En los días de ayer nos imponían la ceniza igual que ahora. Recuerdo de mi infancia y niñez en camino al templo para marcarnos la cruz sobre la frente. En el Liceo Guatemala era obligatorio; se turnaban por grados y secciones para la visita a la capilla. Todo sigue igual, salvo las palabras rituales. Antes se pronunciaba el “polvo eres y en polvo te has de convertir”. Era una expresión impactante, profunda, acaso algo dura. En los últimos años se sustituyó por “arrepiéntete y cree en el Evangelio” (Mc. 1,15). (Algo parecido con las “bienaventuranzas” que fueron cambiadas, ya no son bienaventurados los puros de corazón porque verán a Dios, ahora son “dichosos”.) Sus razones válidas tendrían las autoridades religiosas.
En todo caso el mensaje cuaresmal viene a ser el mismo pero la advertencia anterior tenía un aire de misterio y reflexión. Ciertamente se trata de una expresión ritual pero más allá de su contexto puramente religioso (Gn. 3,19) se extiende a una sabiduría más amplia. Esto es, no aplica solo a los hebreos o cristianos, aplica a todos los seres humanos independientemente de su credo.
La sanción del polvo original viene de los propios labios de Yahvé cuando nuestros primeros padres incurrieron en desobediencia. Habiendo probado el fruto del árbol prohibido, del conocimiento de la ciencia del bien y del mal, Adán y Eva se creyeron dioses. Se elevaron a unas alturas que no les correspondía. En ese preciso momento de soberbia y ceguera es cuando viene el castigo: la expulsión del Edén y la condena para todas las generaciones venideras: “Comerás el pan con el sudor de tu frente, todos los días de tu vida hasta que retornes a la tierra de donde fuiste sacado.” Un duro remezón para la pareja que poco antes se había crecido. ¿Qué se creyeron? Cayeron y su caída fue más dolorosa en la medida en que se habían encumbrado. Igual nos ha pasado a todos los descendientes desde esa expulsión. Cuando un día nos creemos los “reyes del mundo”, el día siguiente nos despierta con una realidad distinta. Cuando ensoberbecidos creemos que el éxito es solamente producto de nuestro esfuerzo e ingenio nos viene la misma pregunta que nuestros padres: “¿Qué se han creído?” Y viene luego un infortunio que nos devuelve a la realidad.
Por otro lado, se nos impone la carga de la diaria subsistencia, la mayoría por medio del duro trabajo –con el sudor de tu frente–, pero a otros por medio de esa angustia existencial aún para los que no necesitan trabajar. El peso de las horas vacías que deben soportar. El afán de cada día. Ansiedad y desasosiego.
Es costumbre y norma también, que a los siete años de enterrados los nichos se pueden “desocupar” porque ya solo quedan huesos. La carne desaparece, por eso “sarcófago” quiere decir “comedor de carne”. Claro, mucho depende del clima del entierro; tal el caso de los egipcios cuyas momias siguen apareciendo más de 30 siglos después, en especial aquellas que fueron embalsamadas. Semejantes condiciones se dan en los desiertos secos del Perú. La carne se disuelve y quedan solo las osamentas, pero en contados casos; la mayoría de los cuerpos se van diluyendo en el polvo de la eternidad. En el polvo de estrellas. Por eso debemos lucir las curvas en vida porque para mostrar los huesos tenemos siglos enteros. Aunque la mayoría de los huesos también se desvanecen. No queda nada. La costumbre de algunas culturas y que se ha desarrollado en nuestras sociedades de cremar los cadáveres, no es más que una forma de precipitar ese retorno al polvo original, después de todo las cenizas son polvo.
“Polvo eres y en polvo te has de convertir” es toda una realidad, pero también un recordatorio de la fugacidad de nuestra vida y un llamado a la búsqueda de los valores eternos. Por eso la exhortación a la conversión.