligereza que nos eleva como las volutas de incienso para acercarnos a esas realidades superiores.

Como dijo el abate de Saint Denis, Suger: “por el arte sagrado se descubre lo inmaterial de la materia.” La materia como un puente entre nuestra mortalidad y la eternidad. Acaso no se cobija en nuestro pecho un suspiro y anhelo sublime cuando contemplamos la Pasión de Miguel Ángel. Es que, en las manos de ese genio, el mármol se ha convertido en espíritu.

Es posible que los seres humanos tenemos diferentes capacidades de captación de esas vibraciones que emanan de ciertas cosas o lugares, sin embargo, hay sensaciones que sí se comparten. Por ejemplo, la atracción que todos compartimos por la ciudad de La Antigua no deriva solamente de lo folclórico de las construcciones y sus calles empedradas. Hay algo más, un “espíritu de La Antigua” que nos abraza no más traspasamos el puente del Matasano. Muchos parques de atracciones modernas tratan de reproducir entornos antiguos, villas medievales, castillos antiguos, casas fantasmales, etc. pero solo logran recrear una parte pequeña de esos lugares. Algo les faltará siempre.

Ello me trae a colación la anécdota del rector de una gran universidad estadounidense de visita la universidad de Oxford. Con el rector anfitrión pasean por lo verdes jardines del campus que orgulloso le muestra el inglés. “No entiendo” dice el estadounidense “nosotros tenemos excelentes jardineros, importamos la grama, cuidamos los jardines con mucho esmero, pero no logramos que luzcan como éstos. Dígame señor rector ¿Qué nos hace falta?” A lo que el inglés contestó con típica flema: “Lo que les hace falta son 400 años de estar cuidando sus jardines.”

Los escépticos negarán cualquier expresión que pueda derivar de “una cosa” pero muchas personas se aferran a creencias que por algo se han forjado. Por ejemplo, en la reciente coronación de Carlos III se mandó a traer desde Edimburgo la piedra de Scone, un bloque macizo de piedra arenisca que pesa poco más de 300 libras. Dicha piedra ha sido objeto de grandes disputas entre Escocia e Inglaterra. Pero los reyes ingleses son juramentados en una silla muy antigua que, en cuya parte de abajo, como si fuera una maleta, se coloca la piedra. ¿Qué tiene de especial? Ha sido objeto de estudios técnicos, exámenes de rayos equis, análisis de radiación, resonancias, etc. Los ingleses y sus vecinos del norte se toman muy en serio el valor de Scone y la resguardan guardias como si se tratara de una joya de la corona.

Otra piedra famosa es objeto de gran veneración por lo fieles musulmanes; es la piedra negra ubicada en la esquina oriental de la Kaaba, edificio cúbico en el centro de La Meca. Consideran que esa piedra es del Paraíso.

Muchas otras piedras representan para muchas culturas algo especial, un algo que recogen a lo largo de los siglos e irradian hacia quienes las consideran algo especial. Pero no solo las piedras; más de un visitante de Tikal afirma que se dejó envolver por algo real aunque imperceptible a los sentidos.

(Continuará).

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